Omraam Mikhaël Aïvanhov

Sois dioses


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que criatura espiritual y hacer el bien a su alrededor; porque las verdaderas posibilidades, las verdaderas riquezas, le vienen de la conciencia de que Dios está presente en él. Cuando hacía milagros, Jesús decía: “No soy yo, sino mi Padre que actúa a través de mí.” Aquél que desaparece, aquél que se funde en el Señor para ser uno con Él, se convierte en un poder formidable. Sí, al empequeñecernos hasta fundirnos con el Señor, es cuando nos hacemos grandes. Mientras que aquél que se afirma ante Él, como un ser separado de Él y oponiéndose a Él hasta negar su existencia, se debilita sin cesar. Si rechazáis a vuestro verdadero yo, que es Dios mismo, os priváis de sus riquezas. No puede dároslas: vosotros y Él sois dos mundos separados que no pueden comunicarse entre sí porque no vibran al unísono. Pero el día en que aprendáis a entrar en las vibraciones divinas, ya no habrá separación.

      Todas las disciplinas espirituales tienen la finalidad de conseguir que el hombre se conozca como siendo Dios mismo. Cada progreso que podáis realizar en la identificación, os acercará a vuestro verdadero yo. Esta conciencia divina que habréis logrado desarrollar, participará en todas vuestras actividades. Empezaréis a sentiros otro ser, y Dios mismo vendrá a manifestarse en vosotros. Este es el sentido de las palabras de Jesús: “Mi Padre y yo somos uno...” Los Iniciados de la India han resumido este trabajo de identificación en la fórmula “Yo, soy Él”. Es decir, sólo Él existe; yo sólo existo en la medida en que consigo identificarme con Él. Y los discípulos aprenden a meditar en esta fórmula que pronuncian hasta que se hace en ellos carne y hueso.

      Mantened siempre presente en el espíritu, el pensamiento de que todas las criaturas que están ahí, a vuestro alrededor, son una parte de vosotros. Cuando caminamos en este camino de la verdadera filosofía, nos damos cuenta de que todas las criaturas son uno. No existe, en realidad, más que un solo Ser, el Creador; todas las criaturas dispersas por una y otra parte, no son más que células de su inmenso cuerpo. Aprended, pues, a conectaros con el pensamiento con todas estas células: de esta manera realizaréis plenamente la identificación con el Creador.

      La verdadera transformación del hombre está en esta conciencia de la unidad: nosotros no existimos como individualidades separadas, cada uno representa una célula del inmenso organismo cósmico, y nuestra conciencia debe fundirse en esta conciencia universal que abarca el hombre en su totalidad.

      3

      “El retorno a la casa del Padre”

      ¿Quién era esta serpiente que sabía hablar tan bien y que poseía tantos conocimientos? Y ¿por qué el Señor les había permitido a tales criaturas (porque lo mismo que Adán y Eva no representan solamente a un hombre y a una mujer, sino a toda la humanidad, la serpiente representa también a toda una categoría de seres) habitar en el Paraíso? Nadie podía penetrar en él sin el permiso del Señor. Y si había creado a la serpiente, antes incluso de crear a los humanos, es porque tenía determinados proyectos, nada podía suceder al margen de su voluntad.

      La serpiente, que repta sobre el suelo, es un símbolo de la materia. Y la historia del pecado original, es la historia del descenso del hombre a la materia. Se plantea, pues, la cuestión de saber si, al escoger descender, los hombres iban absolutamente en contra de la voluntad divina, o bien, si el Señor, que les dejaba libres, había considerado ya esta posibilidad para ellos.

      En cuanto Adán y Eva hubieron comido del fruto prohibido, Dios dijo: “He ahí que el hombre se ha vuelto como uno de nosotros, para el conocimiento del bien y del mal. Impidámosle ahora que extienda su mano, tome de los frutos del Árbol de la Vida, coma de ellos, y viva eternamente...” ¿Había, entonces, un árbol? ¿Habían dos?... En realidad, lo importante es esta imagen del árbol, y si sabemos interpretarla, nos ayudará a comprender lo que los teólogos han llamado “la caída”. Podemos decir que, cuando se hallaban en el Paraíso, los primeros hombres estaban instalados en la cima del Árbol cósmico. Simbólicamente, la cima representa las flores. Adán y Eva vivían, pues, en las flores, es decir, en la luz, el calor, la belleza, la libertad. Pero, poco a poco empezaron a plantearse cuestiones: ¿Qué es este árbol en el que nos encontramos? ¿De dónde viene esta energía que lo alimenta? Vemos unas ramas, un tronco... Pero, más abajo, todavía hay algo que no vemos, ¿qué es? Nos gustaría conocerlo...” Y como para conocer las cosas hay que explorarlas, abandonaron su morada magnífica, que tocaba el cielo, y descendieron a través del tronco para llegar finalmente hasta las raíces, bajo tierra. Pero bajo tierra está oscuro, hace frío, ya no se tiene la misma libertad de movimientos, y por eso acabaron sintiéndose aplastados. Las raíces representan un estado de conciencia. Dios les había dicho a Adán y Eva: “Si coméis de este árbol, moriréis...” Pero no murieron; comieron y sin embargo siguieron viviendo, sí, pero en otra parte, porque la muerte de la que hablaba el Señor, era solamente un cambio de estado. La muerte es siempre tan sólo un cambio de estado. Interiormente, los primeros hombres dejaron la región de las flores para irse a la de las raíces.

      Lo que la tradición llama “la caída”, no es otra cosa que esta elección que hicieron los primeros hombres de irse a explorar el mundo para adquirir el conocimiento. Eran libres y decidieron descender para conocer el árbol en su totalidad. Esto está muy bien, sólo que, cuando cambiamos de lugar, cambiamos también de condiciones. Y como las condiciones de la tierra no son las del cielo, se vieron obligados a padecer el frío, las tinieblas, la enfermedad y la muerte. Quisieron poseer los conocimientos de la serpiente, es decir, explorar la materia, y esto es lo que hicieron,