Charles Dickens

Grandes Esperanzas


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y entre sus hojas había aplastados numerosos ejemplares del mundo de los insectos. Esta parte de la enseñanza se hacía más agradable gracias a algunos combates mano a mano entre Biddy y los alumnos refractarios.

      Cuando se habían terminado las peleas, Biddy señalaba el número de una página, y entonces todos leíamos en voz alta lo que nos era posible y también lo que no podíamos leer, a coro y con espantosas voces; Biddy llevaba el compás con voz aguda, fuerte y monótona, y, por otra parte, ninguno de nosotros tenía la más pequeña noción ni tampoco reverencia alguna respecto de lo que estábamos leyendo. Cuando aquel horrible ruido había durado algún tiempo, despertaba mecánicamente a la tía abuela del señor Wopsle, quien, dejándose llevar por la casualidad, agarraba a un muchacho y le tiraba de las orejas. Ésta era la señal de que la clase había terminado aquella tarde, y nos apresurábamos a salir al aire libre con grandes gritos de victoria intelectual. Conviene hacer observar que en la escuela no había prohibición alguna acerca de que un alumno cualquiera se entretuviera con la pizarra o con la tinta, cuando la había. Pero no era fácil proseguir aquella rama de los estudios durante el invierno, a causa de que la abacería en que se daban las clases, y que también era el salón y el dormitorio de la tía abuela del señor Wopsle, no estaba alumbrada más que muy débilmente por un candil y, además, no había espabladeras.

      Comprendí que para llegar a ser extraordinario en tales circunstancias tendría que emplear mucho tiempo. Sin embargo, resolví intentarlo, y, aquella misma tarde, Biddy empezó a cumplir nuestro convenio, comunicándome algunos conocimientos procedentes de su pequeño catálogo de precios, bajo el epígrafe de Azúcar y prestándome, para que la copiara en casa, una gran “D” de tipo inglés que había imitado de la cabecera de algún periódico y que yo tomé, hasta que ella me dijo lo que era, por el dibujo de una hebilla.

      Como era natural, en el pueblo había una taberna, y también se comprende que Joe gustara de ir allí de vez en cuando a fumar una pipa. Mi hermana me había mandado con la mayor severidad que aquella tarde, al salir de la escuela, fuera a buscar a mi amigo a Los Tres Alegres Barqueros para hacerlo volver a casa, con amenaza de castigo en caso de no cumplir esta orden. Por consiguiente, dirigí mis pasos hacia Los Tres Alegres Barqueros.

      Allí había un bar, y en la pared inmediata a la puerta se veía una lista alarmante de nombres escritos con tiza y con algunas cantidades al lado de cada una, acerca de cuyo pago yo sentía bastantes dudas. Aquella lista siempre estuvo allí, a juzgar por mis recuerdos más remotos, y había crecido bastante más que yo. Pero en la misma había tal cantidad de yeso, que sin duda la gente aprovechaba cuantas oportunidades podía para pagar con él, no con dinero.

      Como era sábado por la tarde, encontré al dueño, quien tristemente contemplaba aquellos apuntes, pero como me llevaba allí Joe y no el deseo de hablar con él, me limité a darle las buenas noches y pasé a la sala general, situada al extremo del corredor, en donde ardía un buen fuego en la cocina. Encontré a Joe fumando una pipa en compañía del señor Wopsle y de un desconocido. El primero me saludó alegremente, y en el momento en que lo hacía, pronunciando mi nombre, el desconocido volvió la cabeza y me miró.

      Era un hombre de aspecto reservado, a quien no había visto nunca. Tenía la cabeza ladeada y uno de sus ojos estaba medio cerrado, como si siempre apuntara a algo con un fusil invisible. Tenía una pipa en la boca, y la separó de sus labios despidiendo al mismo tiempo el humo; luego me miró fijamente y volvió la cabeza como si quisiera saludarme. Yo le correspondí del mismo modo, y él repitió el movimiento, haciendo sitio a su lado para que pudiera sentarme. Pero como siempre que iba allí tenía la costumbre de sentarme al lado de Joe, le dije:

      —No, señor; muchas gracias.

      Y fui a colocarme en el lugar que me ofrecía Joe en el lado opuesto. El desconocido, después de mirar a Joe y viendo que no nos prestaba atención, volvió a mover la cabeza, mirándome al mismo tiempo, y luego se frotó la pierna de un modo muy raro, según a mí me pareció.

      —Decía usted —observó el desconocido volviéndose a Joe— que se dedica a la profesión de herrero.

      —Eso mismo dije —replicó Joe.

      —¿Qué quiere usted beber, señor...? Ignoro cómo se llama usted. Joe le dijo su nombre, y el desconocido lo llamó por él.

      —¿Qué quiere usted beber, señor Gargery? Yo pago. Así brindaremos.

      —Pues mire usted —contestó Joe—. Si he de decirle la verdad, no tengo costumbre de beber a costa de nadie.

      —Pase porque tenga usted esa costumbre —contestó el desconocido—, pero por una vez puede prescindir de ella. Dígame si quiere beber, señor Gargery.

      —En fin, no quiero desairarlo —dijo Joe—. Ron.

      —Ron —repitió el extranjero—. ¿Y estos caballeros?

      —Ron también —dijo el señor Wopsle.

      —¡Tres copas de ron! —gritó el desconocido llamando al tabernero—. ¡Enseguida! —Este caballero —observó Joe presentando al señor Wopsle— es hombre a

      quien le gustaría a usted oír. Es nuestro sacristán.

      —¡Ah! —dijo el desconocido rápidamente y mirándome al mismo tiempo—. De la iglesia solitaria situada en el marjal y rodeada de tumbas, ¿no es verdad?

      —Así es —contestó Joe.

      El desconocido dio un sordo gruñido, como si lo dirigiera a su pipa, y extendió las piernas en el banco que tenía para él solo. Llevaba un sombrero de anchas alas y debajo un pañuelo que le rodeaba la cabeza, de manera que no se le veía el cabello. Mientras miraba al fuego me pareció descubrir en él una expresión astuta y en su rostro se dibujó una sonrisa.

      —No conozco esta región, caballeros, pero me parece que hacia el río debe de ser muy solitaria.

      —Como suelen ser siempre los marjales —dijo Joe.

      —Sin duda, sin duda. ¿Y ven ustedes por allí con frecuencia gitanos, vagabundos o mendigos?

      —No —contestó Joe—. Tan sólo, de vez en cuando un penado fugitivo. Y no crea usted que se les atrapa con facilidad. ¿No es verdad, señor Wopsle?

      Éste, con majestuoso recuerdo de antiguas incomodidades, dio su asentimiento, pero sin el menor entusiasmo.

      —Parece como si los hubieran ustedes perseguido alguna vez —supuso el extranjero.

      —Tan sólo en una ocasión —contestó Joe—. No porque a nosotros nos importara atraparlos. Fuimos como curiosos. Fui yo y me acompañaron el señor Wopsle y Pip. ¿No es verdad, Pip?

      —Sí, Joe.

      El desconocido volvió a mirarme, cerrando aún más su ojo, como si me apuntara con un fusil invisible, y dijo:

      —¿Y cómo llama usted a este muchacho? —Pip —contestó Joe.

      —¿Lo bautizaron con ese nombre?

      —No, de ningún modo.

      —¿Es un apodo?

      —No —dijo Joe—. Es un nombre familiar que se le dio cuando era muy niño, y seguimos llamándolo de igual modo.

      —¿Es su hijo?

      —Verá usted —dijo Joe, meditabundo, no porque hubiera necesidad de meditar tal respuesta, sino porque era costumbre en la taberna que se fingiera reflexionar profundamente todo cuanto se discutía—. No, no es mi hijo. No lo es.

      —¿Sobrino? —preguntó el desconocido.

      —Tampoco —dijo Joe reflexionando, en apariencia, con la misma intensidad—. Como no quiero engañarlo, le diré que tampoco es mi sobrino.

      —Entonces, ¿qué es? —preguntó el desconocido, con interés