a seguidores y déspotas es percibida como prepolítica, lo cierto es que a Sarmiento le fascina la política. Él y la extensa generación del 37 que será progenitora de la del 80 luchan infatigablemente contra el régimen de Rosas y la gorgona de caudillos que pueblan el interior de la patria. Entre 1820 y 1862, las provincias tienen una autonomía política relativa respecto de Buenos Aires. En ese espacio, se construye no solo la relación con Rosas, sino también los instrumentos políticos para los caudillos, la economía de los hacendados y comerciantes del interior, y las necesidades múltiples de armadas populares. Esa tríada es la obsesión de los unitarios, que buscarán infructuosamente en la política un modo de desactivarla. Cierto, es un momento en el que la política se parece demasiado a lo militar. El rosismo ha hecho de la vida pública un espacio opresivo para los unitarios.
Bajo el rosismo, Buenos Aires es una ciudad ambigua. Un observador extranjero se asombraba por los contrastes del centro porteño: arrancando por Perú desde el sur hacia lo que es hoy Plaza de Mayo, aparecía una vidriera con “una guirnalda de flores artificiales que podría figurar muy bien en un salón del Quartier Saint-Germain” o “el taller del inteligente Favier, que hace con la misma delicadeza un retrato al óleo que uno al daguerrotipo”. Pero llegando al Cabildo la cosa cambiaba. Ahí “se amontonan los soldados […] negros y blancos, con uniforme y sin él, tal cual lleva un poncho indio y otro el talle oprimido por una chaqueta inglesa”. El panorama es deplorable, cuenta el visitante impresionado: “el pantalón desflecado […] y los pies descalzos” de los soldados. Unos ciento treinta años antes de que Julio Cortázar imaginara que en la Galería Güemes alguien podía entrar desde Buenos Aires y salir a París por el otro lado, el viajero anticipaba una forma de cosmopolitismo que resurgiría periódicamente en la Argentina: “Estábamos en Europa; ahora estamos en la América primitiva, en la región de las Pampas,” resume el viajante. El observador extranjero era el francés Xavier Marmier, un personaje que corporiza como pocos al viajero europeo del siglo XIX que descubre el mundo nuevo que aparece ante sus ojos. Con el mismo tono de asombro contenido, Marmier escribió numerosas crónicas de viaje cubriendo desde el ártico hasta Siria y de la Argentina a Rusia.[19]
Pero es difícil señalar en esa patria bárbara y rosista un quiebre con el orden imaginado por los patricios de Mayo. Más bien al contrario. En una de sus mejores definiciones de la historia argentina del siglo XIX, Tulio Halperin Donghi percibe que, en verdad, “tal como entrevió Sarmiento, la Argentina rosista, con sus brutales simplificaciones políticas, reflejo de la brutal simplificación que independencia, guerra y apertura al mercado mundial habían impuesto a la sociedad rioplatense, era la hija legítima de la revolución de 1810”.
Lealtad
Para la élite en gestación, la América primitiva lo ocupará todo. En cartas y escritos, Sarmiento relata cómo, desde San Juan hasta Córdoba, las ciudades del interior pierden durante esas décadas su resplandor incipiente bajo el polvo de la guerra civil y la monocromía federal. Los unitarios se esfuerzan por creer que la civilización puede llegar de la mano de un proyecto político liberal. Con más candidez que convicción, buscan sin éxito que los caudillos abracen su causa y sus instituciones. Pero no importa de qué lado se pongan, la puerta que separa la política de la sociedad les pega una y otra vez en las narices. Los unitarios asumen que la lealtad de los gauchos a los caudillos está viciada de origen, es el fruto de una dependencia personal, desigual, injusta. De todo eso los sacudirá un espacio de libertad, con instituciones centrales y transparentes que separen, geográfica y conceptualmente, el poder personal de los déspotas locales respecto de los derechos universales y de la distribución de recursos.
Esa relación que fortalece a los caudillos y fascina a los unitarios provee una variedad de beneficios a los gauchos. Las milicias montoneras eran uno de los espacios privilegiados de movilidad social ascendente, sobre todo en el interior del país. La participación en las campañas militares era uno de los pocos trabajos disponibles en amplias zonas del territorio. En ellas, los caudillos, sobre todo aquellos de mayor peso, ofrecían no solo un ingreso monetario, sino la posibilidad de ascender dentro de la milicia a posiciones más altas, con más prestigio (y mayor remuneración). Sumarse a la tropa también aseguraba ropa y calzado, lo suficientemente buenos como para llevárselos a casa tras la batalla. E igualmente importante, los gauchos esperaban, como un contrato implícito, que su participación en las montoneras también les diera acceso a una rara delicia en su dieta: la carne de vaca. A diferencia de lo que imaginaba Sarmiento, el consumo de carne por parte de los gauchos se había reducido con el correr del siglo. Hacia 1850, la mayoría de ellos vivía bajo una dieta de subsistencia en la que el bife solo aparecía en tiempos de escasez y hambre, cuando se veían forzados a robar ganado, o durante las movilizaciones militares, cuando la única posibilidad de alimentar a las masas de soldados era capturando el ganado del lugar en el que acamparan.[20] Salario, posibilidades de ascenso, vestimenta y comida; las milicias populares podían resolver buena parte de los problemas básicos de subsistencia en las zonas rurales.
A los jefes unitarios les costaba entenderlo, pero los gauchos asumían estas retribuciones como una versión de orden, más cerca del derecho que de la dádiva, sin llegar a ser enteramente lo primero. Los caudillos, a su vez, ocupaban un lugar importante en la vida social. Presenciaban bautismos. Mediaban en disputas entre pobladores, eran padrinos de casamiento. Advertían a un juez si una sentencia podía perjudicar a sus hombres. Facundo Quiroga, recordaba un unitario que lo había combatido, realizaba actos personales de caridad: “Mucha gente pobre, de cerca y de lejos, venía a su estancia [donde abundaba el ganado] a pedir una ternera para carne”, lo que Facundo satisfacía. El observador concluía lo obvio: “Con actos de este tipo, se aseguraba la lealtad de la gente común”.[21]
Hasta ahí, todo parece confirmar las ideas sobre las formas prepolíticas y clientelares que hacían esa relación impermeable al discurso libertador. Solo que cuando los unitarios deciden jugar el mismo juego, se encuentran con una sorpresa. En el crepúsculo del régimen caudillista, en 1863, los caudillos del Chacho Peñaloza en La Rioja hacen una oferta generosa a los gauchos para resistir a la guardia nacional. Pero Peñaloza jamás llega a cumplir sus obligaciones, asesinado por sus perseguidores en Olta luego de haber entregado su faca, la última arma en su poder. Mientras tanto, las tropas nacionales buscaban reclutar sus propios soldados, ofreciendo, en la medida de sus posibilidades, otros sueldos y otros beneficios. Cuando Pueblas, uno de los segundos de Peñaloza, informa a los gauchos sobre la muerte de su líder, les ofrece la chance de abandonar. Es el escenario imaginado por los unitarios: sin líder carismático, en desbandada, sin chances de recibir retribución material alguna y con la derrota a la vista, los gauchos renunciarían a la pesadilla federal para abrazar la libertad y los beneficios materiales que ofrecía. Solo que, para el desquicio de los jefes unitarios, los gauchos deciden en su mayoría seguir en la derrota a Puebla y a la montonera a la que habían pertenecido en el triunfo.
Siendo realistas, es necesario situar las dificultades de la generación del 80 para entender cómo hace política la plebe en el contexto de lo que estaba ocurriendo en el mundo. Pocos logran comprender el fenómeno de las masas por fuera de nociones clásicas de turba. Menos aún son los que logran descifrar sus acciones como prácticas eminentemente políticas. Casi ninguno escapa a interpretar ese nuevo paisaje social bajo el lente del temor. En La retórica reaccionaria, Albert Hirschman se preguntaba “hasta qué punto la idea de la participación de las masas en política, aunque fuera en la forma diluida del sufragio universal, debió parecer aberrante y potencialmente desastrosa a buena parte de las élites de Europa”.[22] La Revolución Francesa en 1789 y la inauguración política de los sans-culottes habían sacudido a todos con el fin de una época. El horror ante la idea mínima del sufragio universal condensaba distintas formas de escepticismo ante la relación de las masas con la política. Desde distintos lugares y a lo largo de un siglo, Gustav Flaubert, Edmund Burke, Jacob Burckhardt, Friedrich Nietzsche, hasta Fiodor Dostoievski, los intelectuales y analistas vieron con pavor la universalización de derechos, ya representara una decadencia del sistema político, la profundización de los horrores de la Revolución Francesa, la creencia casi religiosa en la verdad de las mayorías o, simplemente, una amenaza al orden establecido.
La irrupción de las masas urbanas asociadas a una industrialización acelerada