usquam veri offenderis» (op. cit., p. 116), no tiene nada que no sea tradicional. Decir que «fortassis latius se fundit spiritus Christi quam nos interpretamur» (p. 269), sería para Justino timidez, no atrevimiento. No se trata de negar que el humanismo de Erasmo tenga un carácter nuevo, pero habría que conocer el antiguo para saber en qué es nuevo el suyo. También sería menester no interpretar sus textos a contrapelo. J. B. Pineau hace decir a Erasmo, refiriéndose al Cristo: «Pero, ¿qué nos enseña que no se encuentre equivalentemente en los filósofos?» (op. cit., p. 117), esto para introducir un texto de Erasmo que quiere decir: «La autoridad de los filósofos tiene poco peso, a menos que todo lo que digan, a pesar de que lo hagan con términos diferentes, esté prescripto por las santas Letras» (ibid., nota 96). Es, pues, exactamente lo contrario de la idea que se le atribuye. Tales métodos no están hechos para aclarar la historia.
[9] P. ALFARIC, L’évolution intellectuelle de saint Augustin. París, E. Nourry, 1918.
[10] TACIANO, Adversus Graecos, XXV.
[11] HERMIAS, Gentilium philosophorum irrisio, II-X. Nótese que Hermias toma el título de filósofo.
[12] LACTANCIO, Institutiones, VII, 7, 7. Cf. VII, 7, 4: «Quod si extitisset aliquis qui veritatem sparsam per singulos per sectasque diffusam colligeret in unum ac redigeret in corpus, is profecto non dissentiret a nobis... Sed hoc nemo facere nisi veri peritus ac sciens potest; verum autem scire non nisi ejus est qui sit doctus a Deo».
[13] Se ha sostenido que «el cristianismo, en sus comienzos, no es nada especulativo; es un esfuerzo de ayuda mutua a la vez espiritual y material en las comunidades» (É. BRÉHIER, Histoire de la philosophie, t. I, p. 493). Sin embargo, no hay necesidad de considerarlo «luego de transcurridos muchos siglos» para dudar de la verdad de esta aserción. La conversión de Justino, según el Diálogo con Trifón, se plantea abiertamente en el plano de la filosofía. Pero sobre todo es interesante observar que, desde fines del siglo II, lo que se les reprocha a los cristianos es la pretensión de tener conocimientos filosóficos que no habrían tenido los griegos. Esos ignorantes presumen de que saben más que Platón y Aristóteles. De modo que esas antiguas comunidades cristianas no solo se atribuyeron una interpretación nueva del mundo, sino que se les reprochó por ello. Citemos, según una de las “hermosas infieles” de Perraut d’Ablancourt, esa reivindicación de los derechos de la razón que se halla en M. FELIX, Octavius (fines del siglo II): «Ahora bien: así como no puede sufrir (se. Cecilio, el pagano) que gentes sin letras y pobres ignorantes, como él nos llama, disputen de las cosas divinas, es menester que sepa que todos los hombres han nacido razonables, sin distinción de edad, de calidad, ni de sexo, y que no deben su sabiduría a la fortuna, sino a la naturaleza; que aun los filósofos y los otros descubridores de las artes y de las ciencias fueron considerados como hez del pueblo y unos ignorantes, antes de que hicieran aparecer su espíritu en sus obras; tanto es cierto que los ricos, idólatras de sus tesoros, consideran más el oro que el cielo, y que son pobres como nosotros los que han descubierto la sabiduría, y que la han mostrado a los demás» (París, 1677, pp. 56-57). Hay en eso una especie de reivindicación de la democracia en filosofía y de apelación a la universalidad de la razón que muestra que, en aquellas comunidades cristianas, el espíritu especulativo era intensamente vivo. La pretensión, insoportable para los filósofos, de que una humilde vetula supiera del mundo más que Platón y Aristóteles, no ha hecho sino expresarse de nuevo con san Francisco de Asís y sus discípulos; es parte integrante de la tradición cristiana. El título del perdido tratado de Hipólito (muerto hacia 236-237): Contra los griegos y Platón, o del Universo, parece indicar también que este obispo romano no se desinteresaba de la especulación.
[14] MAINE DE BIRAN, Sa vie et ses pensées, publicada por E. NAVILLE. París, 1857, p. 405. Entre el siglo XIX y la Edad Media, colocaríamos naturalmente a Malebranche, que es una mina inagotable de textos de ese género. Véanse sobre ese punto los excelentes análisis de H. GOUHIER, La vocation de Malebranche. París, J. Vrin, 1926, pp. 129-156.
[15] Sap VII, 7, citado por MAINE DE BIRAN, op. cit., p. 385.
[16] San ANSELMO, De fide Trinitatis, Praef.; Pair. lat. t. 158, col. 61.
[17] De nada sirve objetar que una razón que va a remolque de una fe se ciega voluntariamente y que es demasiado fácil darse la ilusión de probar lo que se cree. Si las demostraciones del creyente no convencen al incrédulo, aquel no se creerá autorizado a apelar, para convencer a su adversario, a una fe que este adversario no acepta. Lo más que el creyente podrá hacer, en lo que le respecta, será investigar si no habrá sido víctima de una evidencia ilusoria y criticarse severamente. Por otra parte, en lo que se refiere a su adversario, no podrá por menos que desearle la gracia de la fe, con la iluminación que de ello resulta para la inteligencia. Este punto no puede, honestamente, ser dejado en la sombra. El problema de la filosofía cristiana no se limita al de su constitución, abarca el de su intelección una vez que se ha constituido. La paradoja contemporánea de una filosofía cristiana evidente para sus defensores y carente de valor para sus adversarios no implica necesariamente que sus defensores estén equivocados, a causa de su fe, sobre el valor racional de sus conclusiones; y puede explicarse por el hecho de que la ausencia de fe en sus adversarios les vuelve opacas las verdades que, de otro modo, serían para ellos transparentes. Esto, claro está, no autoriza de ningún modo al filósofo cristiano a argumentar en nombre de su fe, pero le invita a redoblar su esfuerzo racional hasta que la luz que de ello resulta invite a otros espíritus a informarse de su fuente para, a su vez, beber en ella.
[18] Véase, en BIBLIOGRAFÍA, la tesis del P. M.-D. CHENU, en Bulletin thomiste, 1928, p. 244. Cf. las observaciones tan justamente equilibradas de J. MARITAIN, De la sagesse augustinienne, en Revue de Philosophie (XXX), 1930, pp. 739-741; las suscribimos enteramente.
[19] La historia de la filosofía cristiana no se confunde, pues, con la de la influencia ejercida por el cristianismo sobre la filosofía; A. Comte ha sufrido la influencia del cristianismo, y sin embargo su positivismo no es una filantropía cristiana.
[20] Sobre san Agustín, cf. E. GILSON, Introduction à Vétude de saint Augustin. París, J. Vrin, 1929, p. 151 y sig. Sobre san Bernardo, In Cant. Cant., Sermo XXXVI, art. 2-3; Patr. lat., t. 183, col. 967.
[21] San AGUSTÍN, Soliloq., II, 1, 1. Cf. «Cujus (philosophiae) duplex quaestio est: una de anima, altera de Deo». De ordine, II, 18, 47. San Bernardo sigue la tradición agustiniana en su sermón In Cant. Cantic., XXXVII, 1; Patr. lat., t. 183, col. 971-974. Uno de los más característicos textos de san Agustín sobre esta restricción voluntaria de la zona de interés del pensador cristiano se halla en Enchiridion, IX, 3; Patr. lat., t. 40, col. 235-236.
[22] Sobre ese punto, véase E. GILSON, La philosophie de saint Bonaventure. París, J. Vrin, 1924, pp. 116-117. Aun el asentimiento de la fe a verdades indemostrables por la razón puede ayudar al filósofo como tal. El dogma revelado unifica el conocimiento racional y le da acabamiento, algo así como en Kant las ideas de la razón unifican los conceptos del entendimiento, o más bien como, en Platón, el mito completa y da remate a la filosofía. Y puesto que la fe es una certeza absoluta en su orden, la unidad del pensamiento en el filósofo cristiano es mucho más perfecta de cuanto lo es en Platón o en Kant. En ese sentido es verdad