es una expresión general que, según pude advertir, se solía contestar con otra igual, exclamé, a la vez:
—¡Hola!
Aunque, cortésmente, suprimí la palabra “muchacho”.
—¿Quién te ha dejado entrar? —preguntó.
—La señorita Estella.
—¿Quién te ha dado permiso para rondar por aquí?
—La señorita Estella.
—Ven a luchar conmigo —dijo el joven y pálido caballero.
¿Qué podía hacer yo sino obedecer? Muchas veces me he formulado luego esta pregunta, pero ¿qué podía haber hecho? Su orden fue tan imperiosa y yo estaba tan extrañado, que le seguí a donde me llevó, como hechizado.
—Espera un poco —dijo volviéndose hacia mí, antes de alejarnos—; he de darte un motivo para pelear. ¡Aquí lo tienes!
De un modo irritante palmoteó, levantó una pierna hacia atrás, me tiró del cabello, palmoteó de nuevo, bajó la cabeza y me dio un cabezazo en el estómago.
Esta conducta, digna de un buey, además de que era una libertad que se tomaba conmigo, resultaba especialmente desagradable después de haber comido pan y carne. Por consiguiente, le di un golpe, y me disponía a repetirlo, cuando él dijo:
—¡Caramba! ¿De manera que ya estás dispuesto?
Y empezó a danzar de atrás adelante de un modo que resultaba extraordinario para mi experiencia muy limitada.
—¡Leyes de la lucha! —dijo mientras dejaba de apoyarse en su pierna izquierda para hacerlo sobre la derecha—. Ante todo, las reglas. —Y al decirlo cambió de postura—. Ven al terreno y observa los preliminares.
Entonces saltó hacia atrás y hacia delante e hizo toda suerte de cosas mientras yo lo miraba aturdido.
En secreto, le tuve miedo cuando lo vi tan diestro, pero estaba moral y físicamente convencido de que su cabeza, cubierta de cabello de color claro, no tenía nada que hacer junto a mi estómago y que me cabía el derecho de considerarlo impertinente por haberse presentado de tal modo ante mí. Por consiguiente, lo seguí, sin decir palabra, a un rincón lejano del jardín, formado por la unión de dos paredes y oculto por algunos escombros.
Me preguntó entonces si me gustaba el lugar, y como yo le contesté afirmativamente, me pidió permiso para ausentarse por espacio de unos instantes. Pronto volvió con una botella de agua y una esponja empapada en vinagre.
—Es útil para ambos —dijo, dejándolo todo junto a la pared.
Entonces empezó a quitarse ropa, no solamente la chaqueta y el chaleco, sino también la camisa, de un modo animoso, práctico y como si estuviera sediento de sangre.
Aunque no parecía muy vigoroso, pues tenía el rostro lleno de barros y un grano junto a la boca, he de confesar que me asustaron aquellos temibles preparativos. Me pareció que mi contendiente sería de mi propia edad, pero era mucho más alto y tenía un modo de moverse que le hacía parecer más temible. En cuanto a lo demás, era un joven caballero que vestía un traje gris (antes de quitárselo para la lucha) y cuyos codos, rodillas, puños y pies estaban mucho más desarrollados de lo que correspondía a su edad.
Me faltó el ánimo cuando le vi cuadrarse ante mí con todas las demostraciones de precisión mecánica y observando al mismo tiempo mi anatomía cual si eligiera ya el hueso más apropiado. Por eso no sentí nunca en mi vida una sorpresa tan grande como la que experimenté después de darle el primer golpe y verlo tendido de espaldas, mirándome con la nariz ensangrentada y el rostro excesivamente escorzado.
Pero se puso de pie en el acto y, después de limpiarse con la esponja muy diestramente, se puso en guardia otra vez. Y la segunda sorpresa enorme que tuve en mi vida fue verlo otra vez tendido de espaldas y mirándome con un ojo amoratado.
Sentí el mayor respeto por su valor. Me pareció que no tenía fuerza, pues ni siquiera una vez me pegó con dureza, y él, en cambio, siempre caía derribado al suelo; pero se ponía de pie inmediatamente, limpiándose con la esponja o bebiendo agua de la botella y auxiliándose a sí mismo según las reglas del arte. Y luego venía contra mí con una expresión tal que habría podido hacerme creer que, finalmente, iba a acabar conmigo. Salió del lance bastante acardenalado, pues lamento recordar que cuanto más le pegaba, con más dureza lo hacía, pero se ponía de pie una y otra vez, hasta que por fin dio una mala caída, pues se golpeó contra la parte posterior de la cabeza. Pero, aun después de esta crisis en nuestro asunto, se levantó y confusamente dio algunas vueltas en torno de sí mismo, sin saber dónde estaba yo; finalmente, se dirigió de rodillas hacia la esponja, al mismo tiempo que decía, jadeante:
—Eso significa que has ganado.
Parecía tan valiente e inocente que aun cuando yo no propuse la lucha, no sentí una satisfacción muy grande por mi victoria. En realidad, llego a creer que mientras me vestía me consideré una especie de lobo u otra fiera salvaje. Me vestí, pues, y de vez en cuando limpiaba mi cruel rostro, y pregunté:
—¿Puedo ayudarlo?
—No, gracias —me contestó.
—Buenas tardes —dije entonces.
—Igualmente —replicó.
Cuando entré al patio, encontré a Estella, quien me esperaba con las llaves; no me preguntó dónde estuve ni por qué la había hecho esperar. Su rostro estaba arrebolado, como si hubiera ocurrido algo que le causara extraordinaria satisfacción. En vez de ir directamente hacia la puerta, volvió a meterse en el corredor y me hizo señas, llamándome.
—¡Ven! Puedes besarme si quieres.
Le besé la mejilla que me ofrecía. Creo que, en otra ocasión, habría sido capaz de cualquier cosa para besarle la mejilla, pero comprendí que aquel beso fue concedido a un muchacho ordinario, como pudiera haberme dado una moneda, y que, en realidad, no tenía ningún valor.
A causa de las visitas que recibió la señorita Havisham porque era su cumpleaños, tal vez también por haber jugado a los naipes más que otras veces o quizá debido a mi pelea, el caso es que mi visita fue mucho más larga, y cuando llegué a las cercanías de mi casa, la luz que indicaba la existencia del banco de arena, más allá de los marjales, brillaba sobre el fondo de negro cielo y la fragua de Joe dibujaba una franja de fuego a través del camino.
Capítulo XII
Me intranquilizó mucho el caso del joven caballero pálido. Cuanto más recordaba la pelea y mentalmente volvía a ver a mi antagonista en el suelo, en las varias fases de la lucha, mayor era la certidumbre que sentía de que me harían algo. Sentía que la sangre del joven y pálido caballero había caído sobre mi cabeza, y me decía que la ley tomaría venganza de mí. Sin tener idea clara de cuáles eran las penalidades en que había incurrido, para mí era evidente que los muchachos de la aldea no podrían recorrer la comarca para ir a saquear las casas de la gente y acometer a los jóvenes estudiosos de Inglaterra, sin quedar expuestos a severos castigos. Durante varios días procuré no alejarme mucho de mi casa, y antes de salir para cualquier mandado miraba a la puerta de la cocina con la mayor precaución y hasta con cierto temblor, temiendo que los oficiales de la cárcel del condado vinieran a caer sobre mí. La nariz del pálido y joven caballero me había manchado los pantalones, y en el misterio de la noche traté de borrar aquella prueba de mi crimen. Al chocar contra los dientes de mi antagonista me herí los puños, y retorcí mi imaginación en un millar de callejones sin salida, mientras buscaba increíbles explicaciones para justificar aquella circunstancia condenatoria cuando me curaran ante los jueces.
Cuando llegó el día de mi visita a la escena de mi violencia, mis terrores llegaron a su colmo. ¿Y si algunos agentes, esbirros de la justicia, especialmente enviados desde