Bajo la soledad del neón - Antología de cuento contemporáneo de América Latina
el mundo de los hombres, así en tus manos descanse el espíritu de Tomé, consejero justo, amigo leal, para que la generosidad de tu nombre sea dicha y no reciba más auxilio que tu fuerza cuando el tiempo aliste el camino de tu regreso en la guerra contra el pecado. Líbreme de todo mal, propio y ajeno. Amén.
—Amén —repitieron los negros fuera.
—Amén —dijimos.
Mamboretá se alisó el pelo. Le aplicamos un cicatrizante, hidratamos su pecho y lo cubrimos con una gasa transparente. Luego se puso la camisa sin dificultad y habló nuevamente sobre el viejo, de lo bueno que había sido con él, mientras empezaba a marcharse.
—Era un hombre legal —dijo, y ya en franca despedida, esta vez su mano se cerró sin fuerza.
—Tienes suerte de haberlo tenido como padre.
Se abotonó la camisa, y al poco rato ya se habían marchado.
Escuchamos cómo se alejaba el automóvil antes de cerrar la ventana.
Aquí dentro, Cuaresma había dejado un gran fajo de dinero sobre el sofá. Soltaba sus hojas, como una mazorca abierta, por encima del sobre; pero nosotros apenas lo con- tamos.
En el fondo, sentimos vergüenza.
Dentelladas de luces sobre la piel. Dorsos desnudos, atisbos livianos, penachos que oscilan como si la tierra se hubiera doblado de pronto para festejar su avance. Un corazón golpea: ¡Dom! ¡Dom! El paso de la batucada, su intempestiva lluvia, es la última señal que observan antes de plantar el automóvil en un tramo prohibido de la acera. Mamboretá les ha ordenado que frenen mucho antes, cuando siente que los primeros espasmos en su estómago le retuercen el cuerpo. Detenido ahora, de pie, a solo algunos metros del auto, vomita tanto al lado de una farola que ya no sabe distinguir cuándo ha dejado de hacerlo. Desde el barrio medio, la inagotable hilera de gente parece no tener fin: baila, gira, baila. Las máscaras de diablos festivos y pieles desnudas, lubricadas con un peculiar brillo de plata, continúan su implacable recorrido hacia el mar. Los negros, protegiendo al líder, esperan en la acera con las manos atentas en sus armas; pero allá va un hombre con plumas que los saluda, y uno empieza la mofa y los otros no tardan en seguirlo. El menor habla del regreso del fuego en los reinos de aquí abajo; pero los otros lo callan con indiferencia. «Oh, Señor Jesucristo». La música alta acompaña la comparsa, el sonido del tambor marca el ritmo de la fiesta como un secreto corazón que late. «¿Bajas a Leme?», le gritan. El hombre de las plumas los distrae, menea un trasero calvo y dice: «Aquí». ¡Dom! ¡Dom!, se golpea las ancas como si fueran un instrumento y los negros lo festejan con bulla, aunque, en su excitación, no aciertan a seguir las manos que descuelgan ágilmente un animal de hierro casi tan poderoso como los suyos. Entre las tiras de colores, las estampidas del espectro del atardecer, un anestésico efectivo llega zumbando, atraviesa espíritus aéreos y paraliza el malestar que lo aqueja, doblado sobre la acera. Mamboretá sabe que aquellos estertores no son fuegos de artificio sino emisarios de una fiesta distinta. Ya es tarde, pues. El abdomen le dibuja un agujero perfecto, y él no tarda en admitir que lo han perforado tan limpiamente que parece una invitación que terminó aceptando. ¿Puede culparse a alguien de esto? No tarda su espalda en explotar como un globo hinchado con demasiada fuerza; el dolor apenas tiene resistencia frente a ese mensajero competente que ahora continúa su ruta con dirección al mar. Mientras pliega sus ojos, lentos bajo el deslumbramiento, el cartucho escapa, siente el aire libre detrás, el absoluto sentirse afuera. Otros sonidos suenan. Cristales rotos. Metal amortiguando golpes. El auto huye, y allá a lo lejos, el batuque continúa su fiesta en dirección a Leme, desciende como un riachuelo rojo y brillante que alimenta el sol. Se enciende. Se apaga. Desaparece luego. Y Mamboretá, grande como era, solo se permite un último capricho antes de morir: bajo sus ancas calientes, la superficie del asfalto adquiere la suave textura de una colchoneta, y ahí, boca arriba, frente a la esfera blanca que lo mira como un enorme cíclope, ya no se levantará de nuevo. Bienaventurados los que aman porque de ellos será el reino de los cielos. Pienso que eso dirá. Que su fe, pese a todo, se mantendrá invicta. Y que sus ojos, que se cierran, serán como una trampa que lo mantendrá cautivo por los siglos de los siglos, amén.
El hombre de las plumas lo miraba ahora desde arriba, vestido con rostro serio, mientras su cabeza eclipsaba el sol.
—¿Está muerto? —dijo el otro.
—No lo sé —respondió, el revólver todavía caliente en sus manos.
Apuntó y alejó la cara. La frente de Mamboretá estalló y el olor de la ceniza se hizo concreto.
—Está muerto —dijo.
Al día siguiente alguien había pintado un graffiti en la pared. A pocos metros de una marca que empezaba a negrear cerca de la vereda, quedaba un dibujo extraño, una flor abierta. Pinheiro reina, decía. La orquídea, al igual que en el pecho de Mamboretá, había abierto sus pétalos y florecía ahora con el rojo intenso de los besos. Esto es lo que oímos decir, en cualquier caso. Que poco después alguien vio salir a Belego en dirección a São Clemente, o que Pinheiro llegó; y que, salvo por los siete números tatuados que traía este en su mano, nunca tuvo otra marca que no hubiera sido hecha por su propia vida. No me consta que así haya sido, pero es lo que dicen que aconteció y eso me basta. Mi silencio, al igual que el de los demás, es lo que los antiguos deciden; y estos dicen que esa misma tarde, la primera cometa no tardó en aparecer en el cielo.
Fue el primer símbolo de nuestra reconciliación.
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