rodeados de tranvías. Una veintena de ellos se repartía en filas ordenadas, colgando de los cables por sus poleas, pero inmóviles. Desde algún punto más abajo, llegaba el sonido de otros tranvías en funcionamiento y, entre los agujeros de la plataforma, Hamed captaba sus destellos cuando pasaban como rayos.
—Este es uno de los principales depósitos aéreos —les explicó Bashir mientras caminaban—. Donde dejamos los tranvías fuera de servicio, los que necesitan un descanso o ser reparados. Cuando el 015 empezó a dar problemas, lo trajimos aquí.
Hamed miró hacia donde los llevaba el hombre. El tranvía 015 tenía la misma apariencia que cualquier otro: una estrecha caja de latón rectangular, rodeada casi por completo por ventanillas. Tenía molduras rojas y verdes y dos faros redondeados en cada extremo, recubiertos por jaulas decoradas con una profusión de estrellas entrelazadas. El número 015 estaba repujado en letras doradas sobre una puerta cerca de la parte delantera. Según se acercaban, el director se quedó atrás.
—Dejaré el asunto en sus competentes manos a partir de aquí —se ofreció el hombre.
Hamed pensó con malicia en insistir en que los acompañara y les mostrara cómo se había enfrentado valientemente al espíritu. Pero decidió no hacerlo. No había necesidad de ser mezquino. Le hizo un gesto con la mano a Onsi y continuaron hacia el vehículo. La puerta se abrió al tirar de ella, revelando unos escalones. Había un hueco entre el tranvía colgante y el andén, por el que se veían las calles de El Cairo mucho más abajo. Tratando de ignorar la vertiginosa vista, Hamed puso una bota en el tranvía y subió a bordo.
Tuvo que agacharse, sujetando su fez, y encoger sus anchos hombros para poder atravesar el estrecho umbral. El vehículo se meció ligeramente al entrar y se zarandeó de nuevo cuando Onsi le siguió, al menos quince centímetros más bajo que él, pero tan robusto como para pesar casi lo mismo. El interior no era exactamente oscuro, sino más bien sombrío. Las lámparas del techo estaban encendidas y los filamentos alquímicos parpadeaban, haciendo relucir los botones plateados que recorrían las chaquetas de ambos hombres. Las cortinas de terciopelo carmesí de las ventanas estaban recogidas y permitían que entrara algo de luz solar. Pero, aun así, el lugar tenía un aspecto tenebroso, que hacía que los cojines color burdeos de los asientos atornillados a ambos lados del pasillo parecieran tan negros como sus uniformes. El aire también era diferente, más espeso y fresco que el seco calor cairota; se le incrustaba en las fosas nasales y le oprimía el pecho. No cabía duda de que había algo peculiar en el tranvía 015.
—¿Cuál es el procedimiento, agente Onsi? —preguntó.
Si el Ministerio iba a hacerle cargar con novatos, lo mínimo que podía hacer era comprobar que estuvieran correctamente preparados. El joven, que había estado observando a su alrededor con interés, se animó ante la pregunta.
—Debemos asegurarnos de que el área es segura y de que no hay ningún civil en peligro, señor.
—Estamos en un vagón de tranvía vacío, agente Onsi —respondió Hamed—. Y ya te he dicho que dejes de llamarme «señor». Has aprobado los exámenes de la academia, así que eres un agente igual que yo. Esto no es Oxford.
—Es cierto, señor. Perdón, señor. —Sacudió la cabeza como si tratara de despejarla de toda una vida de educación inglesa, que se filtraba en su árabe dándole un acento extranjero—. Quiero decir, agente Hamed. El procedimiento del Ministerio dice que, teniendo en cuenta lo que nos han contado, deberíamos llevar a cabo un examen del área en busca de espectros.
Hamed asintió. Bien preparado, después de todo. Metió la mano en su chaqueta para sacar el pequeño estuche de cuero donde guardaba sus gafas espectrales. Los instrumentos, revestidos de cobre, eran el modelo estándar del Ministerio. Se usaban igual que unas gafas normales, pero las redondísimas lentes verdes eran mucho más amplias de lo habitual. Onsi se había quitado las suyas para ponerse las espectrales. La agudeza visual no tenía mucha importancia cuando se trataba del mundo de los espectros, que se presentaba igual para todos, envuelto en una neblina de un luminoso verde jade, asombrosamente brillante. El brocado de flores de los asientos tapizados se veía en detalle, así como la caligrafía dorada que recorría los negros cristales de las ventanas. Pero lo que más llamaba la atención era el techo. Estirando el cuello para mirar hacia arriba, Hamed no pudo culpar a Onsi al escuchar su abrupta inspiración.
El techo curvado del tranvía estaba bañado por un resplandor espectral. Venía de una compleja disposición de engranajes que cubría todo el espacio. Algunos encajaban entre sí, con los dientes entrelazados. Otros estaban unidos por cadenas, formando piñones. Giraban y rotaban en múltiples direcciones a la vez, lanzando remolinos de luz que se retorcían en espirales. Los tranvías no necesitaban conductores, ni siquiera un mecaeunuco estándar. Los djinn los habían creado para que funcionaran por sí mismos, para que se abrieran paso haciendo sus rutas como pájaros mensajeros, y ese intrincado mecanismo de relojería era su cerebro.
—Y digo yo —preguntó Onsi—, ¿se supone que eso debería estar ahí?
Hamed entornó los ojos, siguiendo su mirada. Había algo moviéndose entre los engranajes giratorios. Una pizca de luz etérea. Se levantó las gafas espectrales y lo divisó con claridad a simple vista, una forma sinuosa color gris humo. Serpenteaba por allí como una anguila que hubiese encontrado su hogar en un lecho de coral. No, desde luego, eso no debería estar ahí.
—¿Cuál es el siguiente paso para los primeros encuentros con una entidad sobrenatural desconocida, agente Onsi? —le interrogó Hamed, con la vista fija en aquello.
—Llevar a cabo un saludo estándar para determinar su grado de conciencia —contestó el hombre en el acto. Hubo un breve silencio incómodo, hasta que comprendió que Hamed pretendía que lo hiciera. Su boca dibujó una «O» perfecta mientras sacaba apresuradamente un documento doblado. Al abrirlo, reveló una foto en tonos sepia de su rostro sonriente sobre el sello azul y dorado del Ministerio—. Buenos días, ser desconocido —dijo, alto y despacio, mientras mantenía alzada su identificación—. Soy el agente Onsi y este es el agente Hamed, del Ministerio de Alquimia, Encantamientos y Entidades Sobrenaturales. Por la presente le informamos de que está quebrantando varias normativas que rigen los actos de personas paranormales y criaturas conscientes, comenzando por el artículo 273 del Código Penal, que prohíbe la transgresión y ocupación de la propiedad pública del Estado, el artículo 275, relativo a actos de intimidación y terror dirigidos a los ciudadanos…
Hamed escuchaba aturdido mientras su compañero recitaba del tirón toda una sarta de violaciones de la ley. Ni siquiera estaba seguro de cuándo se habían incluido algunas de ellas en los libros.
—… y, dados los cargos antes mencionados —continuó Onsi—, por la presente se le ordena que abandone las instalaciones y regrese a su lugar de origen o, si esto no fuera posible, que nos acompañe al Ministerio para continuar con el interrogatorio.
Una vez hubo terminado, se giró con un asentimiento satisfecho.
«Novatos», rezongó Hamed para sí. Antes de que pudiera responder, se escuchó un gemido grave en el vagón. No cabía duda de su procedencia, ya que el humo gris había dejado de retorcerse y se había detenido.
—¡Creo que me ha entendido! —dijo Onsi con entusiasmo.
«Sí —pensó Hamed secamente—. Y lo más probable es que lo hayas matado de aburrimiento. Si ya estaba muerto, puede que lo hayas rematado de aburrimiento». Estaba a punto de decírselo, cuando de pronto se escuchó un chirrido terrible.
Hamed trató de taparse los oídos, pero se vio propulsado hacia atrás a trompicones cuando una sacudida atravesó el tranvía. Se habría caído de bruces si no se hubiera estirado en buscad de apoyo, agarrándose a un poste vertical con una mano. Levantó la mirada para ver cómo el humo gris se arremolinaba con furia como una nube enfadada, chillando mientras se hinchaba y crecía. Las lámparas alineadas en las paredes parpadearon con rapidez y el tranvía empezó a temblar.
—¡Oh! —gritó Onsi, tratando de mantenerse en pie—.