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contra el error.

      La hipótesis, pues de una se trata, no tiene en sí nada de contradictorio e imposible. Supongamos, pues, que san Agustín, san Anselmo y santo Tomás de Aquino tuvieran conciencia exacta de lo que hacían. Admitamos provisionalmente que, cuando hablan de lo que la razón debe a la revelación, conservan el recuerdo conmovedor de aquellos instantes en que, por la coincidencia de dos luces que van al encuentro una de otra, la opacidad de la fe cedía de pronto en ellos a la transparencia de la inteligencia. Vayamos más allá todavía. Preguntémonos si a veces no fueron más originales de lo que creyeron ser, innovando con inconsciente osadía, gracias a la fe que los llevaba sin dejarse sentir, justamente en lo que creían no hacer más que seguir fielmente a Platón y a Aristóteles. Descubrir en la historia la presencia de una acción ejercida sobre el desarrollo de la metafísica por la revelación cristiana, sería traer una demostración en cierto modo experimental de la realidad de la filosofía cristiana. Nadie pone en duda que la tarea es inmensa y está llena de asechanzas; pero ni siquiera es necesario abrigar esperanzas de éxito para empezarla, pues no podría tratarse de otra cosa sino de esbozarla.

      [1] SAN PABLO, I ad Corinth., I, 19-25. Cf. op. cit., II, 5 y 8. Ad Coloss., II, 8. Esos textos han declarado seguir todos los adversarios cristianos de la filosofía, de los cuales Tertuliano encarna el tipo a la perfección: «Quid ergo Athenis et Hierosolymis? Quid Academiae et Ecclesiae? Quid haereticis et Christianis? Nostra institutio de Porticu Salimonis est (cf. Act. I, 12, Sap., I, 1) qui et ipse tradiderat Dominum in simplicitate cordis esse quaerendum. Viderint qui stoicum et platonicum et dialecticum Christianismum protulerunt. Nobis curiositate opus non est post Jesum Christum, nec inquisitione post evangelium. Cum credimus, nihil desideramus ultra credere. Hoc enim prius credimus, non esse quod ultra credere debeamus». TERTULIANO, De prae script, haereticorum, VII.

      [2] C. TOUSSAINT, Êpîtres de saint Paul. París, G. Beauchesne, 1910, t. I, p. 253.

      [3] JUSTINO, Dialogue avec Tryphon, II, 6; trad. G. ARCHAMBAULT. París, Picard, 1909, pp. 11-12.

      [4] Op. cit., VII, p. 37.

      [5] JUSTINO, Dialogue avec Tryphon, II, 6; trad. G. ARCHAMBAULT. París, Picard, 1909, pp. 11-12. Esta reivindicación del título de filósofo por un cristiano es un hecho aislado en la antigüedad. En el texto del cual se ha tomado el epígrafe de este trabajo, Atenágoras define claramente el derecho de los cristianos a proponer una explicación filosófica del universo, elaborada por la razón bajo la conducta de la revelación: «Puesto que casi todos, aunque sea a pesar suyo, reconocen la existencia de una realidad divina cuando llegan a los principios del universo, ¿por qué ha de tener esa gente el derecho de decir y escribir impunemente sobre lo divino lo que les parezca, mientras que una ley nos prohibe demostrar por medio de argumentos y razonamientos verdaderos que existe un Dios, cosa que nosotros sabemos tanto por la razón como por la fe? Porque los poetas y los filósofos, en esta como en otras cosas, animados por el soplo de Dios, han intentado por vía de conjetura y no siguiendo cada cual sino su alma, si no les sería posible descubrir y concebir la verdad. Pero no han encontrado en ellos de qué aprehender su objeto, pues no pensaban tener que instruirse acerca de Dios con respecto a Dios, sino cada cual acerca de sí mismo. Por eso han llegado todos a conclusiones diferentes sobre Dios, la materia, las ideas y el universo. Nosotros, al contrario, ya se trate de lo que sabemos o de lo que creemos, ponemos por testigos a los Profetas que, inspirados por el Espíritu, se pronunciaron sobre Dios y lo que se refiere a Dios». Atenágoras, Legatio pro Christianis, VII. El método que declara seguir es lo que él llama claramente cbv λογισμόν ήμών τής χίστβως (op. cit., VIII). La fecha de este escrito es 177. La iluminación de la razón por la revelación es igualmente invocada, respecto de la creación y de la unidad de Dios, por Ireneo, Adversus Haer eses, I, 3, 6, y II, 27, 2. En cuanto a Clemente de Alejandría (150-215), su concepción de la gnosis cristiana se basa en la idea de que la filosofía es cosa buena en sí y necesaria (Stromates, I, 1, y I, 18, donde lucha contra cristianos enemigos de la filosofía); pero la filosofía griega, especie de revelación incompleta fundada en la razón, debe ser completada por la revelación. Hay dos Antiguos Testamentos: la Biblia y la filosofía griega (Stromates, VI, 42, 44, 106), y uno Nuevo que, como un manantial, arrastra en su curso aguas que vienen de más lejos (Stromates, I, 5). Según otra imagen, la fe se injerta en el árbol de la filosofía y, cuando el injerto es perfecto, el brote de la fe se substituye al del árbol, crece en él, vive en él y le hace dar frutos (Stromates, VI, 15). La sabiduría cristiana, según Clemente, nace, pues, del injerto de la fe en la razón. Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum, II, 33, opone los errores de los filósofos a las certidumbres que los cristianos han recibido del Espíritu Santo en cuanto a la unidad de Dios y la creación (cf. op. cit., II, 4; II, 12; III, 2; III, 9).

      [6] La misma idea se halla en el Libro de la Sabiduría, XIII, 1, y será citada por León XIII en la Encíclica Aeterni patris.

      [7] JUSTINO, IIe Apologie, cap. XIII. París, Picard, 1904, p. 177. Para el fundamento de la doctrina véase Ie Apologie, cap. XLVI, pp. 94-97. Cf.: «Quisquis bonus verusque Christianus est, Domini sui esse intelligat ubicumque invenerit veritatem». San AGUSTÍN, De doctr. Christiana, II, 18, 28; Patr. lat., t. 34, col. 49.

      [8] JUSTINO, IIe Apologie, cap. X, p. 169, y cap. XIII, pp. 177-179. Pueden confrontarse esas declaraciones de Justino con la fórmula de san Ambrosio, varias veces citada por santo Tomás de Aquino: «Omne verum, a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto ets»; cf. P. ROUSSELOT, L’intellectualisme de saint Thomas d’Aquin, 2.ª ed. París, G. Beauchesne, 1924, p. 228. Hay en eso un rasgo constante del espíritu cristiano, que escapa a muchos de sus intérpretes y cuyo desconocimiento ha causado más de una equivocación. Debido a ello es particularmente difícil comprender los vínculos profundos del Renacimiento con el cristianismo medieval y antiguo. Se ha considerado como prueba manifiesta del paganismo de Erasmo su famosa exclamación: «San Sócrates, ruega por nosotros». Sin embargo, si es verdad que Sócrates fue cristiano y condenado a muerte por instigación del demonio a causa de su participación en el Verbo, ¿no fue un mártir? Y si fue mártir, ¿no es un santo? Se hallarán curiosos ejemplos de los estragos causados en la historia por ese olvido de las verdaderas tradiciones cristianas en el libro de J. B. PINEAU, Érasme, sa pensée religieuse. París, 1923. Haciendo constantemente