era «una gestión racional y eficaz de los colonos de trabajo». Las primeras encuestas llevadas a cabo por la comisión habían revelado efectivamente la productividad casi nula de la mano de obra deportada. Así, de los 300.000 colonos de trabajo instalados en los Urales, solamente el 8 por 100 en abril de 1931 habían sido destinados «a la tala de bosques y a otros trabajos productivos». El resto de los adultos válidos «construía alojamientos para sí mismos (…) y se las arreglaba para sobrevivir». Otro documento reconocía que el conjunto de las operaciones de deskulakización había sido deficitario para el Estado: el valor medio de los bienes confiscados a los kulaks en 1930 se elevaba a 564 rublos por explotación, una suma irrisoria (equivalente a una quincena de meses del salario obrero), que decía mucho sobre la supuesta «riqueza» del kulak. Por lo que se refiere a los gastos dedicados a la deportación de los kulaks, ¡ascendían a más de 1.000 rublos por familia!26
Para la comisión Andreyev, la racionalización de la gestión de los colonos del trabajo pasaba en primer lugar por una reorganización administrativa de las estructuras responsables de los deportados. Durante el verano de 1931, la GPU recibió el monopolio de la gestión administrativa de las «poblaciones especiales» que dependían hasta entonces de las autoridades locales. Se puso en funcionamiento toda una red de comandancias, verdadera administración paralela que permitía a la GPU beneficiarse de una especie de extraterritorialidad y controlar enteramente inmensos territorios en los que los colonos especiales constituían además lo esencial de la población local. Estos estaban sometidos a un reglamento interno muy estricto. Con una residencia asignada, eran destinados por la administración o bien a una empresa del Estado, o bien a una «cooperativa agrícola o artesanal de estatus especial, dirigida por el comandante local de la GPU», o bien a trabajos de construcción y de conservación de carreteras o de roturación. Por supuesto, las normas y los salarios revelaban también un estatus especial: por término medio, las normas eran del 30 al 50 por 100 superiores a las de los trabajadores libres; en cuanto a los salarios, cuando eran pagados, experimentaban una retención del 15 al 25 por 100 directamente entregada a la administración de la GPU.
En realidad, como testifican los documentos de la comisión Andreyev, la GPU se felicitaba por un «coste de encuadramiento» de los colonos de trabajo nueve veces inferior al de los detenidos de los campos. Así, en junio de 1933, los 203.000 colonos especiales de Siberia occidental, repartidos en 83 comandancias, solo eran vigilados por 971 personas27. La GPU tenía como objetivo proporcionar, a cambio de una comisión compuesta por un porcentaje sobre los salarios y por una suma a tanto alzado por contrato, su mano de obra a cierto número de grandes consorcios encargados de la explotación de recursos naturales de las regiones septentrionales y orientales del país, como Urallesprom (explotación forestal), Uralugol, Vostugol (carbón), Vostokstal (acererías), Tsvetmetzoloto (minerales no férricos), Kuznetzstroi (metalurgia), etc. En principio, la empresa se encargaba de asegurar las infraestructuras de albergue, de escolarización y de suministros de los deportados. En realidad, como lo reconocían incluso los mismos funcionarios de la GPU, las empresas tenían la tendencia a considerar esta mano de obra como provista de un estatus ambiguo, semilibre, semidetenido, como un recurso gratuito. Los colonos de trabajo a menudo no percibían ningún salario, en la medida en que las sumas que ganaban eran en general inferiores a las retenidas por la administración para la construcción de barracones, los útiles, las cotizaciones obligatorias a favor de los sindicatos, el préstamo del Estado, etc.
Inscritos en la última categoría de racionamiento, verdaderos parias, estaban sometidos de manera permanente a la escasez y al hambre, así como a todo tipo de vejaciones y de abusos. Entre los abusos más escandalosos señalados en los informes de la administración se encontraban: instauración de normas irrealizables, salarios no entregados, deportados a los que se administraba bastonazos o se encerraba en pleno invierno en calabozos improvisados sin la menor calefacción, deportadas «cambiadas por los comandantes de la GPU por mercancías» o enviadas gratuitamente como criadas «para todo» a la casa de los pequeños dirigentes locales. Esta afirmación de un director de una empresa forestal de los Urales que empleaba a colonos de trabajo, citada y criticada en un informe de la GPU de 1933, resumía muy bien el criterio de muchos dirigentes en relación con una mano de obra a la que se podía explotar a voluntad: «Se os podría liquidar a todos, ¡de todas formas la GPU nos enviará en vuestro lugar una nueva hornada de cien mil como vosotros!».
Poco a poco, la utilización de colonos de trabajo se convirtió en más racional desde el punto de vista de la estricta productividad. Desde 1932 se asistió a un abandono progresivo de las «zonas de poblamiento» o de «colonización» más inhóspitas en beneficio de las grandes obras, de los polos mineros e industriales. En algunos sectores era muy importante, incluso predominante, la parte de la mano de obra deportada, que trabajaba en las mismas empresas o en las mismas obras que los trabajadores libres y vivía en barracones contiguos. En la minas del Kuzbass, a finales de 1933, más de 41.000 colonos de trabajo representaban el 47 por 100 del conjunto de los mineros. En Magnitogorsk, los 42.462 deportados censados en septiembre de 1932 constituían los dos tercios de la población local28. Asignados a residencias en cuatro zonas de poblamiento especiales, a una distancia de dos a seis kilómetros del lugar principal de construcción, trabajaban, no obstante, en los mismos equipos que los obreros libres, situación que tenía una tendencia a difuminar en parte las fronteras existentes entre la diferente condición de unos y otros. Por la fuerza de las cosas, dicho de otra manera, por imperativos económicos, los deskulakizados de la víspera, convertidos en colonos de trabajo, se reintegraban en una sociedad marcada por una penalización general de las relaciones sociales y en la que nadie sabía quiénes serían los próximos excluidos.
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La gran hambruna
Entre los «puntos negros» de la historia soviética ha figurado desde hace mucho tiempo la gran hambruna de 1932-1933 que, según fuentes hoy en día incontestables, causó más de seis millones de víctimas1. Esta catástrofe no fue, sin embargo, una hambruna como otras, en la línea de las hambrunas que conoció a intervalos regulares la Rusia zarista. Fue una consecuencia directa del nuevo sistema de «explotación militar feudal» del campesinado —según la expresión del dirigente bolchevique antiestalinista Nikolai Bujarin— puesto en funcionamiento durante la colectivización forzada, y una ilustración trágica de la formidable regresión social que acompañó al ataque contra el campo realizado por el poder soviético a finales de los años veinte.
A diferencia de la hambruna de 1921-1922, reconocida por las autoridades soviéticas que apelaron ampliamente a la ayuda internacional, la de 1932-1933 fue siempre negada por el régimen, que cubrió con su propaganda aquellas voces que, en el extranjero, atrajeron la atención sobre esta tragedia. En ello se vieron enormemente ayudadas por «testimonios» solicitados, como el del diputado francés y dirigente del Partido Radical Edouard Herriot, quien, tras viajar a Ucrania en el verano de 1933, señaló que allí no había más que «huertos de koljozes admirablemente irrigados y cultivados» y «cosechas decididamente admirables» antes de concluir perentorio: «He atravesado Ucrania. ¡Pues bien, afirmo que la he visto como un jardín a pleno rendimiento!»2. Esta ceguera fue inicialmente el resultado de una formidable puesta en escena organizada por la GPU para los huéspedes extranjeros, cuyo itinerario estuvo jalonado de koljozes y de jardines de infancia modelos. Esta ceguera era evidentemente apoyada por consideraciones políticas, fundamentalmente procedentes de los dirigentes franceses que entonces se encontraban en el poder y que tenían buen cuidado de no romper el planeado proceso de aproximación con la Unión Soviética frente a una Alemania que cada vez se había convertido en más amenazadora después de la reciente llegada al poder de Adolf Hitler.
No obstante, cierto número de altos dirigentes políticos, en particular alemanes e italianos, tuvieron conocimiento con notable precisión del hambre de 1932-1933. Los informes de los diplomáticos italianos en funciones en Járkov, Odessa o Novorossisk, recientemente descubiertos y publicados por el historiador italiano Andrea Graziosi3, muestran que Mussolini, que leía estos textos con cuidado, estaba perfectamente informado de la situación, pero que no la utilizó para su propaganda anticomunista. Por el contrario, el verano de 1933 se vio