Charles Dickens

Grandes Esperanzas


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de herrar—. Pues habla. ¿Qué es, Pip?

      —Mira, Joe —dije agarrándome a una manga de la camisa que tenía arremangada y empezando a retorcerla entre mis dedos—. ¿Te acuerdas de lo que he dicho acerca de la señorita Havisham?

      —¿Que si me acuerdo? —exclamó Joe—. ¡Ya lo creo! ¡Es maravilloso!

      —Pues mira, Joe. Nada de eso es verdad.

      —¿Qué me cuentas, Pip? —exclamó Joe con el mayor asombro—. ¿Acaso quieres decirme que...?

      —Sí. No son más que mentiras, Joe.

      —Pero supongo que no lo será todo lo que dijiste. Casi estoy seguro de que no vas a decirme que no existe el coche tapizado de terciopelo negro.

      Y a la vez que yo movía negativamente la cabeza, añadió:

      —Por lo menos estaban los perros, ¿verdad, Pip? Seguramente, si no les sirvieron costillas de ternera, perros sí habría. —Tampoco, Joe.

      —¿Ni un perro? —preguntó él—. ¿Ni un cachorro?

      —No, Joe. No había nada de eso.

      Mientras miraba tristemente a Joe, éste me contemplaba con el mayor desencanto.

      —Pero, Pip, no puedo creer eso. ¿Por qué lo has dicho?

      —Lo peor, Joe, es que no lo sé.

      —Es terrible —exclamó Joe—. ¡Espantoso! ¿Qué demonio te poseía?

      —Lo ignoro, Joe —contesté soltando la manga de la camisa y sentándome en las cenizas, a sus pies y con la cabeza inclinada al suelo—. Pero me habría gustado mucho que no me hubieras enseñado a llamar “mozos” a las sotas y también que mis botas fueran menos ordinarias y mis manos menos bastas.

      Entonces le conté a Joe que era muy desgraciado, y que no me sentí con fuerzas para explicarme con la señora Joe y con el señor Pumblechook, que tan mal me trataban, y que en casa de la señorita Havisham había una joven orgullosa a más no poder, quien dijo que yo era muy ordinario, y como comprendí que el calificativo era justo, me disgustaba sobremanera haberlo merecido. Y ése fue el origen de las mentiras que conté, aunque yo mismo no podía comprender por qué las había dicho.

      Éste era un caso de metafísica tan difícil para Joe como para mí. Pero él se apresuró a extraerlo de la región metafísica y así pudo vencerlo.

      —Puedes estar seguro de algo, Pip —dijo Joe después de reflexionar un rato—, y es que las mentiras no son más que mentiras. Siempre que se presentan no debieran hacerlo y proceden del padre de la mentira, portándose de la misma manera que él. No me hables más de esto, Pip. Éste no es el camino para dejar de ser ordinario, aunque comprendo bien por qué dijeron que eras ordinario. En algunas cosas eres extraordinario. Por ejemplo, eres extraordinariamente pequeño y un estudiante soberbio.

      —De ninguna manera, Joe —contesté—. Soy ignorante y estoy muy atrasado.

      —¿Cómo quieres que crea eso, Pip? ¿Acaso no vi la carta que me escribiste anoche? Incluso estaba escrita en letras de imprenta. Bastante me fijé en eso. Y, sin embargo, puedo jurar que la gente instruida no es capaz de escribir en letras de imprenta.

      —Ten en cuenta, Joe, que sé poco menos que nada. Tú te haces ilusiones respecto a mí. No es más que eso.

      —En fin, Pip —dijo Joe—. Tanto si es así como no, es preciso que seas un escolar ordinario antes de llegar a ser extraordinario. El propio rey, sentado en el trono y con la corona en la cabeza, sería incapaz de escribir sus actas del Parlamento en letras de imprenta si cuando no era más que príncipe no hubiera empezado a aprender el alfabeto. Esto es indudable —añadió moviendo significativamente la cabeza—. Y tuvo que empezar por la A hasta llegar a la Z, y estoy seguro de eso, aunque no lo sepa por experiencia propia.

      Había cierta esperanza en aquellas sabias palabras, y eso me dio algún ánimo.

      —Además, creo —prosiguió Joe— que sería mejor que las personas ordinarias siguieran tratando a las que son como ellas, en vez de ir a jugar con personajes extraordinarios.

      —Eso me hace pensar que, por lo menos, se podrá creer que en aquella casa haya siquiera una bandera.

      —No, Joe.

      —Pues créeme que lo siento mucho, Pip. Podemos hablarnos con franqueza, sin el temor de que tu hermana se irrite. Y lo mejor será que no nos acordemos de eso, como si no hubiera sido intencionado. Y ahora mira, Pip. Yo, que soy buen amigo tuyo, voy a decirte algo. Si por el camino recto no puedes llegar a ser una persona extraordinaria, jamás lo conseguirás yendo por los caminos torcidos. Ahora, no les cuentes más mentiras y procura vivir y morir feliz.

      —¿No estás enojado conmigo, Joe?

      —No, querido Pip. Pero, teniendo en cuenta que tus mentiras fueron extraordinarias y que hablaste de costillas de ternera y de perros que se peleaban, yo, que soy buen amigo tuyo, te aconsejaré que cuando te vayas a la cama no te acuerdes más de eso. Es cuanto tengo que decirte, y que no lo hagas nunca más.

      Cuando me vi en mi cuartito y recé mis oraciones, no olvidé la recomendación de Joe; sin embargo, mi mente infantil se hallaba en un estado tal de intranquilidad y de desagradecimiento, que aun después de mucho rato de estar echado pensé en cuán ordinario hallaría Estella a Joe, que no era más que un pobre herrero, y cuán gruesas y bastas le parecerían sus manos y las suelas de sus botas. Pensé, entonces, en que Joe y mi hermana estaban sentados en la cocina en aquel mismo momento, y también en que tanto la señorita Havisham como Estella no se habrían sentado nunca en la cocina, porque estaban muy por encima del nivel de estas vidas tan vulgares. Me quedé dormido recordando lo que yo solía hacer cuando estaba en casa de la señorita Havisham, como si hubiera permanecido allí durante semanas y meses, en vez de algunas horas, y cual si fuera asunto muy antiguo, en vez de haber ocurrido aquel mismo día.

      El cual fue memorable para mí, porque me hizo cambiar en gran manera. Pero siempre ocurre así en cualquier vida. Imaginémonos que de ella se segrega cualquier día, y piénsese en lo diferente que habría sido el curso de aquella existencia. Es conveniente que el lector haga una pausa al leer esto, y piense por un momento en la larga cadena de hierro o de oro, de espinas o de flores, que jamás le hubiera rodeado a no ser por el primer eslabón que se formó en un día memorable.

      Capítulo X

      Una o dos mañanas más tarde se me ocurrió, al despertar, la feliz idea de que lo mejor para llegar a ser extraordinario era sonsacar a Biddy todo lo que ella supiera. Y a consecuencia de esta idea luminosa, cuando aquella tarde fui a casa de la tía abuela del señor Wopsle, dije a Biddy que tenía mis razones para emprender la vida por mi cuenta y que, por consiguiente, le agradecería mucho que me enseñara cuanto sabía. Biddy, quien era una muchacha amabilísima, se manifestó dispuesta a complacerme, y a los cinco minutos empezó a cumplir su promesa.

      El plan de estudios establecido por la tía abuela del señor Wopsle puede ser resumido en la siguiente sinopsis.

      Los alumnos comíamos manzanas y nos metíamos pajas cada uno en la espalda del otro, hasta que la tía abuela del señor Wopsle reunía sus energías y, sin averiguación ninguna, nos daba una paliza con una vara de abedul. Después de recibir los golpes con todas las posibles muestras de burla, los alumnos se formaban en fila y, con el mayor ruido, se pasaban de mano en mano un libro casi destrozado. Este libro contenía el alfabeto, algunos guarismos y tablas aritméticas, así como algunas lecciones fáciles de lectura; mejor dicho, las tuvo en algún tiempo. En cuanto este volumen empezaba a circular, la tía abuela del señor Wopsle se desplomaba en estado comatoso debido tal vez al sueño o a un ataque reumático. Entonces, los alumnos se entregaban a un examen y a una competencia relacionados con el calzado y con el objeto de averiguar quién sería capaz de pisar al otro con mayor fuerza. Este ejercicio