el que sentimos que estamos en Él y que Él está en nosotros. Y esto es lo que expresó Jesús al decir: “Mi Padre y yo somos uno...”
Diréis: “Pero aunque Dios sea nuestro Padre, ¿no es acaso más respetuoso considerarle como un rey cuyo trono está en el Cielo y a quien debemos venerar y adorar? Esto es lo que nos han enseñado...” Como queráis. Pero la verdad tiene infinitos grados, y la verdad sobre Dios debe evolucionar en el hombre a medida de su evolución, es decir, de que el hombre toma conciencia de la riqueza y de la complejidad de su vida interior. No os escandalicéis si os digo que no hay una verdad única y absoluta sobre Dios. El hombre descubre a Dios a medida que se descubre a sí mismo. Por eso en la Iniciación de la Grecia antigua se enseñaba “Conócete a ti mismo y conocerás el universo y los dioses”.
Los seres que todavía no han desarrollado la conciencia de su vida psíquica, son sobre todo sensibles a los fenómenos de la vida física: la luz y la oscuridad, el calor y el frío, el bienestar y el dolor, y sólo pueden concebir a un Dios cuyas manifestaciones se asemejen a las de las fuerzas de la naturaleza a las cuales están sometidos. Pero ahora que el hombre ha hecho grandes progresos en la conciencia y el conocimiento de sí mismo, puede descubrir que este Dios que siempre sentía como exterior a él, está, en realidad, en él. Dios es el infinito, la inmensidad, impregna todo el universo con su presencia; nosotros somos una parte de Él, una parcela infinitesimal de Él, y al mismo tiempo, Él está en nosotros. Hace dos mil años que Jesús dijo: “Mi Padre y yo somos uno”, pero los humanos todavía no han aprendido a tener verdaderamente una comprensión semejante de Dios, a sentirle como una vida, una fuerza, una luz de la que nada puede separarles. De vez en cuando, encontraremos esta idea expresada por un místico, por un poeta, por un filósofo, y diremos: “¡Qué poético, qué profundo!” Pero no nos detendremos a trabajar con esta idea para vivirla. Seguiremos considerando a Dios como externo a nosotros, y por eso seguiremos sintiéndonos limitados, insatisfechos. ¡Tantos obstáculos nos separan de Él! Imposible unirnos a Él...
No debemos extrañarnos, pues, si en los momentos actuales hay tantos hombres que dicen que ya no creen en Dios y niegan incluso su existencia. Es normal, no pueden seguir aceptando la imagen exterior, estereotipada, que se les da de Él, y como tampoco saben dónde deben buscarle, se plantean entonces preguntas inútiles sobre su existencia. Pero no es así como encontrarán respuestas. Obtendrán respuestas si trabajan para profundizar dentro de sí mismos la conciencia de una vida, de una presencia divina. Sólo dentro de nosotros mismos descubrimos la realidad de Dios hasta el día en que, como Jesús, podamos llegar a decir: “Mi Padre y yo somos uno...”
Pronto se producirán cambios en las concepciones religiosas de los humanos, no puede ser de otra manera. Ya hubo el Antiguo y el Nuevo Testamentos, y ahora habrá un Tercer Testamento que vendrá a completar los dos precedentes.6 En este Tercer Testamento encontraremos subrayada, reforzada, esta verdad que será presentada como esencial: que el hombre debe acercarse a Dios hasta el punto de sentirle vivir dentro de sí mismo. Entonces, ya no se cuestionará su existencia y dejará de sentirse abandonado por Él.
¡Cuántos místicos se han quejado de que Dios les había abandonado! No, Dios no les había abandonado, fueron ellos quienes no supieron mantener la conciencia de su presencia en sí mismos. Dios no nos abandona nunca. Los cambios se producen en nuestra conciencia. A veces, nuestra alma es más receptiva y nos sentimos penetrados por la luz y por el calor divinos; y otras, por el contrario, se cierra y nos vemos privados de esta luz y de este calor. ¿De quién es la culpa?
Os daré una imagen. Hace buen tiempo, el sol brilla... Pero de pronto empiezan a aparecer unas nubes, el sol se oscurece y tenéis frío. Estáis a merced de las nubes. ¿Qué hacer, entonces? Podéis esperar, y mientras tanto quejaros diciendo: “El sol me ha abandonado.” Esto es un error, el sol nunca abandona a nadie, sólo sucede que vosotros estáis debajo de las nubes. Así que, debéis elevaros por encima de ellas y ya nada podrá interponerse entre el sol y vosotros; él está ahí, brilla, no os ha abandonado. Si os sentís abandonados, es porque habéis descendido demasiado abajo, por debajo de las nubes. Para aquél que ha sobrepasado la región de las nubes, el sol brilla sin cesar, se siente penetrado por su luz y por su calor, ya no hay pantallas entre el sol y él.
Lo mismo sucede con el Señor. Si nos quedamos demasiado abajo, siempre habrá nubes que nos separarán de Él. Debemos subir, subir siempre más arriba para acercarnos al Señor, y acercarnos tanto a Él que lleguemos a introducirlo en nosotros, a llevarle tan interiormente en nosotros mismos que nos sintamos, sin cesar, sumergidos en su presencia. Mientras sigamos concibiendo al Señor como exterior a nosotros, también nosotros seremos exteriores a Él. Y si somos exteriores a Él, seremos para Él como objetos.
Y precisamente, ¿qué es un “objeto”? Es algo que está situado ante nosotros, en nuestro exterior. Tomemos, por ejemplo, a un campesino, a un artesano o a un obrero: tiene necesidad de objetos, de sus herramientas, que son, evidentemente, distintas de él. Las utiliza durante unos momentos y después, una vez terminado el trabajo, las deja, y a la mañana siguiente las vuelve a coger. Nosotros también, si creemos que existimos fuera de Dios, tenemos la sensación de que Él nos toma, y que, después, nos deja como si fuésemos objetos. Sí, observad al alfarero con sus vasijas, o a la cocinera con sus cacerolas. Si las cacerolas tuviesen conciencia, gemirían: “¿Por qué nos abandona nuestra dueña? Cuando ella se sirve de nosotras nos calentamos, la comida que se cuece suena como una música, y nos rasca un poco con la cuchara. Pero siempre acaba abandonándonos. ¡Qué crueldad!” Sí, el destino de las cacerolas es el de permanecer guardadas y postergadas en los armarios durante algún tiempo. Y si nosotros somos como cacerolas con respecto al Señor, es normal que Él nos olvide también, de vez en cuando, y no podemos reprochárselo. ¿Qué le diríais a una cacerola que viniese a quejarse de que la habéis abandonado?
Mientras consideréis a Dios como exterior a vosotros, debéis esperar que de vez en cuando seáis arrinconados sin derecho a quejaros por ello. Y si le rezáis pensando que está en alguna parte, más allá de las estrellas, ¿cómo queréis que vuestra oración llegue hasta Él? Mientras que, si sentís que está ahí, muy cerca, dentro de vosotros, inmediatamente entráis en comunicación con Él y os sentís penetrados de su presencia. Hasta que no hayáis aprendido a buscar a Dios dentro de vosotros, no cesaréis de pasar por altibajos: por unos momentos sentiréis gozo, inspiración, y después seréis invadidos por una sequía terrible, por la aridez y el desierto, y diréis: “Dios me ha abandonado.” No, es un error, Dios está en nosotros y no puede abandonarnos. Pero, claro, es muy difícil mantener constantemente esta conciencia de la presencia de Dios en nosotros. Incluso los más grandes santos, a pesar de su amor, a pesar de su elevación, conocieron, en uno u otro momento, esta sensación de ser abandonados por Dios. Incluso santa Teresita se quejaba diciendo: “Señor, ¿por qué juegas conmigo como si fuese una pelota? A veces me tomas, y después me dejas...”
Si nos sentimos abandonados por el Señor, es porque nosotros también le abandonamos. ¿Acaso estamos nosotros siempre con Él? No. ¿Por qué, entonces, debería estar Él siempre con nosotros y pensar siempre en nosotros? ¿Qué somos nosotros, qué representamos para que esté siempre obligado a ocuparse sin cesar de nosotros?... En realidad, el Señor piensa siempre en nosotros, pero de una manera diferente a cómo nosotros nos lo imaginamos.
Cuando un niño nace, la Inteligencia cósmica le da todo lo que necesita para vivir en la tierra. Nada le falta: la cabeza, los brazos, las piernas, los órganos, lo tiene todo. Le envían a la tierra completamente equipado como se hace con los soldados: les dan su uniforme, sus botas, su casco, su fusil, sus municiones, y después, tiene que espabilarse. También a nosotros el Señor nos ha dado todos los elementos que necesitamos para vivir y desarrollarnos espiritualmente, así como todos los órganos físicos y espirituales precisos para que podamos atraer y conservar estos elementos.7 Y es culpa nuestra si no sabemos utilizarlos para hacer de todo nuestro ser el templo de la Divinidad. Sí, mejor que un palacio, un templo. Evidentemente, sería un buen logro transformar nuestro fuero interno en un palacio, pero en el palacio falta este elemento de santificación que encontramos en el templo. Dios entrará en aquél que llegue a hacer de sí mismo un templo, y ya nunca le abandonará: la Divinidad no abandona el santuario que le ha sido consagrado y