la estancia, a veces rozando las faldas de las visitas y otras separados de ellas cuanto nos permitía la triste habitación.
—Aquí está Mateo —dijo Camila—. Jamás ha intervenido en ningún lazo familiar natural y nunca viene a visitar a la señorita Havisham. Muchas veces me he tendido en el sofá después de cortar las cintas del corsé, y allí he permanecido horas enteras, insensible, con la cabeza ladeada, el peinado deshecho y los pies no sé dónde...
—Mucho más altos que tu cabeza, amor mío —dijo el señor Camila.
—Y en tal estado he pasado horas y horas, a causa de la conducta extraña e inexplicable de Mateo, y, sin embargo, nadie me ha dado las gracias.
—En verdad que no se me habría ocurrido nunca hacerlo —observó la grave dama.
—Ya ves, querida mía —añadió la señorita Sara Pocket, mujer suave y mal intencionada—; lo que debías preguntarte es quién iba a agradecértelo.
—Sin esperar el agradecimiento de nadie ni cosa parecida —continuó Camila —, he permanecido en tal estado horas y horas, y Raimundo es testigo de las sofocaciones que he sufrido, de la ineficacia del jengibre y también de que me han oído muchas veces desde la casa del afinador de pianos que hay al otro lado de la calle, y los pobres niños se figuraron, equivocadamente, que oían a cierta distancia unas palomas arrullándose. Y que ahora me digan...
Entonces, Camila se llevó la mano a la garganta y empezó a formar nuevas combinaciones en ella.
Cuando se mencionó a aquel Mateo, la señorita Havisham se detuvo, me obligó a hacer lo propio y se quedó mirando a la que hablaba. Tal cambio tuvo por efecto terminar instantáneamente las combinaciones de la señora Camila.
—Mateo vendrá y me verá por fin —dijo suavemente la señorita Havisham— cuando esté tendida en esta mesa. Ése será su sitio —añadió golpeando la mesa con su bastón—, junto a mi cabeza. El de usted será éste, y ése el de su esposo. Sara Pocket estará ahí. Ahora ya saben todos ustedes dónde han de colocarse cuando vengan a festejar mi muerte. Ya pueden marcharse.
Al mencionar el nombre de cada uno golpeaba la mesa en distintos lugares. Luego se volvió hacia mí y me dijo:
—¡Paséame, paséame! Y reanudamos el paseo.
—Supongo que no se puede hacer otra cosa —observó Camila— más que obedecer y marcharnos. Ya es bastante haber podido contemplar, aunque por tan poco tiempo, a la persona que es objeto del amor y del deber de una. Cuando me despierte por las noches, podré pensar con melancólica satisfacción en esta visita. Me gustaría que Mateo pudiera tener tal consuelo, pero se burla de eso. Estoy decidida a no hacer gala de mis sentimientos, pero es muy duro oírse decir que una desea festejar la muerte de un pariente..., como si una fuera un gigante..., y luego que le ordenen marcharse. ¡Vaya una idea!
El señor Camila se interpuso mientras la señora Camila se llevaba la mano al jadeante pecho, y la buena señora asumió una fortaleza tan poco natural que, según presumí, expresaba la intención de desplomarse sofocada en cuanto estuviera fuera de la estancia, y, después de besar la mano de la señorita Havisham, salió acompañada de su esposo.
Sara Pocket y Georgiana contendieron para ver quién sería la última en quedarse, pero la primera tenía demasiada astucia para dejarse derrotar y empezó a dar vueltas, deslizándose en torno de Georgiana con tanta habilidad que ésta no tuvo más remedio que precederla. Entonces, Sara Pocket aprovechó los instantes para dirigirse a la señorita Havisham y decirle:
—¡Dios la bendiga, querida mía!
Y después de sonreír, como apiadándose de la debilidad de los demás, salió a su vez. Mientras, Estella estuvo ausente para alumbrar y acompañar a los que salían, la señorita Havisham siguió andando con la mano apoyada en mi hombro, pero cada vez lo hacía con mayor lentitud. Por fin se detuvo ante el fuego y, después de mirarlo por espacio de algunos segundos, dijo:
—Hoy es mi cumpleaños, Pip.
Me disponía a desearle muchas felicidades, cuando ella levantó su bastón.
—No quiero que se hable de eso. No quiero que ninguno de los que estaban aquí, ni otra persona cualquiera, me hable de ello. Todos vienen en este día, pero no se atreven a hacer ninguna alusión.
Por consiguiente, no hice ya ningún otro esfuerzo para referirme a su cumpleaños.
—En este mismo día del año, mucho tiempo antes de que nacieras, este montón de cosas marchitas y destruidas —dijo señalando con su bastón el montón de telarañas de la mesa, pero sin tocarlas— fueron traídas aquí. Ellas y yo hemos envejecido juntas. Los ratones las han roído, y otros dientes más agudos que los de los ratones me han roído a mí.
Sostenía el puño de su bastón señalando a su corazón, mientras miraba la mesa. Y tanto ella como su traje, que fue blanco, pero que aparecía amarillento; el mantel, también de alba blancura en otro tiempo, pero que tenía ahora un tono ahuesado, y todas las demás cosas que había alrededor, parecía como si debieran desplomarse al sufrir el más pequeño contacto.
—Cuando la ruina sea completa —dijo con mirada agonizante—, me extenderán, ya muerta y vestida con mi traje nupcial, sobre la mesa de la boda; esto constituirá la maldición final contra él..., ¡y ojalá ocurriera en este mismo día!
Se quedó mirando la mesa, cual si contemplara, extendido en ella, su propio cuerpo. Yo permanecí inmóvil. Estella regresó y también se estuvo quieta. Me pareció que los tres continuamos así durante mucho tiempo, y tuve el alarmante temor de que en la pesada atmósfera de la estancia y entre las tinieblas que reinaban en los más remotos rincones, Estella y yo empezáramos a marchitarnos.
Por fin, recobrándose de su ensimismamiento, no de un modo gradual, sino instantáneamente, la señorita Havisham dijo:
—Quiero ver cómo juegan a los naipes. ¿Por qué no han empezado ya?
Volvimos a su habitación, y yo me senté como la otra vez. Perdí de nuevo, y también, como en la pasada ocasión, la señorita Havisham no nos perdió de vista. Igualmente me llamó la atención acerca de la belleza de Estella y me obligó a fijarme más en ella, probando el efecto que hacían sus joyas sobre el pecho y sobre el cabello de la joven.
Ésta, por su parte, también me trató como la vez pasada; con la excepción de que no quiso condescender a hablar. Cuando jugamos media docena de partidas, se fijó el día de mi próxima visita; fui llevado al patio para darme de comer, como si fuera un perro, y también se me dejó que anduviera de un lado a otro, según me pareciera mejor. Nada importa para mi objeto que una puerta que había en la pared del jardín, y por la que me subí el primer día para mirar al otro lado, estuviera aquel día abierta o cerrada.
Basta decir que no la vi siquiera, pero que ahora la descubrí. Y como estaba abierta y yo sabía que Estella había acompañado a las visitas hasta la calle —porque volvió llevando las llaves en la mano—, me aventuré a entrar al jardín y lo recorrí por entero. Era completamente silvestre y divisé algunas cáscaras de melón y de pepinos que parecían, en su estado de desecación, haber fructificado espontáneamente, aunque sin vigor, para producir débiles tentativas de viejos sombreros y de botas, con algunos renuevos, de vez en cuando, en forma de cacharros estropeados.
Cuando recorrí el jardín y el invernadero, en el que no había más que una parra podrida y caída al suelo y algunas botellas, me encontré en el mismo triste rincón que divisara a través de la ventana. Sin dudar por un momento de que la casa estaba desocupada, miré al interior, a través de otra ventana, y, con la mayor sorpresa, me vi cambiando una mirada de asombro con un joven caballero, muy pálido, con los párpados enrojecidos y los cabellos muy claros.
El joven caballero pálido desapareció muy pronto, para reaparecer a mi lado. Sin duda alguna, cuando lo vi por