Christian Jiménez Kanahuaty

Bajo la soledad del neón - Antología de cuento contemporáneo de América Latina


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y un código kanji que el visitante tradujo como un viejo nacionalismo sentimental: Ordem e progresso. Había una mujer de perfil que sonreía con la mirada lánguida, un reloj sin manecillas y un leopardo emergiendo, entre la vegetación, en el estado salvaje con que la sangre guaraní de su madre lo había parido. Belego imaginó que la secuencia se deslizaría pantalones abajo y que habría mucha historia por descubrir. Estaría, sin duda, Rocha, el sargento al que acribillaron en Vidigal cuando supieron que negociaba con un nuevo distribuidor de Pernambuco. Emerson y Queiroz, desbarrancados hasta el asfalto tras dieciocho cartuchos, cuando quisieron montar un clan, el Comando Vermelho, abortado tres semanas antes de nacer. Quince años eran mucho tiempo. Belego encendió la máquina y se acomodó. «Cuando algo termina, hay que estar preparado para empezar de nuevo», se dijo. Había llegado el momento de comenzar. Pero era más que comenzar y terminar; mucho más que terminar y comenzar de nuevo. Era llegar al final del trayecto, el mapa de toda su vida, cerrando por fin su ciclo. ¿Comprendía? Todo final es un comienzo, repitió en su cabeza. Y aunque no sonó original, esta vez, al menos, viendo aquella otra piel en plenitud, tuvieron coherencia en sus actos, esta vez, palabras y recuerdos.

      Belego señaló la litera y Mamboretá se reclinó. Pero antes le recordó su promesa, la promesa que le había hecho Tomé y que ahora, por herencia, era también la suya.

      —¿La tienes? —insistió antes de acostarse. Sin duda, se refería a la orquídea.

      —La tengo, sí.

      Fue por ella hasta el cajón donde conservaba el molde intacto. Revolvió los papeles. No dejó que Mamboretá la viera, porque sabía que no entendería ni su forma ni su significado hasta que estuviera integrada en el resto de su cuerpo. De cualquier modo, nada tardó: cuando el papel se separó de su pecho, había dejado en su piel una tinta malva que sería el rastro visible que repetirían ahora juntos aguja y pulso.

      Mamboretá miró la figura frente al espejo.

      —Hermosa —dijo. Sí, era hermosa.

      —Exactamente como afirmó que sería.

      Se reclinó, pero quiso saber algo.

      —No te lo he preguntado antes por respeto al viejo.

      —Dígame.

      —¿Cuántos años tienes?

      —Diecinueve —dijo Belego.

      Mamboretá asintió: no era difícil deducir que el viejo había abandonado su castidad mucho antes de establecerse en São Clemente.

      —Te pareces a él —fue lo único que dijo—, mucho más cuando veo en ti las cosas que ya no tenía. —Cerró los ojos y su espalda se apoyó en un suave molusco de tela del que ya no se movió de nuevo—. Anda, comienza ya, ¿quieres?

      «Sí», pensó: «Comienzo. Todos somos malditos kilómetros perdidos en mitad del desierto».

      Mientras la fiesta continuaba fuera, la máquina hacía su trabajo. Pigmentaba su piel con breves picotazos, la tinta inyectándose en él como un veneno negro.

      Por unos minutos, solo aquel insecto sobrevoló su pecho.

      Escuchándolo bien, atentamente quiero decir, metiéndose bajo la dura piel del visitante, había un ligero sonido de electricidad que latía. Sí: había un pequeño corazón latiendo.

      Uno de los negros habló sobre Tomé. Habló sobre cómo había predicado la palabra de Cristo Nuestro Salvador, hasta que, perdida su fe, el viejo había terminado vagando en los desiertos de la clarividencia. Hablaron sobre antepasados africanos y magia. La fe era cosa importante, decían. Pero el perdón era el principio de la fe, y la fe era el final de todas las búsquedas.

      —Un día de estos —oímos que tomaba la palabra, alzaba la voz el más joven de los cuatro—, voy a saltar de esta ventana, a diez pisos del suelo, y no moriré. Escúchame bien, ciudadano. Saltaré e iré caminando al banco y luego al hogar. No será de noche ni será un día triste. El día que solo tenga fe en mí mismo saltaré y ese día será un día iluminado. Habrá luz. Luz por todas partes, en todos los ojos, en todos los espíritus. Escúchame bien, porque ese día lo habré logrado. Hay dos tipos de personas en la tierra. Los que se lanzan sin fe en sí mismos y se matan en el vacío. Y los que se lanzan con fe en sí mismos y caen sobre sus pies y caminan. Jesucristo, Nuestro Señor, caminó sobre las aguas del océano, sobre la tentación, sobre el fango de la muerte, y no se hundió ni en sus abismos ni en sus oscuridades porque solo tenía fe en sí mismo; ya había perdido la esperanza en los demás y solo su fe lo protegía. Los que son como Él no dan importancia a lo que dice el resto para desanimarlos ni vencerlos; para ponerles fin. Si tienes fe en ti mismo, hermano, ¿cómo puedes morir?

      Oteamos por curiosidad el origen de aquella voz esperando encontrar una entidad disuelta en la tarde, pero solo vimos un cuerpo más, uno: un cuerpo como cualquier otro.

      Al rato, Belego asomó la cabeza sobre el tabique. Solo Cuaresma, autorizado por él, atravesó el biombo que los separaba del jefe y se perdió detrás de la envejecida tela, como arropado por el ala abierta de un gran pájaro. Escuchamos, desde allí, que elogiaba el tatuaje, y nos acercamos por eso con curiosidad y precaución. El dolor que Mamboretá solo le había permitido al viejo, esa intimidad que había preservado siempre al vaciar el taller cuando sabía que Mamboretá llegaba, se había acabado, y no había nada más que pudiéramos temer. Belego dibujaba el último trazo casi dos horas y media después. Miraba sobre sus gafas y limpiaba con la esponja los restos de tinta que habían goteado de la aguja como lágrimas de un pesado rimmel. Los errores en este negocio dejan indicios de imperfección: son lunares o cicatrices con dioses culpables de su obra. Hay alguien a quien maldecir, recordar con aversión o culpar de nuestros fracasos, a diferencia de las grietas y marcas que nos deja el nacimiento, obra de dioses impersonales y anónimos que no responden por su obra. La piel todavía seguía abultada por la fricción del metal, pero el molde, la mancha moradoverdosa, emergía bajo la inflamación. La orquídea nos enseñaba su belleza difícil, sus ocultos sentidos, y Mamboretá sonreía con una conmoción que nos hizo pensar que realmente comprendía su significado.

      Sonreía, sobre todo. Y levantó la cara.

      Esta vez nos enseñaba sin pudor, inofensivamente, la marca que tantos hombres se habían llevado como el último recuerdo del mundo; esa mezcla de satisfacción y lujuria que ahora solo era satisfacción mientras hablaba:

      —Esperé quince años para rellenarlo —decía—: pero nunca supe que sería así hasta que decidiste ahora.

      Se palpó el pecho, sobre el esternón; luego palmoteó la espalda del muchacho y dijo:

      —Creo que lo hiciste bien, Belego.

      Milton estiró su mano, su mano libre de los guantes de cirujano que colgaban ahora como otra piel sobre la mesa. Una vez librado de su deuda, era también como un reptil que dejaba atrás los rastros de su personalidad. Una cola; una escama menos. Cuando ya se habían marchado, una orquídea aguada en negro y gris, con sombras y tonalidades rojas, se había plantado para siempre en el cuerpo de un hombre muerto.

      Es lo que dicen. Que las orquídeas pueden llegar a vivir eternamente, pues su vida es tan longeva como el árbol que les da protección.

      Dejó al visitante examinándose en el espejo y fue a servir dos vasos de agua.

      Regresó enseguida con ambos, llenos hasta el borde.

      —Beba —le dijo.

      Se miraron sin vacilación. Bebieron casi al mismo tiempo.

      —Ya que tiene la orquídea en su cuerpo —dijo, mientras recibía el vaso seco—, no se olvide en adelante del agua.

      Mamboretá asintió, incorporándose lentamente de la litera.

      —Lo tendré en cuenta —dijo—. Ahora lo correcto es que oremos por Tomé.

      Plegó