Charles Dickens

Grandes Esperanzas


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el cabello, tan amargos eran mis sentimientos y tan agudo el dolor sin nombre que me impulsaba a hacer aquello.

      La educación que me dio mi hermana me había hecho muy sensible. En el pequeño mundo en que los niños tienen su vida, sea quien quiera la persona que los cría, no hay nada que se perciba con tanta delicadeza y que se sienta tanto como una injusticia. Tal vez ésta sea pequeña, pero también el niño lo es, así como su mundo, y el caballo de cartón que posee le parece tan alto como a un hombre un caballo de caza irlandés. En cuanto a mí, desde los primeros días de mi infancia, siempre tuve que luchar contra la injusticia. Desde que fui capaz de hablar me di cuenta de que mi hermana, con su conducta caprichosa y violenta, era injusta conmigo. Estaba profundamente convencido de que el hecho de haberme criado “a mano” no le daba derecho a tratarme mal. Y a través de todos mis castigos, de mis vergüenzas, de mis ayunos y de mis vigilias, así como otros castigos, estuve persuadido de ello. Y por no haber tenido a nadie con quién desahogar mis penas y por haberme visto obligado a vivir solo y sin protección de nadie, era moralmente tímido y muy sensible.

      El lugar en que me hallaba era muy desierto, bajo el palomar que había en el patio de la fábrica de cerveza, y el cual debió de ser herido por algún fuerte viento que sin duda daría a las palomas sensación de estar en el mar, en caso de que en aquel momento las hubiera habido. Pero allí no había palomas, ni caballos en la cuadra, ni cerdos en la pocilga ni malta en el almacén, así como tampoco olor de granos, o de cerveza en la caldera o en los tanques. Todos los usos y olores de la fábrica de cerveza se habrían evaporado con su última voluta de humo. En un patio contiguo había numerosos barriles vacíos que parecían tener el agrio recuerdo de mejores días pasados, pero era demasiado agrio para que se le pudiera aceptar como muestra de la cerveza que ya no existía.

      Tras el extremo más lejano de la fábrica de cerveza había un lozano jardín con una cerca muy vieja, no tan alta que yo no pudiera asomarme a ella para mirar al otro lado. Me asomé y vi que el lozano jardín pertenecía a la casa y que en él abundaban los hierbajos, por entre los cuales aparecía un sendero, como si alguien tuviera costumbre de pasear por allí. También vi que Estella se alejaba de mí en aquel momento, pero la joven parecía estar en todas partes, porque cuando me dejé vencer por la tentación ofrecida por los barriles y empecé a andar por encima de ellos, también la vi haciendo lo mismo en el extremo opuesto del patio lleno de cascotes. En aquel momento me volvía la espalda y sostenía su bonito cabello castaño extendido, con las dos manos, sin mirar alrededor; de este modo, desapareció de mi vista. Así, pues, en la misma fábrica de cerveza —con lo cual quiero indicar el edificio grande, alto y enlosado, en el que, en otro tiempo, hicieron la cerveza y donde había aún los utensilios apropiados para el caso—, cuando yo entré por primera vez, algo deprimido por su tétrico aspecto y me quedé cerca de la puerta, mirando alrededor de mí, la vi pasar por entre los hornos apagados, subir por una ligera escalera de hierro y salir a una alta galería exterior, cual si se dirigiera hacia el cielo.

      En aquel lugar y en aquel momento fue cuando a mi fantasía le pareció que ocurría algo muy raro. Entonces me pareció muy extraño, y tiempo después me pareció aún más extraordinario. Volví mis ojos, algo empañados después de mirar a la helada luz del día, hacia una enorme viga de madera que había en un rincón del edificio inmediato a mi mano derecha, y allí vi una figura colgada por el cuello. Estaba vestida de blanco amarillento y en sus pies sólo llevaba un zapato. Estaba así colgada de modo que yo podía ver que los marchitos adornos del traje parecían de papel de estraza, y pude contemplar el rostro de la señorita Havisham, que en aquel momento se movía como si tratara de llamarme. Aterrado al ver aquella figura y más todavía por el hecho de constarme que un momento antes no estaba allí, eché a correr alejándome de ella, aunque luego cambié de dirección y me dirigí hacia la aparecida, aumentando mi terror al observar que allí no había nada ni nadie.

      Necesario fue, para reponerme, contemplar la brillante luz del alegre cielo, la gente que pasaba por detrás de la reja de la puerta del patio y la influencia vivificadora del pan, de la carne y de la cerveza. Pero ni aun con estos auxiliares habría podido recobrarme de mi susto tan pronto como lo hice si no hubiera visto que Estella se aproximaba a mí, con las llaves, para dejarme salir. Habría tenido muy buena razón, según me dije, para mirarme si me viera asustado, y, por consiguiente, no quise darle tal satisfacción.

      Al pasar por mi lado me dirigió una mirada triunfal, como si se alegrara de que mis manos fueran tan bastas y mi calzado tan ordinario. Abrió la puerta y se quedó junto a ella para darme paso. Yo salí sin mirarla, pero ella me tocó bruscamente.

      —¿Por qué no lloras?

      —Porque no tengo necesidad.

      —Sí tienes —replicó—. Has llorado tanto que apenas ves claro, y ahora mismo estás a punto de llorar otra vez.

      Se echó a reír con burla, me dio un empujón para hacerme salir y cerró la puerta a mi espalda. Yo me marché directamente a casa del señor Pumblechook, y me satisfizo mucho no encontrarlo en casa. Por consiguiente, después de decirle al empleado el día en que tenía que volver a casa de la señorita Havisham, emprendí el camino para recorrer las cuatro millas que me separaban de nuestra fragua. Mientras andaba iba reflexionando en todo lo que había visto, rebelándome con toda mi alma por el hecho de ser un aldeano ordinariote, lamentando que mis manos fueran tan bastas y mis zapatos tan groseros. También me censuraba por la vergonzosa costumbre de llamar “mozos” a las sotas y por ser mucho más ignorante de lo que me figuraba la noche anterior, así como porque mi vida era peor y más baja de lo que había supuesto.

      Capítulo IX

      Cuando llegué a mi casa, encontré a mi hermana llena de curiosidad, deseando conocer detalles acerca de la casa de la señorita Havisham, y me dirigió numerosas preguntas.

      Pronto recibí fuertes golpes en la nuca y sobre los hombros, y mi rostro fue a chocar ignominiosamente contra la pared de la cocina, a causa de que mis respuestas no fueron suficientemente detalladas.

      Si el miedo de no ser comprendido está oculto en el pecho de otros muchachos en el mismo grado que en mí —algo probable, pues no tengo razón ninguna para considerarme un fenómeno—, eso explicaría muchas extrañas reservas. Yo estaba convencido de que si describía a la señorita Havisham según la habían visto mis ojos, no sería comprendido en manera alguna; y aunque ella era, para mí, completamente incomprensible, sentía la impresión de que cometería algo así como una traición si ante los ojos de la señora Joe ponía de manifiesto cómo era en realidad (y esto sin hablar para nada de la señorita Estella). Por consiguiente, dije tan poco como me fue posible, y eso me valió un nuevo empujón contra la pared de la cocina.

      Lo peor de todo era que el bravucón del tío Pumblechook, presa de devoradora curiosidad, a fin de informarse de cuanto yo había visto y oído, llegó en su carruaje a la hora de tomar el té, para que le diera toda clase de detalles. Y tan sólo el temor del tormento que me auguraba aquel hombre con sus ojos de pescado, con su boca abierta, con su cabello de color arena y su cerebro lleno de preguntas aritméticas me hizo decidir a mostrarme más reticente que nunca.

      —Bien, muchacho —empezó diciendo el tío Pumblechook en cuanto se sentó junto al fuego y en el sillón de honor—. ¿Cómo te ha ido por la ciudad?

      —Muy bien, señor —contesté, observando que mi hermana se apresuraba a mostrarme el puño cerrado.

      —¿Muy bien? —repitió el señor Pumblechook—. Muy bien no es respuesta alguna. Explícanos qué quieres decir con este “muy bien”.

      Cuando la frente está manchada de cal, tal vez conduce al cerebro a un estado de obstinación. Pero, sea lo que fuere, y con la frente manchada de cal a causa de los golpes sufridos contra la pared de la cocina, el hecho es que mi obstinación tenía la dureza del diamante. Reflexioné unos momentos y, como si hubiera encontrado una idea nueva, exclamé:

      —Quiero decir que muy bien.

      Mi