Christian Jiménez Kanahuaty

Bajo la soledad del neón - Antología de cuento contemporáneo de América Latina


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droga era grande, y cada vez que mataba a sus enemigos plegaba sus manos afiladas y graves, y oraba por ellos como si en verdad sintiera lástima por su propia fuerza.

      Mientras se apoderaba del taller, sin más bienvenida que una mano descubierta, los negros detuvieron su acecho y se asentaron pesadamente, ocupando el local y tejidos por una extraña red de estrategias y supersticiones. Miraron a través de los visillos, la escolta en alto, y aunque todos sabíamos que nada sucedería, el más antiguo de ellos —un negro llamado Cuaresma— insistió en que nadie saliera y nosotros acatamos sus reglas en silencio. Luego Mamboretá hizo un alto con la mano y, en conjunto, la escena toda se detuvo. Nosotros pensamos en Tomé, en su gran sonrisa de gato formándole arcos en las comisuras de los labios, en su camiseta sin mangas sacudiéndose sobre el pecho de vellos blancos y en las enrevesadas cadenas de oro, tan gruesas y brillantes como cordeles de mata. Él le habría dado la acogida acostumbrada: un abrazo, efusivas muestras de afecto. Pero ya no estaba más aquí y nadie supo cómo interpretar esa antigua ceremonia sin el caudal de su risa. Pese a lo cual, Mamboretá se sentó en el único sofá del cuarto como había hecho tantas veces en nuestra ausencia, y las palabras que Tomé había anunciado que diría escaparon ahora con una perfecta sincronización de su boca. Y fue como si el viejo Tomé nunca se hubiera ido de nuevo.

      —Alguien que se llame Belego... —dijo, por fin, el visitante.

      Buscamos a Milton en un ángulo de la sala.

      Ahora lo sabíamos: a él, sin duda, le tocaba sellar la profecía del viejo.

      —Es lo único que sé por ahora —insistió Mamboretá, arrellanado ya en la comodidad del mueble—: que se llama Belego y que era el protegido del viejo.

      Mamboretá ya no dudaba:

      —¿Puede ser?

      Cuando bajaba a la orilla de Copacabana, cargado con esa piel verdosa y su exuberante sombra de rapaces negros, São Clemente sabía que Mamboretá era quien decían que era porque nada lo describía mejor que sus huellas. Tenía cobradas muchas deudas y cada tatuaje en su cuerpo significaba una guerra victoriosa, incluso alguna que no había peleado aún. Tal vez por eso nunca se arregló con Pinheiro, un antiguo socio del sector que se había tornado incómodo en sus cobranzas a la zona sur, y que no tardó en convertirse en enemigo suyo cuando consiguió que alguien lo abasteciera, discretamente, desde los interiores de Sergipe. Desde mediados de los sesenta, São Clemente había crecido como crecen las bestias: puro instinto, pura libertad. Cuando se hizo grande ya era tarde para domesticarlo, y en sus entrañas latían los gérmenes que no tardaron en explotar cuando las primeras cometas volaron el cielo en la favela más próxima y muchos de los zafados de Pernambuco encontraron en sus barrios el tránsito natural hacia las zonas más ricas de Río. La autoridad política se resumía a rondas de uniformados azules, cuyos cascos brillantes, oteados desde lo alto, semejaban el resto de la ciudad: ese panorama que solo nos permitíamos ver como si se tratase de los reflejos mismos del océano. Así, en esta ley muerta, el negocio prosperó. Pero el día en que Mamboretá descubrió que Pinheiro le restaba poder tratando a sus espaldas, quiso engullirlo como un antiguo dios a su hijo, y la guerra no tuvo tregua porque Pinheiro tenía más poder del que se había sospechado. Durante soles y lunas, los insectos de la peste cruzaron el aire del morro. Dejaron libres los rugidos de sus ráfagas de metal, fecundaron de cartuchos la noche; rozaron invictos y se zambulleron sin pecado en las carnes blandas de la gente. Muchos cayeron. Otros se levantaron. Pactaron. Traicionaron. La guerra se dilató hasta convertirse en meses y días. Pero nadie supo, hasta la tarde en que a alguien se le ocurrió contarlos, que los muertos pronto formarían un montículo tan prominente como aquel que ahora nos daba espacio para la vida. Por último los diarios, haciéndose eco de voces sensibles, involucraron al Planalto y pronto se oyeron notas de conciliación, tal vez buscando no verse empantanadas por infiltrados azules y más patrullas que bloquearan el próspero negocio de la droga en el nordeste. En el fondo, los viejos líderes empezaban a mirar con buenos ojos las estrategias de Pinheiro, su refinada fórmula para hacer negocios. Y aunque continuaron abasteciendo a Mamboretá con grandes encomiendas, en alguna casa, en el paseo de Tiradentes, vestidos con calzados blancos y una recatada elegancia civil, terminaban de relegar su gobierno a las zonas menos importantes de Río. En su infinito poder, solo bastaba a los antiguos señores que cerraran sus dedos para terminar esta historia. Así quisieron ellos que fuera. Y así fue.

      En realidad se llamaba Milton Menezes, pero aquí cada uno es como quieran bautizarlo en sus calles. A él le habían llamado Belego desde que era un crío. A Pedro de Assís, Guaraní o Paraguayo, del modo como bautizaron a su madre cuando llegó, viuda y sin más propiedad que el niño que ya se gestaba en su vientre. Pero Mamboretá se llamó a sí mismo con el tiempo, lejos del Ceará de sus padres, de su padre muerto, y, más que con el tiempo, se había hecho un hombre con sus actos, y esto es tan definitivo y merecedor de respeto como la leyenda que lo acompañó desde entonces en el corazón de São Clemente.

      ¿Les digo algo ahora que tenemos tiempo y su historia mantiene la mejilla tibia? Su historia es una cosa grande. Visto así... ¿cómo empezar? Tal vez la tarde en que llegó al taller de Tomé, reclinándose en el único sofá del cuarto, diciendo a los negros: «Era el protegido del Misionero. Su nombre es Belego. Dios guarde en su gloria a todos los hombres justos que vivieron en nuestra tierra». Sí: Mamboretá había vuelto. Los negros, santiguándose al igual que él, ponían las mismas caras compungidas y austeras que era su modo familiar de guardar respeto a los muertos. Les vimos estrecharse las manos con fuerza, como si se hubieran conocido de mucho antes. Y entonces, de improviso, Mamboretá se había puesto de buen humor, ordenando que nos dieran algo de hierba a fin de que siguiéramos fumando mientras Belego le tatuaba el cuerpo. Agradecimos. El taller era modesto y no quisimos molestar. Apenas una luz hambrienta se filtraba lamiendo las ventanas, e incluso el rumor de un desfile en el barrio medio entraba pidiendo permiso, discretamente, cabizbajo. Pese a lo cual, Belego llevó a su esquina a Mamboretá, se cubrió con el biombo y trabajó. De cuando en cuando oíamos la voz del visitante a través del frágil tabique, una voz desatada como un gran ovillo de lana que caía sobre nosotros como persianas a media tarde. Belego, entretanto, callaba. Y nosotros callábamos, imaginando que había sacado el dibujo de uno de los cajones y que se lo enseñaba orgulloso, porque de pronto el otro decía hermoso y sabíamos que eso solo podía decirlo viendo el grabado que había dejado el viejo. Calcaba, sin duda, la imagen sobre el pecho de Mamboretá, el único lugar que Tomé había dejado más de quince años descubierto para que Belego pudiera terminarlo ahora.

      La aguja empezó a funcionar. Oímos al inconfundible insecto hacer su trabajo.

      —¿Alguna vez le dijo por qué había elegido este espacio en blanco?

      Los negros fumaban y hacían ruidos entre ellos, como si fueran cuervos: distantes en nuestra ronda de hierba, nosotros los escuchábamos.

      Mamboretá decía:

      —No, yo quería que me lo tatuara desde la quinta vez que nos vimos. Me disgustaba que fuera justo ese trozo blanco sobre el corazón el que guardaba como una invitación a la muerte. Pero el viejo se negó siempre, los meses siguientes, cada vez que volvía. Un año después insistí. Nunca dijo nada. Pero la voz no sonaba insolente y, conociéndolo como lo hice, no podía dejar de tener sentido y tuve curiosidad por saber qué se proponía. Así que le pregunté quién lo haría si no lo hacía él. Belego, dijo por fin. El nombre me sonó familiar. Algo que le habíamos escuchado decir mi madre y yo, cuando el viejo todavía nos visitaba a diario para predicar la palabra de Dios, cuando São Clemente era apenas un montículo de pequeñas barracas armadas con retazos de caravanas recién llegadas desde el litoral de Ceará o Bahía. En su boca, el recuerdo sonaba como una de las antiguas parábolas, los ejemplos religiosos que solía contarnos, la imitación de algo que tuvo importancia y que ahora solo boqueaba cómicamente fuera de la verdad más absoluta, como lo hacen los peces fuera del agua. Así que le respondí, riéndome: «¿Desde cuándo se ha vuelto supersticioso