e irritaba a los escribas y a los fariseos hasta el punto de que, un día, intentaron lapidarle. Pero Jesús les dijo: “Os he hecho ver varias buenas obras que vienen de mi Padre: ¿por cuál de ellas me lapidáis? Los judíos le respondieron: No te lapidamos por ninguna buena obra, sino por una blasfemia, y porque tú, que eres un hombre, te haces pasar por Dios...” Y fue entonces cuando Jesús les recordó un versículo de los Salmos: “¿Acaso no está escrito en vuestra ley: yo he dicho: sois dioses?”
Al insistir, pues, en la divinidad del hombre, Jesús no hacía más que referirse de nuevo a una verdad que estaba ya inscrita en el Antiguo Testamento. Esta verdad había sido voluntariamente apartada, y en cierta forma, todavía lo está hoy. Incluso la Iglesia, cuya misión es transmitir la enseñanza de Jesús, no se ocupa demasiado en transmitir este saber gracias al cual los humanos podrán comprender y sentir que son hermanos porque tienen el mismo origen divino. Sí, todos los hombres son hermanos porque todos tienen el mismo origen divino. Y eso, no sólo lo reveló Jesús con palabras, sino con actos. No frecuentaba a la gente rica, importante e instruida, sino a los humildes, a los pobres, a los ignorantes, y hasta a la gente de mala vida: les acogía, les hablaba, comía con ellos, y esta conducta exasperaba a los fariseos.
Conocéis el episodio de la Samaritana, en el Evangelio de san Juan: “Como tenía que pasar Jesús por Samaria, llegó a una ciudad de Samaria, llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado por el viaje, permanecía sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Una mujer de Samaria se acercó para sacar agua del pozo. Jesús le dijo: Dame de beber. Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. La mujer samaritana le dijo: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? (Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos.) Jesús le respondió: Si conocieses el don de Dios y quién es el que te dice: ¡Dame de beber! tú misma le habrías pedido a él de beber, y él te habría dado agua viva. – Señor, le dijo la mujer, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo: ¿de dónde sacarías, pues, esa agua viva? ¿Es qué tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y del que bebió él mismo, así como sus hijos y sus rebaños? Jesús le respondió: Todo el que beba de este agua volverá a tener sed, pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brotará hasta la vida eterna. La mujer le dijo: Señor, dame de este agua para que no tenga más sed, y no tenga que venir aquí a sacarla. – Vete, le dijo Jesús, llama a tu marido, y vuelve acá. La mujer le respondió: No tengo marido. Jesús le dijo: Tienes razón al decir: No tengo marido. Porque has tenido cinco maridos, y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho verdad. Le dijo la mujer: Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís, en cambio, que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar. — Mujer, le dijo Jesús, créeme, llega la hora en que no será ni en este monte ni en Jerusalén donde adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros, en cambio, adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, (ya estamos en ella), en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque estos son los adoradores que el Padre pide. Dios es espíritu, y es preciso que aquellos que lo adoren, lo hagan en espíritu y en verdad La mujer le dijo: Sé que el Mesías va a venir, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo. Jesús le dijo: Soy yo, el que te está hablando...”
No es, pues, a un hombre importante, ni siquiera a un hombre instruido, al que Jesús hizo estas revelaciones que dan las llaves de la vida espiritual, sino a una mujer, a una mujer sencilla que le preguntaba cosas ingenuas, a una mujer que, a los ojos de la moral ordinaria, llevaba una vida disoluta, y además, a una mujer que pertenecía a un pueblo enemigo de los judíos: los samaritanos. Es a ella a quien habla de un agua que da la vida eterna. Es a ella a quien revela que poco importa el lugar, montaña o templo, en el que se rinde culto al Señor, porque Dios sólo puede ser adorado más allá de toda forma material: en espíritu y en verdad,3 es decir, en lo que el ser humano tiene de más sagrado y de más íntimo. Finalmente, es a ella a quien le revela que él es el Mesías: “Soy yo, el que te está hablando.”
¿Cómo explicar esta actitud de Jesús? Y es que las verdades que él traía, no sólo concernían a algunos doctores de la ley o a algunos personajes poderosos. Concernían a cada ser humano, a lo que hay en él de más esencial y que puede ser abordado independientemente de su instrucción, su clase social, su sexo o su nacionalidad. Con esta actitud, Jesús provocaba a las autoridades políticas y religiosas de su tiempo porque, de esta manera, socavaba las bases mismas de su poder.
“Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto...” ¿En qué pensaba Jesús cuando dijo estas palabras? ¿Acaso conocía tan mal a la naturaleza humana? ¿Cómo dio a los hombres un ideal en apariencia tan inaccesible? Porque sabía que la verdadera naturaleza del hombre es su naturaleza divina, y veía en cada hombre lo que posee de inmortal y todopoderoso: su espíritu, una chispa desprendida del seno del Creador.
Entonces, ¿por qué la cristiandad da un espectáculo tan triste? Hace dos mil años que Jesús dijo: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto”, y por todas partes en el mundo, vemos a los cristianos combatirse y devorarse de cualquier forma como si fuesen animales. Siguen mostrándose débiles, miserables, egoístas, malvados. Ello prueba que los conocimientos y los métodos que se les dan son insuficientes, ineficaces, que tienen necesidad de algo más. Todo está en los Evangelios, los Evangelios contienen tesoros, pero tesoros que todavía no se han sabido descubrir y todavía menos, poner en práctica. Sí, todo está en los Evangelios, pero es en la cabeza de los cristianos donde no hay gran cosa.
Ningún libro puede enseñarnos verdades más esenciales que los Evangelios.4 Diréis que los habéis leído y que no habéis descubierto nada en ellos, y que por eso buscáis ahora vuestro camino en las religiones o las filosofías orientales... Pues bien, la verdad es que no habéis comprendido nada de la inconmensurable sabiduría contenida en los Evangelios. Claro, ya sé que estáis saturados de los textos conocidos y que deseáis cambiar un poco de alimento. Pero es peligroso ir a buscarlo en unas enseñanzas que no comprenderéis porque no están adaptadas ni a vuestra estructura ni a vuestra mentalidad. Algunos occidentales las han estudiado practicado con provecho, pero son raros. Para nosotros los occidentales, la enseñanza idónea es la de los Evangelios. Sin haberlos leído seriamente ni meditado, buscáis otra cosa, ¿pero con qué fin? Muy a menudo la gente sigue una enseñanza oriental para vanagloriarse con ella ante los demás o, simplemente, para singularizarse ante sus propios ojos. Pero eso no sirve de nada, y sólo prueba que les gusta el exotismo, no la simple verdad. Abandonan a Jesús, pero ¿para seguir a quién?...5
“Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto...” La enseñanza de Cristo conduce al ser humano hacia la realización del más alto ideal que pueda haber: el de parecerse a este modelo divino que lleva en sí mismo. ¿Qué encontraréis por encima de esto?
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“Mi Padre y yo somos uno”
Al presentar a Yahvé como el único Dios, Moisés aportaba una idea verdaderamente revolucionaria. Pero este Amo del universo era temible y no podía inspirar a los humanos más que sentimientos de temor. Así se dice: “El temor del Señor es la sabiduría...” Pero el temor es un sentimiento negativo. Aquél que actúa siempre bajo el imperio del temor, no puede realmente desarrollarse, y con el tiempo este temor ejerce una acción destructiva sobre su vida psíquica. Con el amor, por el contrario, el hombre se desarrolla, y por eso vino Jesús, para decir que Dios era un Padre. Claro que el niño también teme un poco a su padre, pero esto es bueno porque debe sentir que hay reglas que no puede transgredir, y que si las transgrede, recibirá un castigo. Pero el padre es, sobre todo, el que es amado por sus hijos, no sólo porque les ha dado la vida, sino porque comparte con ellos todas sus riquezas, y de esta manera sus hijos se desarrollan.
Jesús nos mostró, sin embargo, que podemos ir más lejos todavía. Mientras situemos al Señor en alguna parte a lo lejos, en una región del universo que se llama Cielo, con sus ángeles y sus arcángeles, aunque nos consideremos como hijos suyos, admitimos una separación, una ruptura. Si