dictatoriales bajo la idea de que las masas, en el desamparo de la sociedad moderna, no estaban preparadas para lidiar con la democracia por sí solas. La democracia siempre llegaría cuando se produjera ese ajuste. El problema populista no era el líder ni su agenda, como se declamaba, sino sus seguidores. La secuencia:
gaucho-compadrito-cabecita negra-choriplanero
recorre esos doscientos años de representaciones de los sectores populares en el punto justo de encuentro entre la sociedad y la política. Y es, por eso, el verdadero arco narrativo de esta historia. La preocupación por el populismo ocupa la segunda parte de ese arco. Son descripciones distintas, con énfasis diferentes, médula de un país que no para de cambiar, pero con una preocupación más o menos permanente por las formas en las que las pasiones o los intereses o la educación o la geografía o la soledad extrema o la compañía excesiva pueden llevar a estos personajes a ser parte de opciones políticas opresivas y autoritarias, pero por sobre todas las cosas, como aquellos indígenas de 1601 susceptibles a la influencia extranjera, incontrolables.
En las últimas décadas de esta larga historia, la ambición de un país liberado de los sacudones de la acción colectiva y de las demandas y los modos plebeyos se hizo más transparente. La reivindicación del individuo como el sujeto político por excelencia y como agente económico racional capaz de progresar mediante el mérito y la razón dejaron de ser una alquimia para convertirse en una agenda precisa con medidas concretas para abrir los cerrojos que mantenían encerrada a la Argentina. Consecuentemente, la retórica sobre el populismo como el obstáculo ingobernable, que desde 2015 ofrecía el camino de la sanación mediante la superación personal y el esfuerzo individual, se tornó violenta y tóxica contra quienes no lograban reconvertirse. En esa combinación se cifró el ascenso y caída del primer experimento antipopulista en democracia entre 2015 y 2019.
Pero la frustración ante la terca presión por mejores niveles de vida y menor desigualdad social que condicionó el accionar del gobierno en esos años, lejos de obligar a una reflexión sobre los límites del liberalismo, reforzó en este un rechazo a la acción colectiva y a sus formas políticas que se acercó bastante a la violencia y la insensibilidad. Así llegó Macri al final de 2019, derrotado por el peronismo, removido del poder antes de lo que nadie en su lugar hubiera previsto. En marzo de 2020, al comienzo de una epidemia que expuso en el mundo los fracasos de las salidas individuales y de las soluciones monetizadas, Macri subió a un escenario en Guatemala para decir que “este fenómeno que estamos viviendo, que recién comienza, nos lleva al desafío de evitar algo que es mucho más peligroso que el coronavirus, que es el populismo”.
El escenario era el de la Fundación Libertad, una distinta y homónima a la que presidía Macri en la Argentina, fundada y financiada por el millonario guatemalteco Dionisio Gutiérrez. Hay paralelismos obvios entre Macri y Gutiérrez, descendientes de familias acaudaladas, figuras del futuro generacionalmente distanciadas del autoritarismo de derecha que caracterizó a la región. La violencia retórica de la comparación retomaba la impugnación totalitaria clásica en la que el adversario era el contaminante externo de un cuerpo social sano. “Realmente, el populismo lleva a hipotecar el futuro”, comentaba Macri en el tono de un simple fluir de su conciencia. “No cree en el equilibrio macroeconómico y realmente compromete no solo al desarrollo de sus comunidades”.
Macri retomaba los argumentos decadentistas, preguntándose si “creemos que las sociedades progresan cuando son meritocráticas o queremos caer en el relativismo moral”. Era un razonamiento recurrente en América Latina. Pero el antipopulismo le servía a Macri como puente para conectarse con sectores más amplios de la derecha y el liberalismo para quienes la violencia política y material son parte de un plano continuo. Pasados los primeros espasmos y malpasos, Macri y Cambiemos ya habían encontrado un universo de empatías con Donald Trump en los Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil. Y al fin y al cabo, el foro de la Fundación Libertad en el que estaba participando se proponía explícitamente poner en contacto “personalidades del mundo económico, político y social” de América Latina con “agencias de seguridad de Estados Unidos”. Una convocatoria con resonancias inequívocas: Guatemala es el país que en 1954 sufrió el primer plan de desestabilización de América Latina organizado por la CIA contra el gobierno reformista de Jacobo Árbenz. Varios golpes de Estado y unos trescientos mil muertos más tarde, el país había retomado la senda de una democracia diezmada por el terror y la desigualdad.
En las semanas siguientes a aquella conferencia, los muertos y arruinados del covid-19 comenzaban a multiplicarse por millones en todo el mundo. Por primera vez en el siglo, la humanidad se hundía en una forma global del desamparo, mal equipada por Estados desmantelados y el ideal de los refugios de millonarios exóticos en islas remotas como única y perversa fantasía irrealizable. En la Argentina y el resto del mundo, la crisis consecuente bien podía funcionar como un amplificador para las palabras de Macri aquella noche guatemalteca en la que los fantasmas de 1954 bailaban en las sombras de un abandono global que recién estaba llegando.
El antipopulismo seguía hablando en nombre del futuro. Pero ese futuro ya había llegado y en la vida de millones no tenía el candor de un sueño, sino las marcas de una pesadilla.
[1] José Toribio Medina, Historia del Tribunal de la Inquisición de Lima, t. I: 1569-1820, Santiago, Imprenta Gutenberg, 1887, pp. 304-305.
[2] Entre otros, Jorge A. Nállim, Las raíces del antiperonismo. Orígenes históricos e ideológicos, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2014; Marcela García Sebastiani, Los antiperonistas en la Argentina peronista. Radicales y socialistas en la política argentina entre 1943 y 1951, Buenos Aires, Prometeo, 2005; María Estela Spinelli, Los vencedores vencidos. El antiperonismo y la “revolución libertadora”, Buenos Aires, Biblos, 2005; Andrés Bisso, El antifascismo argentino, Buenos Aires, CeDinCi y Buenos Libros, 2007; Cristian Buchrucker, Nacionalismo y peronismo. La Argentina en la crisis ideológica mundial, 1927-1955, Buenos Aires, Sudamericana, 1987; Mariano Plotkin, “The Changing Perceptions of Peronism. A Review Essay”, en James Brennan (ed.), Peronism and Argentina, Wilmington, Scholarly Resources, 1993, pp. 29-54; Pierre Ostiguy, “The High-Low Political Divide. Rethinking Populism and Anti-Populism”, Political Concepts. Committee on Concepts and Methods, Working Paper, nº 35, noviembre de 2009; Antonis Galanopoulos, “Anti-Populism and ‘Normality’ from Greece to Chile”, OpenDemocracy, 10 de febrero de 2020.
[3] Eldon Kenworthy, America/Américas. Myth in the Making of U.S. Policy Towards Latin America, University Park, Pennsylvania State University Press, 1995.
Parte I
Prehistoria
1. “El pueblo compite en excederse”
Mayo
Animales y muerte, instinto, sangre y descontrol. Luego de 1810, los mataderos despertaron entre jóvenes intelectuales fantasías sobre las masas y sus comportamientos.
Carlos Pellegrini, Impresiones de un matadero en Buenos Aires (1829), Museo Nacional de Bellas Artes.
Los primeros festejos por la creación de la patria tomaron la forma de una expresión popular que debía ser al mismo tiempo promovida y contenida aún antes de que la misma idea de “patria” tuviera algún sentido real. La Revolución del 25 de Mayo de 1810 fue uno de esos eventos cuya magnitud se hace inmediatamente evidente para sus contemporáneos. Las celebraciones comenzaron apenas un año más tarde, en 1811, cuando la Junta Grande, el primer gobierno más o menos funcional de las Provincias Unidas del Río de la Plata, decidió que la parte de la plaza central frente al fuerte, del otro lado de la Recova, se llamara Plaza 25 de Mayo, y resolvió erigir en el medio un obelisco en homenaje a lo que varios miembros de la misma junta habían hecho el año anterior.
¿Cómo se acuña