Ernesto Semán

Breve historia del antipopulismo


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e inestable organizada alrededor de cómo sentimos y de qué importancia tiene esto en la conformación de un orden político.

      Esa masa de esclavos y artesanos es la que se suma a los vecinos para celebrar las Fiestas Mayas y pasearse por las partes de la ciudad que permanecen vedadas para ellos el resto del año. Son los que expresan su mirada del mundo en formas que no van a ser juzgadas como políticas, pero que no podrían ser más políticas. No tiene sentido dilucidar si en la esclavitud porteña predomina un racismo puro y duro o una versión destilada, un “lenguaje” que habla de algo más, como si la raza en cualquiera de sus formas pudiera ser más que un lenguaje que hablara siempre de eso y de algo más. Como con los gauchos y las versiones modernas del mundo plebeyo, el racismo es también un espacio ambiguo donde el impulso por la aniquilación convive con la esperanza sanadora. El ritual de la compra y liberación de esclavos durante las Fiestas Mayas es un escalón en ese proyecto perpetuamente inacabado.

      Ese pueblo hace el ingreso a la narrativa patriótica con la patria misma, esas “clases medianas, los más pobres de la sociedad” que “son los primeros que se apresuran a porfía a consagrar a la Patria una parte de su escasa fortuna”, como los describe Mariano Moreno en 1810 en las páginas de La Gaceta. Y aunque el monto aportado por los ricos para la causa de Mayo sea más elevado, este “no podrá disputar ya al pobre el mérito recomendable de la prontitud en sus ofertas”.

      Ahí se hace obvio lo que pocos dicen, y es que, mil años más tarde, por los capilares del espíritu desafiante del peronismo circula sangre sarmientina. En la prosa del hombre más bastardo de nuestra élite dirigente está también la convicción de que orden y revuelta son polos destinados a convivir dentro de la república. Que la nación solo será posible si hay lugar para desafiarla, pero que solo se puede desafiarla si hay luego un espacio para suturar lo que se ha abierto. Semillas de esa ambivalencia aparecerán en la perpetua esperanza peronista: carnavalesca, potente y frágil al mismo tiempo, breve muchísimas veces. Sarmiento se deleita con ellas:

       “¡Hagan bulla, canten, salten, rían a más no poder”, dice el Emperador de las máscaras, como lo llamaban a Sarmiento después de haber reestablecido el carnaval. Pero no jodan.

      Hay bombos y gritos, hay canciones y versos. De negros y mulatos, gauchos, indios, mestizos, blancos, un estruendo informe. Solo desde la vereda de enfrente esa explosión imperfecta se escucha como un bloque de ruidos amenazantes. Los cánticos y la inventiva plebeya tientan hasta a los más enaltecidos. Como “Los habitantes de la luna”, la murga que imita a Sarmiento y que en 1873 monta un espectáculo en su honor.

      Pero he ahí el desafío. Los grupos dirigentes del siglo XIX tienen ideas claras sobre cómo quieren que sea el país y cómo debe comportarse el resto debajo de ellos, aun si no cuenta con los recursos políticos necesarios para transformar esas ideas en el interés general. En muchos casos se trata de ideas de avanzada, incluso en formatos inclusivos, como el republicanismo que desde Rivadavia en adelante fluye entre los patriotas de la década siguiente. Pero siempre son opciones estéticamente predeterminadas. La explosión populista del siglo siguiente fue menos una respuesta al carácter retrógrado de los programas de los grupos dominantes, como Perón sabiamente nos hizo creer, y más una superación de la obtusa necedad con la que esos mismos grupos despreciaron otras voces.

      El problema con esos grupos es entonces la forma en la que sus capacidades sensoriales los disponen para entender el poder. Llegan para imponer un orden, aun en sus versiones más lúcidas, como si el mismo acto de incorporar a nuevos sectores no empezara por tratar de entender qué significa “incorporar” para esos recién llegados. Las élites argentinas difícilmente pensaron su lugar en el mundo sin alguna forma de integración de los otros a su proyecto de país. Pero la forma de ese país no siempre estuvo abierta a debate, porque en la Argentina las élites no vienen a escuchar, sino a hablar.

      Siguiendo desde el aire a esa comparsa en su paso por el siglo XIX, observando las pasiones y miedos que genera, emerge una panorámica de las cuestiones que van a dar forma a las preguntas del siglo siguiente. Esas interrogaciones fundamentales se organizan a partir de dos sistemas de problemas y soluciones, que se persiguen unos a otros construyendo la historia argentina. Una de esas secuencias es la que se pregunta dónde radica la riqueza y el poder económico de la república. Así, el orden colonial en su fase terminal está marcado por el predominio de los comerciantes, sobre todo de Buenos Aires, que se benefician de los derechos de intercambio comercial con la península y el tráfico ilegal con el imperio británico, a expensas de los productores del campo. La Revolución de Mayo reacomoda esas inequidades y las décadas que siguen marcan el traslado del poder político de la ciudad al campo, a los grandes hacendados y dueños de la tierra y de la vida en el interior del país. Es el período político dominado por la experiencia caudillista del rosismo, a la que Sarmiento le opone el ideal de la ciudad, un sueño en el que la riqueza del agro alimenta una cultura urbana atada al comercio, la industria, el gobierno y el conocimiento.

      La otra secuencia de problemas y soluciones es la de la genética social y política de los habitantes de estas nuevas geografías. Ahí, el dispositivo de regeneración del sujeto de masas se transforma en una máquina que produce sus propios problemas para poder generar nuevas soluciones, avanzando moeabiamente siempre sobre el mismo lugar. En el comienzo del siglo XIX, son los desamparados que rodean y habitan las ciudades de la colonia los que en Buenos Aires sirven de apoyo para jacobinizar la Revolución de Mayo. Las élites patricias se relacionan con esto de forma paradojal. Conciben que la transformación del fin del status colonial en revolución necesariamente incluye a las masas. Pero al mismo tiempo