Ernesto Semán

Breve historia del antipopulismo


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a seguidores y déspotas es percibida como prepolítica, lo cierto es que a Sarmiento le fascina la política. Él y la extensa generación del 37 que será progenitora de la del 80 luchan infatigablemente contra el régimen de Rosas y la gorgona de caudillos que pueblan el interior de la patria. Entre 1820 y 1862, las provincias tienen una autonomía política relativa respecto de Buenos Aires. En ese espacio, se construye no solo la relación con Rosas, sino también los instrumentos políticos para los caudillos, la economía de los hacendados y comerciantes del interior, y las necesidades múltiples de armadas populares. Esa tríada es la obsesión de los unitarios, que buscarán infructuosamente en la política un modo de desactivarla. Cierto, es un momento en el que la política se parece demasiado a lo militar. El rosismo ha hecho de la vida pública un espacio opresivo para los unitarios.

      Pero es difícil señalar en esa patria bárbara y rosista un quiebre con el orden imaginado por los patricios de Mayo. Más bien al contrario. En una de sus mejores definiciones de la historia argentina del siglo XIX, Tulio Halperin Donghi percibe que, en verdad, “tal como entrevió Sarmiento, la Argentina rosista, con sus brutales simplificaciones políticas, reflejo de la brutal simplificación que independencia, guerra y apertura al mercado mundial habían impuesto a la sociedad rioplatense, era la hija legítima de la revolución de 1810”.

      Para la élite en gestación, la América primitiva lo ocupará todo. En cartas y escritos, Sarmiento relata cómo, desde San Juan hasta Córdoba, las ciudades del interior pierden durante esas décadas su resplandor incipiente bajo el polvo de la guerra civil y la monocromía federal. Los unitarios se esfuerzan por creer que la civilización puede llegar de la mano de un proyecto político liberal. Con más candidez que convicción, buscan sin éxito que los caudillos abracen su causa y sus instituciones. Pero no importa de qué lado se pongan, la puerta que separa la política de la sociedad les pega una y otra vez en las narices. Los unitarios asumen que la lealtad de los gauchos a los caudillos está viciada de origen, es el fruto de una dependencia personal, desigual, injusta. De todo eso los sacudirá un espacio de libertad, con instituciones centrales y transparentes que separen, geográfica y conceptualmente, el poder personal de los déspotas locales respecto de los derechos universales y de la distribución de recursos.

      Hasta ahí, todo parece confirmar las ideas sobre las formas prepolíticas y clientelares que hacían esa relación impermeable al discurso libertador. Solo que cuando los unitarios deciden jugar el mismo juego, se encuentran con una sorpresa. En el crepúsculo del régimen caudillista, en 1863, los caudillos del Chacho Peñaloza en La Rioja hacen una oferta generosa a los gauchos para resistir a la guardia nacional. Pero Peñaloza jamás llega a cumplir sus obligaciones, asesinado por sus perseguidores en Olta luego de haber entregado su faca, la última arma en su poder. Mientras tanto, las tropas nacionales buscaban reclutar sus propios soldados, ofreciendo, en la medida de sus posibilidades, otros sueldos y otros beneficios. Cuando Pueblas, uno de los segundos de Peñaloza, informa a los gauchos sobre la muerte de su líder, les ofrece la chance de abandonar. Es el escenario imaginado por los unitarios: sin líder carismático, en desbandada, sin chances de recibir retribución material alguna y con la derrota a la vista, los gauchos renunciarían a la pesadilla federal para abrazar la libertad y los beneficios materiales que ofrecía. Solo que, para el desquicio de los jefes unitarios, los gauchos deciden en su mayoría seguir en la derrota a Puebla y a la montonera a la que habían pertenecido en el triunfo.

      La irrupción de las masas urbanas asociadas a una industrialización acelerada