su pleno desarrollo[10]-[11]; en el anónimo Burla de los filósofos; en Arnobio, cuyo escepticismo filosófico y fideísmo justifica; pero quizá deba decirse que fue sobre todo en Lactancio, porque este hombre de buen sentido midió el alcance exacto y lo señaló en términos definitivos. A pesar de las injurias que no dejó de dirigirles cuando se presentó la ocasión, Lactancio tuvo trato frecuente con los filósofos. Persuadido de que hay mucho de bueno en Sócrates, en Platón, en Séneca, este cristiano acaba por reconocer que en realidad cada uno de ellos ha alcanzado una parte de la verdad total y que, si se juntaran esas partes, se llegaría a reconstituir la verdad entera: particulatim veritas ab iis tota comprehensa est[12]. Supongamos, pues, que a alguien se le ocurriera recoger esos fragmentos dispersos entre los escritos de los filósofos y reunirlos en un cuerpo de doctrina: lo que obtendría por este método sería un equivalente de la verdad total; pero, y este es el punto esencial, nadie puede obrar esa separación entre lo verdadero y lo falso en los sistemas de los filósofos, a menos que por anticipado conozca la verdad, y nadie la conoce por anticipado si Dios no se la enseña por la revelación, es decir, si no la acepta por la fe.
Lactancio concibió, pues, la posibilidad de una filosofía verdadera, pero la concibió como un eclecticismo basado en la fe. De un lado está el filósofo puro y simple, que no dispone más que de su razón y quiere descubrir la verdad por sus propias fuerzas: todo su empeño solo le conduce a alcanzar un minúsculo fragmento de la verdad total, envuelto en una masa de errores contradictorios de los que es incapaz de separarla. Del otro lado está el filósofo cristiano: su fe lo pone en posesión de un criterio, de una regla de juicio, de un principio de discernimiento y de selección, que le permiten hacer que la verdad se vuelva racional a sí misma, liberándola del error en que se enreda. Solus potest scire qui fecit, dice Lactancio. Dios, que todo lo ha hecho, todo lo sabe. Sigámosle, si nos enseña. Entre la incertidumbre de una razón sin guía y la certidumbre de una razón dirigida, no titubea un instante, y después de él tampoco vacilará san Agustín.
Porque, en verdad, es esa la misma experiencia que seguirá repitiéndose, hasta que termine por encontrar su fórmula abstracta en los escritos de los pensadores de la Edad Media y sea redescubierta por más de un pensador moderno. Cuando el joven Agustín adhiere a la secta de Manes es precisamente porque los maniqueos se jactan de explicarlo todo sin acudir jamás a la fe. A pesar de las extrañezas y puerilidades de su cosmogonía, son racionalistas que pretenden introducir el raciocinio en la fe dándole primero la inteligencia. Si, cansado de una iglesia en la que la inteligencia prometida no llega jamás, Agustín se aleja finalmente de la secta, es para entregarse al amable escepticismo de Cicerón; y cuando emerge de ese escepticismo gracias a Plotino, es para descubrir a poco que todo cuanto había de verdad en el neoplatonismo estaba ya contenido en el Evangelio de san Juan y en el libro de la Sabiduría, y juntamente con otras muchas verdades que Plotino mismo jamás llegó a conocer. Así, mientras la buscaba en vano por la razón, la sabiduría estaba ahí, esperándolo, y se ofrecía a él por la fe. Aquellas verdades vacilantes, que la especulación griega reservaba a un reducido grupo de espíritus selectos, estaban por anticipado reunidas, purificadas, fundadas, completadas por una revelación que las pone al alcance de todos los hombres[13]. En ese sentido, podríamos sin inexactitud resumir toda la experiencia de Agustín en el título que él mismo dio a una de sus obras: De utilitate credendi. De la utilidad de creer, aun para asegurar la racionalidad de la razón. Si repite sin cesar la frase de Isaías tal cual la encuentra en la traducción latina que él utiliza: nisi credideritis, non intelligetis, es porque esta es la formula exacta de su experiencia personal; y san Anselmo no tendrá que agregarle nada cuando a su vez quiera definir el efecto bienhechor de la fe sobre la razón del filósofo.
La actitud de san Anselmo en esta materia ha sido presentada como un racionalismo cristiano. La expresión se presta a equívoco, pero tiene por lo menos el mérito de poner en evidencia el hecho que, cuando acude a la razón, san Anselmo tiene el propósito de habérselas pura y exclusivamente con la razón. No solo él, sino sus oyentes mismos exigen que nada se interponga entre los principios racionales de que parte y las conclusiones racionales que de ellos deduce. Basta con recordar el famoso prefacio del Monologium en el que, cediendo a la insistencia de sus alumnos, se compromete a no probar nada de lo que está en la Escritura por la autoridad de la Escritura, sino a establecer por la evidencia de la razón y por la sola luz natural de la verdad todo lo que una investigación independiente de la revelación podrá hacer aparecer como verdadero. Y sin embargo, fue san Anselmo quien dio la fórmula definitiva de la primacía de la fe sobre la razón, pues si la razón quiere ser plenamente razonable, si quiere satisfacer como razón, el único método seguro para ella consiste en escrutar la racionalidad de la fe. En cuanto tal, la fe se basta, pero aspira a transmutarse en una inteligencia de su propio contenido; no depende de la evidencia de la razón, sino que, al contrario, ella es quien la engendra. Sabemos por el propio san Anselmo, que el título primitivo de su Monologium fue: Meditación sobre la racionalidad de la fe, y que el título de su Proslogion no era otro sino la famosa fórmula: Una fe que busca la inteligencia. Nada expresa con más justeza su pensamiento, pues que no trata de comprender para creer, sino de creer para comprender; a tal punto, que esta primacía de la fe sobre la razón, la cree antes de-comprenderla, y para comprenderla, puesto que le es propuesta por la autoridad de la Escritura: nisi credideritis, non intelligetis.
San Justino, Lactancio, san Agustín y san Anselmo no son más que cuatro testigos. ¡Pero qué testigos! Su autoridad y la perfecta concordancia de sus experiencias me dispensarán, así lo espero, de invocar los innumerables testimonios que pudieran agregarse a los suyos. Sin embargo, antes de dejar este punto quisiera hacer oír también una voz que les contesta a través de los siglos, para atestiguar la perennidad de la cuestión y la necesidad de la respuesta. Alegar las conclusiones ultimas de Maine de Biran, es echar en la balanza la experiencia de toda una vida. Él también, como san Agustín, como tantos otros, intentó resolver los enigmas de la filosofía valiéndose únicamente de su razón, y las últimas palabras escritas en su Diario íntimo son el Vae soli de la Escritura: «Es imposible negar al verdadero creyente, que siente en sí mismo lo que él llama los efectos de la gracia, que halla su reposo y toda la paz de su alma en la intervención de ciertas ideas o actos intelectuales de fe, de esperanza y de amor, y que de ahí hasta consigue satisfacer su espíritu sobre problemas insolubles en todos los sistemas, es imposible, digo, refutarle lo que experimenta y, por consiguiente, dejar de reconocer el fundamento verdadero que tienen en él o en sus creencias religiosas, los estados de ánimo que hacen su consolación y su felicidad»[14]. Es, pues, un hecho para el cristiano que la razón sola no basta a la razón y que no solo en el siglo II se convirtieron filósofos al cristianismo en interés de su propia filosofía. Al fides quarens intellectum de san Anselmo y de san Agustín corresponde el intellectus quarens intellectum per fidem de Maine de Biran. Optavi et datus est mihi sensus, invocavi et venit in me spiritus sapientiae[15]; ese esfuerzo de la verdad creída por transformarse en verdad sabida, es verdaderamente la vida de la sabiduría cristiana, y el cuerpo de las verdades racionales que ese esfuerzo nos entrega, es la filosofía cristiana misma. El contenido de la filosofía cristiana es, pues, el cuerpo de las verdades racionales que han sido descubiertas, profundizadas o simplemente salvaguardadas, gracias a la ayuda que la revelación ha prestado a la razón. Si esta filosofía ha existido realmente o si no es más que un mito, es una cuestión de hecho que pediremos a la historia que ella decida; pero antes de abordar ese punto quisiera disipar una mala interpretación que, al obscurecer el sentido del fides quarens intellectum, hace ininteligible la noción misma de filosofía cristiana.
A menos de vaciar esta expresión de todo contenido positivo, es menester admitir francamente que solo una relación intrínseca de la revelación a la razón le da un sentido. Y aun importa que ese sentido sea exactamente definido. No se trata en modo alguno de sostener que la fe sea un tipo de conocimiento superior al del conocimiento racional. Jamás lo pretendió nadie. Al contrario, es evidente que el creer es un simple sucedáneo del saber y que, todas las veces que sea posible, substituir la creencia por la ciencia es siempre para el entendimiento una ganancia positiva. La jerarquía tradicional de los modos de conocimiento, en los pensadores cristianos, es siempre la fe, la inteligencia, la vista de Dios cara a cara: «Inter fidem et speciem —escribe san Anselmo— intellectum quem in hac vita capimus esse medium intelligo»[16].