de una institución, consagrado; tiene cuentas que ajustar con los intelectuales. No sigo, porque esto tomaría una apariencia polémica. Sin embargo, no lo es en modo alguno; forma parte de las cosas que hay que saber, que yo querría poder decir pero no digo. (Si hace un rato hubo varias veces cosas que no dije, de ningún modo fue porque fueran crueles, sino porque, escuchadas por ustedes, llegarían a serlo: la crueldad puede engendrarse en la relación entre lo que digo y las categorías de percepción que ustedes corren el riesgo de aplicar a lo que digo).
La cuestión, entonces, consiste en preguntarse por las condiciones sociales de producción de los productores: su familia, su medio de origen, sus estudios, etc. En el caso de los estudios, no es tanto la cuestión de su interés científico como la de saber si los aprobaron o no, los terminaron o no. Por ejemplo, hay una forma de hostilidad a la ciencia, de ideología neomística que se genera en algunos sectores del campo científico, pero a la vez también en el campo periodístico. Esta suerte de irracionalismo o antirracionalismo prosperó tanto más en 1933 y años siguientes en Alemania y, sin duda, a menudo prospera en personas que tienen cuentas que ajustar con la ciencia. No por casualidad el mal científico suele convertirse en un buen revolucionario, como sugerí la vez pasada [en el caso de Marat], o en un buen nacional-revolucionario. Digo aquí estas cosas de manera brusca y áspera, pero –con la idea de que así se comprenderán no pocas cosas– los remito a lo que hice con Heidegger[108] y el contexto en el cual se engendró el pensamiento nacionalsocialista.
Por tanto, hay que interrogarse sobre las condiciones sociales de producción de los productores, los orígenes sociales, el sistema escolar y la relación entre estos dos: la manera de vivir el fracaso escolar va a ser muy variable según el punto de partida (y según la relación con el sistema escolar). Los efectos de resentimiento, por ejemplo (y la relación hosca, amarga, hostil, sumisa, dominada, facetas que no son excluyentes), van a estar en relación con la relación entre el punto de partida y el punto de llegada mediado por el sistema escolar. Todo esto es muy complicado. A partir de ahí se puede volver al antiintelectualismo, por ejemplo: en lo que les dije hace un rato se ve con claridad que “¿quién es el sucesor de Sartre?” también quiere decir “no lo hay, ¡qué suerte, por fin nos liberamos!”. Lo digo de manera ingenua, pero es lo que se dice: puedo traerles veinte testimonios (y ustedes me traerán documentos, es un llamado a contribuir…), porque esas cosas están dispersas en multitud de diarios, en forma de pequeños indicios que se dejan aquí y allá. Cuantos más documentos haya, más indicios tendré. En cierto momento, dado que esto se torna posible (es algo muy importante) por razones históricas, esas pulsiones permanentes (por ejemplo, el antiintelectualismo de los intelectuales) tienen la posibilidad de ser admitidas, y se expresan.
Hay que preguntarse cuáles son las condiciones, las causas ocasionales que hicieron que en 1933 el antiintelectualismo pudiera expresarse particularmente: ¿no está ligado a una superproducción de poseedores de títulos, al hecho de que los asistentes tenían una carrera muy lenta, y también al contexto de crisis política (podía decirse cualquier cosa con la apariencia de decir algo)? Aquí habría que hacer todo un análisis de algo muy difícil de aprehender científicamente pero que el sociólogo, o en todo caso yo, está muchas veces obligado a suponer: la existencia de una suerte de conciencia confusa de las condiciones de aceptabilidad de lo que se va a hacer o decir. En cada momento, con respecto a todo lo que hacemos, hay una especie de referencia vaga: “Esto puede hacerse”, “Esto puede decirse”, “Es una transgresión, pero tolerable”, “Es impensable”, “Es imposible”, “Eso no se hace”. Hay una suerte de evaluación acerca de la cual es muy difícil saber cómo se constituye. Creo que se constituye mediante una suerte de estadística práctica, semiconsciente. Como sea, creo que, para comprender fenómenos de revolución literaria o maneras cotidianas de hacer y obrar, es muy importante saber que existe esa sensibilidad a un índice objetivo de aceptabilidad de las prácticas.
Después de las condiciones de los productores, hay que analizar las posiciones sociales de estos en el espacio. El campo es el sujeto de las acciones por mediación de la posición ocupada en el campo tal como se expresa en la práctica del agente, que respecto de esa posición tiene una disposición parcialmente previa al momento de ocuparla (le dan forma la familia, etc.), pero parcialmente constituida por la posición, y en particular por lo que esta hace posible u obligatorio. Para decir las cosas como son, una posición es un puesto: hay puestos de escritores. Por ejemplo, desde Zola, desde Sartre, en el puesto de escritor está el hecho de firmar petitorios. Decir que hay invenciones sociales equivale a decir que hay puestos. Se habla de un puesto de tornero, un puesto de ensamblador, etc.: es lo mismo en el caso de los intelectuales, aunque, claro está, no se definen de manera estricta. Una propiedad de los puestos es que cuanto más altos son, más vaga es la definición, más implica que se pueda y se deba jugar con ella –esta es una ley muy general– y mayor es el interés en que la posición sea vaga, mientras que, a reserva de verificarlo –creo que es así, pero no estoy seguro–, cuanto más se baja en la jerarquía social, mayor es el interés en que la definición sea rígida y esté jurídicamente fundada. Es un incordio, desde luego, pero al menos es una protección, un límite: hay cosas que no nos pueden hacer. Con todo, el puesto implica deberes (“debes hacer esto”). Es también una potencialidad objetiva: poner a alguien en un puesto es generar un proceso psicosociológico muy complicado sobre el cual el psicoanálisis tendría mucho que decir. Me detengo aquí.
Hay una cosa muy importante en la posición de los periodistas. Se dice “la prensa” [la presse]: estamos presionados [pressés], todo es urgente, no tenemos tiempo para leer y, por tanto, nos pagan por hablar de libros que no leemos (es un hecho social verificable, lo digo sin maldad: aun el menos destacado de los periodistas lo confiesa y no se ve cómo podría hacer). Por consiguiente, leemos lo que dicen los otros periodistas sobre el tema del que hay que hablar y, efecto de campo muy típico (verificado cien veces; no tengo estadísticas, pero hay otras maneras de acceder a la verdad social), hay libros de los que no se puede no hablar, ya que el jefe de redacción dice: “Es absolutamente necesario que hables del libro de Fulano”. Las personas que están en esta lista, de quienes nos preguntamos (con la óptica de un enfoque normativo) por qué están en ella, no pueden sacar un libro sin que el fenómeno se desencadene: “Es absolutamente necesario hablar de su libro”. Sin embargo, en cierto momento, la combinación de esta restricción muy fuerte con un antiintelectualismo mediocre tiene por consecuencia que nos pongamos a vapulear a alguien. Lo reitero: no hay decisión, no es algo deliberado; pero es muy fastidioso cuando uno está en primer lugar en el palmarés, porque ahí está estructuralmente expuesto. La víctima real o potencial puede vivirlo como un complot (“me la tienen jurada”, “me quieren tumbar”, “la derecha/la izquierda quiere tumbarme”, “es el gobierno”, etc.), pero me parece, de hecho, que en los casos observados es un efecto de campo combinado con un efecto de habitus: “Es absolutamente necesario hablar de Fulano, pero nos saca de quicio, tal vez sea el nuevo Sartre: más valdría derribarlo antes…” [risas en el auditorio].
(Evidentemente, esto no es consciente pero resulta en cosas que van a aparecer… Durkheim dice que la religión es una ilusión bien fundada.[109] Creo que esta frase se aplica a una multitud de fenómenos sociales: muchas veces, el sociólogo debe destruir cosas para poder construir su objeto. Por ejemplo, me pasé la mañana destruyendo el análisis del tipo “es algo deliberado”, pero hay que preguntarse por qué esta ilusión tiene un estatus social colectivo. Una buena teoría científica –esta es una de las diferencias con las ciencias de la naturaleza– debe abarcar, integrar la teoría de lo que es y la teoría de las razones que hacen que no se lo perciba así; debe conllevar una sociología de lo que las cosas son y de las razones por las cuales no se las ve. Me parece que este es uno de los grandes cortes, que se explica por razones rigurosamente históricas, entre lo que yo hago y la tradición de los fundadores, sobre todo Marx, pero también Durkheim. A estos les costaba tanto fundar la ciencia social –no es un azar que haya sido la última en aparecer… todos dijeron que era muy arduo, que había que ser especialmente vigoroso–, necesitaban tanta energía, por ejemplo, para destruir la representación del trabajo y reemplazarla con la teoría del plusvalor, que no tuvieron la fuerza de pensar por qué les hacía falta tanta energía para comprenderlo.[110] Si hubiera sido evidente que el trabajo es la producción de plusvalor,