Natalia López Moratalla

Humanos


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éticas de su aplicación en los hombres. Escribo este libro con la sola intención de mostrar lo bien hechos que estamos. Lo hago desde la pasión por la ciencia que nunca he disimulado. Tan bien hechos estamos que separarnos de nuestro cuerpo es, en mayor o menor medida, borrar las señales del camino que conduce a la felicidad. Y, como consecuencia, también hace peligrar la supervivencia del humanismo que ha sido la bandera de la cultura occidental.

      El plus de realidad de cada hombre

      Tanto la biología humana como la neurobiología dan razón de la intrínseca fusión en cada hombre del nivel biológico, con sus leyes propias, y el nivel del espíritu, que se manifiesta en la liberación el encierro en los automatismos de los procesos biológicos y de la vida exclusivamente en presente; encierros propios del automatismo de la vida animal. La fusión intrínseca de los dos niveles, desde la constitución misma de cada uno, permite la apertura hacia dentro de sí mismo y hacia los demás. Fusión que da lugar a un plus de realidad de cada hombre, que permite, en definitiva, poder amar a los otros como a uno mismo.

      Con frecuencia, cuando se habla de dos niveles —biológico y espiritual— o de tres —animal, psíquico y espiritual—, se tiende a imaginar estratos uno sobre otro, o grados inferior, medio y superior, con sus límites y fronteras. De forma que, con frecuencia, se hacen preguntas mal planteadas como a qué nivel corresponde el sentimiento o dónde está la inteligencia, etcétera.

      La dinámica de la vida —dinámica epigenética— resolvió, hace décadas, la debatida cuestión de las “junturas del alma y el cuerpo”. Todo organismo animal recibe de sus progenitores una información genética que le constituye: la secuencia de los peldaños de la doble hebra del ADN de aquellos fragmentos, los genes, que son las unidades de información. El ADN de cada cromosoma es una doble hebra de un larguísimo polímero formado por cuatro bases —adenina, timina, citosina y guanina— colocadas en orden preciso a lo largo de cada una de las dos hebras y complementarias entre sí: adenina-timina y citosina-guanina. La secuencia, u orden de colocación, contiene información genética: “dice” que proteína se forma siguiendo ese patrón.

      Sin embargo, el soporte material de la información genética, el polímero ADN, cambia de estructura constantemente —manteniendo logicamente la secuencia— a lo largo de la vida del individuo, y con ello, a su vez el estado del viviente desde cigoto, a embrión, nacido, maduro o anciano. Este cambio con el paso del tiempo, en interacción con el medio —cambiante a su vez—, amplía por retroalimentación la información, dando lugar a lo que conocemos como información epigenética.

      Esta información permite que los mensajes de los genes se expresen de forma ordenada en el tiempo —información temporal—, y de manera diferente en los diversos órganos y sistemas del organismo —información espacial—. Lógicamente, no es el mismo mensaje el que dicta cómo se construye el ojo, que el mensaje que dicta que se construya el hígado.

      El aumento de la información con el proceso mismo es causa eficiente del paso de lo simple a lo complejo, a lo largo del tiempo. Eficiencia que se manifiesta en la aparición de propiedades y funciones que no poseía en etapas anteriores. Las propiedades “no están” en el material de partida, ya sean genes, neuronas o estados mentales.

      Esa regulación ordenada de la expresión de los genes, en el espacio del organismo y a lo largo del tiempo es el programa genético: una ordenada sucesión de los mensajes que “dictan” los genes. Lo que se puede denominar también principio vital de ese organismo concreto y, que clásicamente, se denominó “alma vegetativa” o “alma sensitiva”.

      De esta forma, la lógica de la vida, del cerebro y de la mente, supera cualquier mecanicismo causa-efecto

      En los seres humanos nos encontramos con un nuevo nivel de información: la información relacional, propia de cada uno y que le permite abrirse hacia él mismo, intimidad, hacia los demás, relaciones interpersonales, y hacia el mundo en el que ocupa un puesto específico. Los dos niveles del ser humano están intrínsecamente fundidos, porque integra en la unidad viviente las diferentes informaciones: aquellas genéticas de las que parte para construirse y aquellas otras que le vienen por el proceso de su desarrollo, con las informaciones que proceden de su relación con los demás.

      Esta información, que potencia la información genética recibida de sus progenitores, no surge del proceso como lo hace la epigenética, ni es un añadido (Figura 1.1).

      Fig. 1.1. Emergencia, a lo largo del proceso de autoconstrucción, de propiedades que no poseen las organizaciones del sistema en las etapas anteriores

      El principio vital de cada hombre está potenciado en su misma constitución por la libertad imprescindible y necesaria para poseer intimidad, habitar el mundo y vivir en relación con los demás.

      De forma que el cuerpo humano no es nunca un organismo animal, sino que manifiesta siempre a su Titular. O dicho de otro modo, el cuerpo humano manifiesta un plus de realidad, como capacidad de aflojar el tipo de ataduras que encierran al animal en los ciclos biológicos de la especialización. Ese plus es liberación del encierro en los automatismos y del estar en un exclusivo presente: es libertad.

      El mensaje genético en vez de quedarse ordenado a la mera vida corporal, en función de la especie, se ordena hacia los fines propios personales. Esa dimensión corporal, abierta y relacional, que es precisamente el elemento constitutivo de la personalidad humana, es signo de la presencia de la persona, pero no su causa.

      Los nudos gordianos y los semáforos

      Siempre he visto el mundo vivo con la idea evolutiva de más con más: más informacion genética y más información epigenética significa más intensidad de vida, más complejidad y, por tanto, mejor especialización al entorno y más posibilidades. Pero ante el hombre libre de las ataduras de los genes y pobre biológicamente —más con menos— necesitaba encontrar algunas imágenes con las que pudiera expresarme sin acudir a demasiados tecnicismos.

      La expresión “aflojar las ataduras que nos atan al dictado de los genes”, que he usado con frecuencia, se la robé a un viejo colega neurocientífico, Francisco Mora, con que comenzaba este capítulo.

      Hace años pensé la imagen del nudo gordiano que me ha servido para expresar esta frontera entre el animal y el hombre de forma que no acabe en un dualismo. Aflojar una atadura no es romper el lazo que hace el nudo. Los lazos naturales están sellados con nudos gordianos, que no se pueden deshacer por tener amarrados los extremos. Como cuenta la historia o la leyenda, Alejandro Magno solucionó el problema cortando el nudo con su espada. Es decir, la naturaleza ata los mecanismos de la supervivencia de tal forma que solo con violencia se pueden deshacer.

      El cerebro animal funciona tan perfectamente que es capaz de ajustar muy bien la respuesta a la necesidad. La naturaleza le dota de ese tipo de nudo en aquello de que depende la supervivencia del individuo y la especie. Alcanza así tal especialización que es la que le conviene para sobrevivir y cubre todas sus necesidades en su propio nicho ecológico. La especialización al nicho es riqueza biológica. Como también lo es que algunos pequeños cambios en algún gen aporten características diferentes a algunos individuos.

      En efecto, si cambian las características del entorno, o bien algunos individuos se adaptan a las nuevas condiciones, o la especie se extingue. Los portadores de ese carácter viven más tiempo que los demás y dejan más descendientes, que son los que portan esos caracteres mejores para la adaptación al entorno. Esa selección natural es ley de vida natural de todo ser vivo, excepto del ser humano, porque los vivientes tienen nudos gordianos establecidos desde que la vida aparece en la Tierra. Los nudos gordianos se configuran como instinto animal. Un perro, por ejemplo, puesto que tiene cerebro, ve y huele el hueso que es estímulo para él, en tanto tenga hambre. Y por ello, el instinto de conservación que se procesa en su cerebro genera la respuesta instintiva de ir a por el alimento. El hueso es así la ocasión que despierta la correspondiente respuesta instintiva perfectamente ajustada. El animal no come si está saciado —nunca se indigesta—