Omraam Mikhaël Aïvanhov

La piedra filosofal de los Evangelios a los tratados alquímicos


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es, evidentemente, la boca astral. Nada material sale de la boca física: ésta no hace más que tragar, absorber. En cambio, muchas cosas salen de la boca astral, porque a través de ella se expresan los sentimientos, las emociones, los deseos, y si estos sentimientos, estas emociones y estos deseos le son inspirados por su naturaleza inferior, el hombre se ensucia. Antes de ensuciar a los demás, se ensucia a sí mismo.

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      En realidad, existe una conexión muy fuerte entre las dos bocas, la física y la astral. Si dais satisfacción a la boca física, inmediatamente la boca astral expresa su placer y su satisfacción con una mirada, una sonrisa, y también con una palabra. La gente lo sabe bien, y por eso cuida la selección de los alimentos y su preparación cuando invitan a sus parientes y a sus amigos. Ofreciendo una comida suculenta, que agrada a las bocas físicas, esperan satisfacer también las bocas astrales. Inversamente, el que está mal alimentado, que traga cualquier cosa sin discernimiento o porque no tiene otra cosa que comer, no puede expresar después muy buenas cosas con su boca astral, su corazón. Por tanto, no hay que tomar al pie de la letra las palabras de Jesús, y, aunque no debemos dar demasiada importancia a lo que comemos, tampoco es bueno exagerar en el otro sentido descuidando ciertas reglas de higiene. Jesús no aconsejaba comer cualquier cosa y de cualquier manera.

      Lo que entra, pasa por la boca física, y lo que sale, pasa por la boca astral. Pero, en realidad, ¿acaso no entra verdaderamente nada en nuestra boca astral? Sí, porque de la misma forma que sentimos y expresamos sentimientos y deseos, recibimos también los sentimientos y los deseos sentidos y expresados por los demás. Y a veces estos sentimientos y estos deseos son verdaderos productos tóxicos, venenos que pueden hacernos mucho daño. Es posible volverlos inofensivos transformándolos, pero hay que haber hecho un gran trabajo sobre uno mismo para soportar ver y oír todas las sandeces y los crímenes de los que son capaces los humanos sin dejarse envenenar y destruir. Únicamente los Iniciados, los grandes Maestros, saben quitar a estos “alimentos” su veneno y su poder de hacer daño para emitir después con su boca astral sólo sentimientos nobles y generosos. Las palabras de Jesús no se dirigen, pues, ni a los débiles ni a los ignorantes.

      Y vosotros mismos, cada día estáis expuestos a las influencias y a las agresiones del mundo exterior. Éstas son alimentos que vosotros absorbéis. Pero si una mirada, una palabra, un gesto, un acto, logran quitaros vuestra fe, vuestro amor, vuestra luz y, por tanto, ensuciaros, eso significa que no sabéis alimentaros: deberíais haber escogido vuestros alimentos o mantener vuestra boca cerrada, simbólicamente hablando. ¿Por qué la habéis abierto a estos alimentos? Si no sabéis después cómo transformarlos, no debéis aceptarlos.

      Diréis: “Pero ¿cómo no sentirnos molestos, heridos, por ciertas reflexiones o actitudes malévolas?” Evidentemente, en el plano físico, eso es imposible, pero, justamente, las palabras de Jesús no se refieren al plano físico. Interiormente, nuestra boca astral puede muy bien no aceptarlas, y entonces no nos sentimos disminuidos, heridos, porque no atentan ni contra nuestra integridad ni contra nuestra dignidad de hijos de Dios. Las injurias, las calumnias, o cualquier otra cosa tenebrosa que entre en la boca astral del hombre, puede llegar a no ensuciarle nunca. Únicamente lo que viene de él puede ensuciarle. No es responsable de ninguna otra cosa. Para el sabio, para el Iniciado, las palabras de Jesús son, pues, totalmente justas.

      En los siglos pasados, el honor de los hombres y de las mujeres estaba basado ante todo en valores sociales y, por tanto, externos. Una palabra o un gesto atentando contra el honor obligaba inmediatamente a los nobles a batirse en duelo. Tenían que defender su reputación o la de su familia ante la sociedad y las generaciones futuras. Todo aquello que atentaba contra el ser humano, lo que “entraba en su boca” le ensuciaba. Debían “lavar su honor” e interminables tragedias nacían por casi nada. El que no respondía era considerado como un cobarde, un “gallina” y perdía la estima de los demás que le rechazaban. La literatura del siglo XVII francés, lo sabéis, está llena de historias de este género.

      Es cierto que esta costumbre y esta manera de ver las cosas obligó a los hombres a hacer actos de valor. Pero, desde el punto de vista moral y espiritual, esta concepción del honor es falsa, deplorable, estúpida, porque no desarrolla realmente la nobleza y el valor, sólo sirve para salvar la cara, el prestigio social que, en realidad, es poca cosa. Para no perder su prestigio ante los humanos, esta gente se disminuía mil veces ante Dios.

      La verdadera nobleza consiste en buscar soluciones más inteligentes, recurriendo a la conciliación. Pero eso exige en primer lugar todo un trabajo interior: el que ha sido ofendido debe comprender que ninguna maldad, ninguna acusación puede disminuirle a los ojos de Dios; si es inocente, las acusaciones y calumnias no cambian en nada lo que él representa para los ángeles y para Dios mismo.

      Hay gente que no resiste un pequeño vaso de vino, inmediatamente están borrachos y cuentan todo tipo de sandeces. De la misma manera, ante la menor contrariedad ciertas personas pierden toda su sangre fría. El verdadero espiritualista, al contrario, es aquél que puede beber todos los licores embriagadores que le presenta el plano astral y conservar, a pesar de todo, una mirada límpida, un pensamiento claro, un paso recto y seguro.

      Jesús no ignoraba que ciertos alimentos pueden ensuciarnos, pero sabía también que nosotros tenemos la facultad de resistir. Todos los días se nos proponen alimentos que se presentan como tentaciones. Ser tentado, es recibir una influencia. Y ¿qué es una influencia? Una corriente que trata de penetrar en nosotros, y por tanto, una especie de alimento. No siempre es posible oponerse a que surjan estas corrientes, pero una vez que se han introducido, nosotros debemos esforzarnos en transformarlas. Si sucumbimos, si nos dejamos ir en un gesto de debilidad, nuestro tribunal interior anota que no hemos sabido asimilar estas sustancias, y éstas van a reaparecer, de una u otra manera, bajo forma de impurezas, de trastornos psíquicos o hasta físicos.

      Los alimentos nocivos que no dejamos pasar, seguro que no saldrán; debemos, pues, vigilar para no dejarlos penetrar. Pero, como no siempre lo conseguimos, una vez que han entrado, debemos trabajar para transformarlos y volverlos asimilables.

      En la Antigüedad existió un rey, Mitrídates, que temiendo ser envenenado por la gente de su entorno, trató de inmunizarse con la ingestión progresiva de venenos, y lo consiguió muy bien: cuando, después de haber perdido una batalla, se tragó toda clase de venenos para no caer vivo en manos de sus enemigos, ninguno le hizo efecto y, finalmente, tuvo que pedir a uno de sus soldados que le apuñalase. Es cierto que podemos hacernos físicamente invulnerables a los venenos, otros lo hicieron también, además de Mitrídates. Pero ¿es eso tan necesario? Es probable que ninguno de vosotros corra el riesgo de ser envenenado, mientras que cada día, todos estáis expuestos a toda clase de venenos psíquicos, y ahí, si no sabéis cómo reaccionar, sucumbís.

      Los discípulos de una Escuela iniciática deben ejercitarse para digerir todos los venenos que la gente estúpida o malévola pueda verter sobre ellos en el plano astral. De estos venenos es de los que hablaba Jesús cuando decía: “Bienaventurados seréis cuando os ultrajen, os persigan y digan falsamente toda clase de mal de vosotros...” Así pues, suceda lo que suceda, alegraos, y el Cielo se alegrará por vosotros: habréis superado bien la prueba.

      En uno u otro momento, todo hombre es calumniado, ensuciado. El verdadero discípulo de Cristo es aquél que sabe neutralizar las suciedades que recibe sin que su boca profiera una palabra contra Dios o contra los hombres. Y aunque deje escapar, quizá, palabras de irritación, de indignación, de venganza, que vuelva al menos a entrar en sí mismo diciéndose: “Nunca debo olvidar qué lo que sale de mi boca es lo que me ensucia... Me han dado unos ingredientes que no he sabido utilizar, pero, en el futuro, trataré de transformar mi cólera y mi impaciencia en dulzura, en amor y en bondad...” Como una buena cocinera, el discípulo debe aprender el arte de la transformación y sacar partido de todo lo que se le presenta para preparar los mejores platos. Sí, ¡la cocina también tiene algo que decir!

      Mirad los árboles: se les pone estiércol y dicen: “Nosotros sabemos bien que lo que entra en nuestra boca no puede ensuciarnos...” Entonces, se ponen a trabajar operando todas las transformaciones