subiera la escalera corporativa en Manhattan lo más rápido posible. Es decir, me condujo hasta la mitad de mi montaña personal. Desde allí, aprendí a pensar e interactuar de una manera muy emocionante para mí con los equipos de consultoría de los que formé parte. Comencé a apreciar las maravillas que suceden en las sala de conferencias cuando las gentes ponen todo su corazón y su mente en resolver creativamente un problema complejo.
Cuando este propósito se me acabó, durante un viaje a Vietnam me topé con la meditación. Había oído hablar de ella e incluso tomé clases de yoga durante corto tiempo. Luego, un amigo me invitó a practicar meditación a un templo ubicado en una calle ruidosa de la ciudad de Ho Chi Minh, la cual estábamos visitando. Pensé que sabía lo que me esperaba: serían algunos ejercicios suaves de respiración y relajación y no mucho más que un ejercicio mental leve. En cambio, mi amigo me pidió que me sentara sobre un cojín en un piso de concreto, que mantuviera mi cuerpo quieto, que respirara de forma natural y que pusiera toda mi atención en las entradas y salidas de mi respiración, dejando que los pensamientos y las sensaciones fluyeran dentro de mí sin prestarles atención. Luego, me sugirió que practicáramos de esa manera durante una hora. Así lo hice y me gustó un poco aunque me pareció muy doloroso, sobre todo, el hecho de permanecer sentado con las piernas cruzadas. No voy a negar que, cuando la clase terminó, me sentí aliviado. Después, me sentí adolorido, pero relajado y algo eufórico. Sin embargo, no le di mayor importancia a la experiencia y continuamos con nuestro día, conociendo los lugares de interés de la ciudad.
Esa noche, dormí siete horas, lo cual no me había sucedido en años. Y lo logré mientras mi reloj interno estaba fuera de control, pues me encontraba a 11 horas de diferencia de mi zona horaria habitual en mi apartamento de Nueva York. ¡Todo esto, después de solo una hora de concentrarme en mi respiración aun en medio de la enorme cantidad de distracción que se escuchaba en el fondo debida a los fuertes ruidos del tráfico de la ciudad de Ho Chi Minh! Me sentí profundamente agradecido de haber sido invitado a esta clase inicial de meditación. La experiencia me impactó tanto que, casi de la noche a la mañana, decidí dedicarme a la práctica de la conciencia plena. Comencé a meditar todos los días y a pensar en cómo prestarle total atención a todo lo que estaba haciendo. Como resultado, vi que a medida que continuaba meditando, me fui conectando con aquella paz y alegría, y con ese sentimiento de amor que no había experimentado desde cuando era niño y escuchaba la música de órgano en la iglesia de mi pueblo. ¡Estaba descubriendo una solución para todo ese sentimiento de inquietud que me embargaba en aquel tiempo! Es difícil traducir esta experiencia en palabras, pero de todos modos, lo intentaré aunque sé que fracasaré de la mejor manera posible…como solo yo sé hacerlo.
Estaba empezando a experimentar una quietud parecida a la del cielo, que abarca todo sin tomar ninguna posición específica; que refleja claridad y no pretende cambiar nada. Descubrí que accedería a esta amplitud interior al estar realmente presente en ese mismo momento y al dejar que cualquier pensamiento sobre el pasado o el futuro fluyera a través de mí. Empecé a ver que, cuando me hago consciente de mi ser, experimento paz, vitalidad y un amor que está a mi disposición en todo momento, no algunas veces, está ahí todo el tiempo, es solo cuestión de querer conectarme con él. Ante esto, la práctica de la meditación y de la atención plena se me convirtió en una forma de acceder a este reabastecimiento de quietud.
Como me enamoré de esta sensación de paz, decidí dedicarle mi vida a ella. Día tras día, el propósito de mi vida había evolucionado desde la búsqueda de la importancia y la riqueza a toda costa hasta el cultivo de esta sensación de paz interior y alegría. Inspirado por mi nueva vocación, me encontré repensando mi vida por completo, incluso considerando convertirme en monje. Así que, en ese entonces, pasé mucho tiempo en centros de retiro y en monasterios.
Y aunque en ese momento mi propósito me pareció bastante definitivo, nunca di el paso final de dedicarme a la vida monástica. Algo dentro de mí me dijo que no lo hiciera y le hice caso a ese susurro. Descubrí que entrar en el monasterio no sería adecuado para mí. Sentí un fuego en mi vientre que me dejaba saber que ese no era mi destino. Si bien estaba comprometido a encontrar la paz, una parte de mí no se sentía satisfecha ante un hecho tan radical como ese. Entonces, comencé a comprender que no estaría 100% satisfecho con el crecimiento interno y la introspección desde en un entorno relativamente aislado, pues también quería honrar el profundo anhelo que tenía de expresarme y llevar una vida de servicio en el mundo, pero de otras maneras.
Este anhelo alimentó la siguiente etapa de mi viaje. Durante ese tiempo, me topé con una forma de vida que parecía fusionar mi atracción hacia la experiencia monástica y las recompensas intrínsecas del mundo de los negocios. Siendo todavía socio de una empresa de consultoría en la Ciudad de Nueva York, Karen Aberle, una experimentada entrenadora ejecutiva, me guiaba. Al trabajar con ella para descubrir más sobre mi verdadera vocación, comencé a ver que podía tenerlo todo a la vez: profundizar mi experiencia de paz a través de la atención plena y mantenerme conectado al mundo ayudando a otras personas, a gente como yo, que trabaja en corporaciones y busca algo que le brinde una satisfacción más duradera. Al final de este capítulo, comparto algunas de las preguntas que me hizo mi entrenadora durante el trabajo de campo.
En síntesis, ¿qué te hace sentir vivo? ¿Qué es aquello que realmente deseas contribuirle a tu mundo? Esas eran dos de sus preguntas y hoy todavía pienso en ellas con frecuencia. Con la ayuda de Karen, descubrí que gran parte de mi llamado era ayudarles a otros a crecer. Así compartiría mi experiencia del cojín de meditación con personas que se pasan la mayor parte de su vida en función de su trabajo. Y así, me convertí en entrenador ejecutivo y en facilitador de equipos, trabajando con personas con el propósito de darnos cuenta de la paz y la alegría que se encuentran en el centro de nuestro ser y a aplicarlas en nuestro trabajo diario. Todavía recuerdo el correo electrónico de Karen cuando le envié un mensaje contándole que estaba pensando en la posibilidad de inscribirme en un programa de capacitación de un año para ser entrenador. “¡Salta!”. Esa fue la única palabra que ella me respondió. Y lo hice. ¡Salté! Recuerdo lo emocionado que me sentí frente a esa decisión.
“¡Eureka!”, pensé en ese momento. “¡Por fin, he llegado a lo que se supone que debo hacer en este mundo!”. “¡No tan rápido!”, me respondió la vida. Había mucha más evolución por venir y parte de ella surgió al conocer a otras personas inspiradoras que me han ayudado a ver la vida y mi lugar en ella con nuevos ojos. Una de estas personas es Gene White.
ENCONTRANDO NUESTRO PROPÓSITO
Gene es la Presidenta de Global Child Nutrition Foundation, una entidad que trabaja en pos de erradicar el hambre infantil en el mundo. Ella es una de esas personas cuyo sentido de propósito se hace evidente de inmediato y su ejemplo me inspiró a echarle otro vistazo al mío. Gene trabaja de 12 a 15 horas diarias, viaja por todo el mundo (más que todo, en autocar); cuenta con más energía que la mayoría de las personas que conozco y tiene más de 90 años. La conocí durante una entrevista que le hice para un artículo que estaba escribiendo sobre grandes líderes. Me presenté en su casa en Whidbey Island, cerca de Seattle, Washington, alrededor de la 1:45 p.m., en medio de un día soleado, 15 minutos antes de nuestra cita. Todavía no quería llamar a su puerta (quería esperar a que una mujer de su edad acabara de hacer su siesta), así que me senté en el banco junto a la puerta de su casa a esperar el momento de la cita. Para mi sorpresa, a los pocos minutos de haberme sentado, la puerta se abrió y allí estaba Gene, de pie frente a mí, lista para recibirme en su casa.
Hablamos sin parar durante dos horas, después de las cuales, ella me preguntó qué me gustaría hacer a continuación. Le dije que tenía curiosidad por conocer su vecindario. Sin dudarlo, me acompañó hasta el auto y se acomodó en el asiento del copiloto y desde ahí me compartía sus ideas, esta vez, sobre Whidbey Island. Cuando regresamos a su casa y nos despedimos, Gene estaba a punto de comenzar una teleconferencia. ¿Cuál era su secreto?
Gene no se preocupa por sí misma, ni por su nivel de energía—ella siente que es tan solo una persona común y corriente que hace su parte—. Durante la entrevista, esta hermosa guerrera me compartió parte de la sabiduría adquirida a lo largo sus nueve décadas de vida y servicio, y al hacerlo, me ayudó a crear una imagen en mi mente de cómo