de montura plateada—. Siempre había creído que eso era un tipo de chorizo.
—¡Ah! —exclamó el director, inclinando el cuerpo anguloso hacia delante—. ¡Debes estar confundiéndolo con el sujuk! A veces se escribe de forma similar, pero la pronunciación…
Hamed se aclaró la garganta con fuerza, tosiendo en su corto bigote. Si tenía que quedarse sentado escuchando una disertación sobre los embutidos de Transcaucasia, era muy posible que se volviera loco. O que se viera obligado a comerse su propio pie. Lo uno o lo otro. Y le tenía aprecio tanto a su cordura como a su pie. Captando la atención del director, le lanzó una mirada acusadora a Onsi. Estaban allí por asuntos del Ministerio, no para pasarse la mañana de cháchara ociosa como unos viejos en una cafetería.
—Director Bashir —comenzó, tratando de modular la impaciencia de su voz hacia algo más diplomático, y de paso sacarse el trozo de sudjukh de entre las muelas—, ¿podría hablarnos del problema que está teniendo con el tranvía?
El hombre pestañeó, como si acabara de recordar el motivo de su visita.
—Sí, sí, por supuesto —contestó, acomodándose en su silla con un resoplido. Jugueteó con el caftán de rayas azules que llevaba sobre una fresca galabiya blanca, esta última con botones y cuello de camisa, siguiendo la moda del Ministerio. Sacándose un pañuelo de un bolsillo delantero, se limpió el sudor de la frente—. Es un asunto tan espantoso —se quejó—. Bueno, no hay forma amable de decir algo así, ¡el tranvía está encantado!
Hamed abrió su libreta de notas, suspirando para sí mientras garabateaba «encantado». Eso era lo que recogía el informe que había aterrizado sobre su mesa por la mañana. Había tenido la esperanza de que el caso pudiera resultar algo más interesante. Pero posesión tendría que ser. Dejó de escribir, levantando la vista cuando su mente procesó lo que el hombre acababa de decir.
—Espere, ¿su tranvía está embrujado?
El director asintió secamente, y el movimiento hizo que se le cayeran las puntas del bigote.
—El tranvía 015, el que recorre la línea que baja al casco antiguo. Es uno de los modelos más recientes, salió en 1910. Solo lleva dos años en servicio, y ya estamos teniendo problemas de este tipo. ¡Que Dios nos proteja!
—No sabía que un tranvía pudiera estar encantado —murmuró Onsi, lanzándose otro sudjukh a la boca.
Hamed tuvo que darle la razón. Había oído hablar de edificios encantados. Casas encantadas. Una vez, incluso tuvo un caso de un mausoleo encantado en al-Qarafa, que era algo bastante estúpido si uno se paraba a pensarlo. ¿Por qué ibas a irte a vivir a un cementerio y después quejarte de que hubiese espectros? ¿Pero un tranvía encantado? Eso era nuevo.
—Oh, está de lo más encantado —les aseguró el director—. Varios pasajeros se han encontrado con el espíritu. Teníamos la esperanza de que se fuera por propia voluntad. ¡Pero ayer mismo atacó a una mujer! Pudo escapar ilesa, alabado sea Dios. ¡Pero no sin que le hiciera jirones toda la ropa!
Onsi le miraba embobado desde su asiento, hasta que Hamed volvió a aclararse la garganta. Entonces el joven dio un respingo y sacó su propia libreta para empezar a garabatear.
—¿Cuánto hace que ocurre esto? —preguntó Hamed.
El director bajó la mirada hacia un calendario que tenía sobre la mesa, contando los días con el dedo en ademán contemplativo.
—El primer informe llegó hace poco más de una semana, de un mecánico. No es un hombre de buenos principios morales: es un bebedor y un juerguista. Su superior pensó que se había incorporado borracho a su puesto. Estuvo a punto de despedirlo, hasta que las quejas de los pasajeros comenzaron a llegar. —Señaló un montoncito de papeles cercano—. Al poco, empezamos a oír lo mismo de otros mecánicos. ¡Vamos, es que yo mismo he visto esa abominación!
—¿Qué hizo? —preguntó Onsi, atrapado por el relato.
—Lo mismo que cualquier hombre de bien —respondió el director, henchido de orgullo—. ¡Hice saber a ese nauseabundo espíritu que soy musulmán, que solo hay un Dios Verdadero y que no podía hacerme ningún daño! Después de eso, unos pocos hombres más siguieron mi ejemplo, recitando suras con la esperanza de expulsarlo. ¡Ay!, esa maldita cosa sigue ahí. Después del ataque, consideré que lo mejor era llamar a aquellos que son más duchos que yo en la materia. —Se dio una palmadita en el pecho en un gesto de agradecimiento.
Hamed reprimió el impulso de poner los ojos en blanco. La mitad de El Cairo inundaba el Ministerio con asuntos mundanos, asustados de su propia sombra. La otra mitad daba por hecho que podían ocuparse de todo por sí mismos, con unas pocas estrofas, algunos amuletos y talismanes o una pizca de magia popular trasmitida por su teita.
—Dice que ha visto a la entidad en cuestión —dijo, instándole a proseguir—. ¿Podría describirla?
El director Bashir se removió en su asiento, avergonzado.
—No exactamente. Quiero decir, bueno, es difícil de explicar. ¿Y si simplemente se lo muestro?
Hamed asintió, poniéndose en pie y tirando del dobladillo de su chaqueta. El director siguió su ejemplo y los guio fuera de la pequeña y calurosa habitación. Recorrieron un pasillo que albergaba las oficinas administrativas de la estación, antes de ser conducidos a través de las puertas bañadas en plata de un ascensor, donde un mecaeunuco estándar los esperaba pacientemente.
—Al depósito aéreo —indicó Bashir.
El inexpresivo rostro de latón del autómata no mostró signo alguno de haber oído la orden, pero se puso en movimiento al instante, alzando una mano mecánica para tirar de una palanca incrustada en el suelo. Se escuchó el ruido sordo de engranajes que giraban, como un anciano al levantarse de la cama, y el ascensor empezó a subir. El trayecto duró un instante antes de que las puertas volvieran a abrirse, y, cuando Hamed salió fuera, tuvo que cubrirse los ojos para protegerlos del sol de última hora de la mañana.
Estaban en lo alto de la estación de Ramsés, desde donde podías ver todo El Cairo extendido a tus pies: un entramado de calles bulliciosas, mezquitas con sus minaretes, fábricas y estructuras de todos los tiempos entre los andamios de nuevos edificios en construcción. El director estaba en lo cierto en sus afirmaciones. La ciudad crecía cada día, desde el abarrotado centro al sur hasta las mansiones con cuidados jardines del barrio pudiente de Gezira. Y eso solo mirando al suelo. Porque en el aire había un mundo completamente distinto.
Las torres de metal puntiagudas sobre la estación de Ramsés que imitaban minaretes dorados servían de mástiles de amarre a las aeronaves. La mayoría eran dirigibles ligeros que cubrían cada hora la ruta entre El Cairo y el puerto principal de Alejandría, descargando pasajeros de todo el Mediterráneo y más allá. Había algunas naves de tamaño medio entre ellos, con destino al sur, a Luxor y Asuán e incluso al lejano Jartum. Un navío enorme hacía parecer diminutos a todos los demás, suspendido en el aire a pesar de su tamaño como una pequeña y ovalada luna azul: un crucero pesado de seis hélices que podía viajar al este sin escala hasta Bengala, al sur hasta Ciudad del Cabo o incluso cruzar el Atlántico. Sin embargo, la mayoría de los cairotas utilizaban medios de transporte menos extravagantes.
Metros de cable tendido atravesaban la silueta de la ciudad en todas direcciones, enredaderas metálicas que se inclinaban y se curvaban, entrelazándose y solapándose por toda la urbe. Los tranvías aéreos los recorrían a toda velocidad, dejando tras de sí un brillante chisporroteo eléctrico. Eran la sangre de El Cairo, recorriendo una red de arterias y transportando a miles de personas a través de la ajetreada metrópolis. Era fácil darlo por hecho cuando caminabas por las calles de abajo, sin molestarte en levantar la vista al escuchar el estrépito que producían al pasar. Pero desde esa perspectiva privilegiada, costaba no ver esos vehículos de transporte como todo un símbolo de la celebrada modernidad de El Cairo.
—Por favor, síganme por aquí —dijo el director, haciéndoles señas.