Hylke Faber

Domando tus cocodrilos


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esta lectura y el camino que tienes por delante!

      Capítulo 1

      CULTIVANDO UNA ACTITUD

      DE CRECIMIENTO

      “La mente humana siempre progresa, pero es un progreso

      en espirales”. —Madame de Stael

      ETAPAS DE CRECIMIENTO

      A lo largo de nuestra vida, cada uno de nosotros ha pasado por múltiples ciclos de crecimiento. Pasamos de bebés a niños, adolescentes, adultos jóvenes, etc. Cada una de estas etapas trae consigo experiencias de aprendizaje profundas —llamémoslas despertares— que tienen el potencial de acercarnos a nuestro verdadero ser. Desde que tengo memoria, me han fascinado estos despertares y, a medida que los he atravesado, he notado que este tipo de aprendizaje es el que forma a los grandes líderes. Cuando aprendemos, nos hacemos más grandes por dentro y más capaces por fuera. El aprendizaje, en particular, el autodescubrimiento, es esencial para convertirse en un líder efectivo y construir una vida plena.

      ¿Cómo cultivamos esta cualidad vivificante que compartimos los seres humanos que es nuestra capacidad de aprender? Una forma de hacerlo es tomando conciencia de cómo aprendemos y cómo no. En mi propia vida, ha habido ocasiones en que el crecimiento ha llegado a mí, pero solo después de un largo período en el que fallé en aprender las lecciones que me ofrecían. Muchas veces, respondemos de inmediato a los comentarios que recibimos de amigos o colegas o, simplemente, aprendemos después de concluir que, durante demasiado tiempo, nos quedamos con ciertas ideas anticuadas que solo nos trajeron problemas. Con frecuencia, el crecimiento proviene de dejar de lado las creencias equivocadas que heredamos y a las que estamos apegados; estas son los cocodrilos que han dominado nuestro cerebro reptiliano durante eternidades.

      A continuación, te presentaré una parte de mi historia de crecimiento. A medida que la lees, observa de qué maneras vendría siendo similar a la tuya. Observa también los patrones de aprendizaje comunes en los que yo estaba cayendo.

      Nací y crecí en una granja en el norte de los Países Bajos. Recuerdo que siempre me interesó la belleza de la región: los campos, los campanarios de las iglesias en el horizonte y el aspecto siempre cambiante de las nubes, la hierba, los animales y la luz. Los que no me interesaban ni en lo más mínimo eran los tractores, ni el cuidado de las vacas, ni la agricultura —los cuales sí les interesaban a muchos de mis amigos y familiares—. Al principio, mi mantra se convirtió en: sácame de aquí lo antes posible. Anhelaba conocer un horizonte más amplio.

      Impulsado por este anhelo, terminé en la Ciudad de Nueva York cuando tenía poco más de 20 años de edad. Todavía recuerdo haber llegado allí por primera vez en un autobús Greyhound y mirar por la ventana, justo antes de entrar al Lincoln Tunnel. Me quedé sin aliento ante la belleza de aquellos altos edificios que se erguían en marcado contraste con el cielo azul oscuro de septiembre. En ese momento, me enamoré de Manhattan y decidí que llegaría a la cima de uno de estos edificios lo antes posible, no como turista, sino como CEO, socio, gerente o propietario —decidí apuntar bien alto.

      Siendo ese mi objetivo, recorrí parte del camino hasta allí y, con el paso del tiempo, fui elegido como uno de los socios más jóvenes en la empresa de consultoría en la que trabajaba, obtuve una oficina en la esquina de Lexington Avenue y pensé que había logrado mi sueño, pero resultó que lograrlo no era un proceso tan rápido como yo pensaba. La vida me tenía guardadas algunas lecciones.

      Recuerdo haber estado en una fiesta navideña justo después de aquella premiación. Allí, uno de mis colegas se me acercó y me dijo: “Hylke, pareces muy bueno en lo que estás haciendo, pero lo que haces ¿te gusta realmente?”. En ese momento, pensé que la pregunta era bastante tonta. Cuando era niño, no me encantó trabajar en la granja; sentía que eso era algo que tenía que hacer. Para mí, el trabajo y la alegría no estaban conectados.

      Luego, sucedió algo más. Lideraba un equipo de consultoría enorme. El gerente del proyecto me reportaba el estado del proceso y él y yo trabajábamos bastante unidos; al menos, eso era lo que yo pensaba. Sin embargo, casi una hora antes de presentarle nuestras recomendaciones finales a uno de nuestros clientes, la junta directiva de una compañía farmacéutica alemana, mi colega se me acercó y me dijo: “Hylke, tenemos que hablar. Te tengo malas noticias”. La peor de las circunstancias pasó por mi cabeza. ¿Sería que después de cinco meses de análisis profundo nos salieron mal nuestros cálculos? Le pregunté cuál era el problema. Mi colega respondió: “Hylke, eres el peor gerente para el que he trabajado. ¡Es doloroso trabajar contigo y nunca más volveremos a trabajar juntos!”.

      Por extraño que parezca, me sentí aliviado. ¡Ufff! No tiene nada que ver con lo que en realidad importa: los cálculos presentados a nuestro cliente, pensé. Como había asistido a entrenamientos de retroalimentación, le contesté: “Lamento escuchar eso. ¿Por qué no programas una cita con mi asistente para que nos sentemos a hablar al respecto cuando volvamos a Nueva York?”. No hace falta decir que escuché sus comentarios y que, como resultado, no cambié nada en mí. No pensé que ser el peor gerente fuera problema, ya que durante mi juventud conocí en mi tierra a varios agricultores muy exitosos que alcanzaron sus metas, o eso pensé, siendo temidos por sus granjeros. Los empleados rotaban por sus granjas con frecuencia y yo creía que lo más probable era que, para hacer bien su trabajo, lo que ellos necesitaban era ser amedrentados o criticados. Pensé que esa era la forma de administrar una empresa exitosa.

      Unos meses más tarde, llegó el momento de las revisiones anuales de desempeño y me encantaban. Hasta ese momento, había obtenido altas calificaciones a lo largo de mi vida; primero, en la escuela; ahora, en el trabajo. Allí, ganaba grandes bonificaciones, ascensos rápidos y tenía la posibilidad de desarrollar muy buenos proyectos. Sin embargo, esta vez, mi jefe me dijo: “Te tengo tres noticias. Una buena y dos malas". Pensé que él estaba bromeando conmigo. Una vez más, había cumplido mis metas más allá de lo presupuestado para ese año y sentía que estaba listo para otro ascenso.

      “Lo primero que tengo que comunicarte es que te despediré en seis meses, a menos que cambies 100% tu comportamiento”. A mi parecer, ese era un comentario extraño. ¿Quería que vendiera aún más? Pensé que mis cifras de venta eran bastante buenas. Él continuó: “Lo más difícil de expresarte es que nadie en esta empresa está dispuesto a trabajar más contigo. Todos están tratando de no hacerlo”. ¡Eso dolió! “Por último”, concluyó, “quiero que te tomes una semana libre. Completamente, libre. No revises tus correos de voz, ninguno de ellos en absoluto, y piensa muy bien en esto que te he dicho”. Se suponía que esa era la buena noticia. Aunque no amaba mi trabajo, de él derivaba una sensación de seguridad e identidad, así que estar libre y desconectado no me pareció una gran oferta.

      Durante esa semana fuera de la oficina, hablé con mis amigos sobre lo que había sucedido. Algunos me dijeron que mi jefe estaba loco, dado todo el trabajo duro y los excelentes resultados que yo estaba generando. Uno o dos más me dieron una voz de alerta y me propusieron que investigara cuáles eran a ciencia cierta los comentarios sobre mí y que, por lo menos, consiguiera un entrenador que me ayudara a trabajar en mis falencias para así mantener mi trabajo. Me pareció que aquella era una sabia idea y eso hice. Conseguí un entrenador y trabajamos juntos durante un año y no pasó mayor cosa. Sí, aprendí algunas técnicas valiosas, pero en el fondo, nada en mí cambió. Seguí creyendo que yo era mejor que la mayoría de las personas del lugar y que solo unas pocas eran mejores que yo. Esto significaba que tenía que ser amable con el grupo que yo consideraba mejor que yo y tolerante con los demás —pasando por las conductas necesarias para hacer que los procesos de comunicación que aprendí a lo largo de ese año en coaching fueran claros y amables.

      De repente, me golpeé contra una pared. Estaba desarrollando un asma severa y mi insomnio se estaba intensificando. A veces, no dormía durante siete días seguidos. En una de estas semanas de insomnio, estaba de vacaciones con unos amigos en Ameland, una isla frente a la costa norte de Holanda. Compartíamos habitaciones y, mientras ellos roncaban a pierna suelta toda la noche, yo estaba