Neila Oliveira

Vaso de barro


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Había representantes del hospital y de la iglesia de Santa Helena, y del Pacific Union College. Muchos llegaron desde las ciudades vecinas.

      La ceremonia fue simple e informal. Participaron los pastores John N. Loughborough, amigo personal de la familia y honrado pionero del movimiento adventista; George G. Starr; y E. W. Farnsworth, presidente de la Asociación de California. El pastor de la iglesia de la que la señora Elena era miembro, S. T. Hare, pronunció la bendición.

      El pastor Loughborough habló de su primer encuentro con ella, en 1852, y relató otras experiencias que ocurrieron a lo largo de los años. El pastor George Starr hizo comentarios sobre algunos acontecimientos. Y el pastor Farnsworth presentó un sermón, enfatizando la esperanza del cristiano.

      Luego, dieron cierre a la ceremonia y el cajón fue llevado a Santa Helena. A la mañana siguiente, los pastores Farnsworth y Loughborough; Guillermo White; y Sara McEnterfer, la fiel secretaria de la señora Elena, tomaron el primer tren a Richmond, acompañando el cuerpo. Estos detalles los supe recién después.

      En Richmond, no tuve noción del paso del tiempo esos dos días, mientras esperábamos a que llegara el cortejo. ¡Bendita carretera de hierro! Qué bendición fue que el campamento de aquel verano se estuviera realizando en aquella ciudad, pues la primera línea de tren que conectaba la costa del Pacífico con el Este de los Estados Unidos pasaba por ese lugar. La sepultura de la señora Elena sería en Battle Creek, y Richmond quedaba en el camino.

      En aquella reunión campestre estaban muchos de los antiguos asociados de la señora Elena, que habían venido desde la iglesia de Oakland, además de muchos miembros de las iglesias que ella había visitado cuando comenzó sus trabajos en California. Al saber de su muerte, esos hermanos pidieron que el cuerpo fuese llevado hasta la reunión y que hubiera una ceremonia allí, para que ellos también pudieran expresar su amor y su gratitud. Ellos dijeron: “Si la señora de White estuviera viva y bien de salud, estaría aquí para hablarnos sobre cómo ser mejores cristianos. ¿Por qué razón no traerla acá, y que alguien nos hable sobre cómo ella vivió?”

      ¡Esa fue una excelente idea! Y ahora yo tenía la expectativa de asistir a la ceremonia. Conversé bastante con Gary el sábado y el domingo. Él me contó algunos interesantes detalles más sobre la señora Elena. Uno de ellos fue sobre la elección del lugar en el que pasó los últimos años de su vida. Después de vivir en Australia durante nueve años, había regresado a los Estados Unidos en 1900, el año en que nací. Con ella, llegaron su hijo Guillermo, la familia de él y también los asistentes editoriales de ella. Llegaron a San Francisco en septiembre. Ella no sabía dónde debería establecer su hogar, pero tenía la plena seguridad de que Dios estaba preparándole un “refugio”. Contaba con 72 años, y tenía en mente escribir aún varios libros más. En un primer momento, la señora Elena quiso vivir cerca de la editoral Pacific Press que, en ese tiempo, todavía estaba instalada en Oakland, pues eso facilitaría el trabajo de impresión de los nuevos libros. Si eso hubiese ocurrido, yo habría tenido la oportunidad de crecer muy cerquita de ella, pues esa es mi ciudad natal.

      Después de algunos días frustrados en búsqueda de la casa ideal, la convencieron de que fuera a Santa Helena para descansar y visitar a viejos conocidos. Cuando compartió su preocupación con una amiga, la señora Ings, Elena de White se enteró de que la casa de Robert Pratt estaba a la venta. Al visitar la propiedad, quedó encantada. El área era muy grande y bonita, con ciruelos, parrales, plantas y flores en abundancia. La casa estaba toda amueblada y atendía perfectamente a las necesidades de la señora Elena y su equipo. En la parte de atrás había un chalet, que luego fue transformado en oficina. Además, había un granero y un establo, con los animales de la hacienda y todo el equipamiento para las actividades de campo. La señora Elena consideró a la propiedad un verdadero regalo de Dios, pues le costó solamente cinco mil dólares. Con la venta de la casa de Australia, el dinero fue suficiente para comprar la propiedad en California. El 16 de octubre, solo 25 días después de desembarcar en San Francisco, la señora Elena y su equipo se mudaron al nuevo hogar.

      A ella le gustaba dar nombre a sus casas, pues acostumbraba colocar en el cabezal de sus cartas el lugar desde el que escribía. Llamó “Sunnyside” [Lado soleado] a la casa de Australia; y a esta en Santa Helena, “Elmshaven” [Refugio de los olmos], por la gran cantidad de olmos que había alrededor de la propiedad.

      –Ese fue el hogar que Dios proveyó para que la señora Elena pasara los últimos años de vida –dijo Gary–. Cuando estaba en el navío viniendo de Australia, el ángel le aseguró que ella tendría un “refugio” en los Estados Unidos. “Elmshaven” fue ese lugar.

      –Espero que la casa no sea vendida... -mencioné, soñando con el día en que pudiera visitar el lugar en el que la señora Elena había pasado esos últimos años de su vida.

      Gary me contó que la casa sería mantenida, porque Guillermo, uno de los hijos de la señora de White, vivía en una parte de la propiedad. Los funcionarios también vivían allá, y la oficina estaba muy cerquita. También había una biblioteca particular y un cofre con los manuscritos de su pluma.

      –Bueno, ahora necesito apurarme, pues en poco tiempo será la puesta del sol. Gracias por ocupar tu tiempo en contarme esas cosas –dije, mientras miraba agradecida a Gary.

      –Fue un inmenso placer –me respondió,–. No siento que el paso del tiempo cuando estoy contigo...

      Sonreí y me despedí. Tenía que planchar mi mejor vestido. ¡El día siguiente sería muy importante!

      1 Datos extraídos del libro Life Sketches of Ellen G. White, “The ‘Elmshaven’ funeral service”, pp. 450-455, edición de 1915.

       La mayor necesidad del mundo es la de hombres que no se vendan ni se compren. Hombres que sean honrados y sinceros en lo más íntimo de sus almas. Hombres que no teman dar al pecado el nombre que le corresponde. Hombres cuya conciencia sea tan leal al deber como la brújula al polo. Hombres que se mantengan de parte de la justicia aunque se desplomen los cielos. Pero semejante carácter no es el resultado de la casualidad.

       Elena de White

      Capítulo 4

      Funeral en el campamento

      La noche del domingo al lunes casi no pude dormir. Apenas amaneció, ya estaba en pie, pronta para la ceremonia que se realizaría en el campamento. Tomé el desayuno lo más rápido que pude. No me quería perder ningún detalle.

      –¡Cuánta gente! –le comenté con mi padre, mientras nos dirigíamos al lugar en donde se llevaría a cabo la ceremonia.

      –Se calcula que por lo menos mil personas están aquí –respondió mi padre, mirando alrededor–. El anuncio sobre el fallecimiento de la señora de White fue enviado el sábado a las iglesias próximas a Richmond. Muchos vinieron desde las ciudades de alrededor de la Bahía de San Francisco, y hasta de lugares más distantes. Aunque sea lunes, un buen número hizo planes para darle el último adiós.

      Miré alrededor, buscando a Gary. Creí que sería interesante quedarme cerca de él. ¡Ah! Allí estaba él, con su familia. Por lo visto, había conseguido despertarse antes que yo. Vestía un traje negro, y ya estaba sentado bien adelante, desde donde tenía una vista privilegiada. Victoria me vio y me saludó con su manito.

      –Mama –dije, con una mirada suplicante-. ¿Podemos quedarnos cerca de la señora MacPierson?

      –Sí, hija –respondió–. Creo que tu padre va a estar ocupado con la programación, y allí estaremos bien cómodas. ¿Qué te parece, Alberto?

      –Tienes razón –concordó mi padre–. Es mejor