Para todo esto, Verdugo pedía y proponía eficaz remedio, ya fuera la creación de una sucursal del Tribunal en Tucumán o el refuerzo de soldados realistas en la zona del Río de la Plata. Los españoles esperaban que, así, la disposición nativa se doblegara bajo las dos posibilidades que ofrecía la Inquisición: la conversión o la pira, “conforme a derecho y severidad de los sagrados cánones […] antes que lleguen a ser mayores los inconvenientes”.[1]
Desde bordes geográficos o sociales, el peligro de ideas que fomentaran la sedición siguió acechando los equilibrios básicos del orden en los siglos siguientes. La obsesión de las autoridades y de las élites políticas o religiosas con ese peligro se acentuó cuando esta vaga zona del sur del continente dejó de ser la parte remota de un virreinato para transformarse en la capital de otro nuevo. Y se incrementó aún más cuando el mundo colonial colapsó y la propia idea de orden político se tradujo en instituciones, identidades y decisiones que conformarían la nueva nación. Algunas veces, como durante buena parte del siglo XIX, los cimientos de esa nación eran tan precarios que la amenaza al orden se constituyó en el orden mismo. La figura elegida por una parte importante de la élite heredera de la Revolución de Mayo para designar a esa realidad acechante fue la de “barbarie”, una forma política premoderna en la que líderes despóticos –como Rosas– se apoyaban en intermediarios –como los caudillos– para explotar las emociones de masas iletradas –como los gauchos–. Otras veces, como alrededor de 1920, 1945 o 1970, las fuerzas oscuras que ponían en peligro la armonía de la nación parecieron salirse de cauce y romper los equilibrios internos en busca de una mayor participación de las masas en las decisiones políticas, en la expansión de derechos o en el reparto de la riqueza. La idea de la barbarie aparecía de nuevo en el lenguaje de quienes se sentían intimidados y prometían corregir estos desvíos. Pero en la advertencia fundante de la Argentina moderna –que la nación está amenazada por un mundo plebeyo espectral y que las élites tienen una forma de contener, suprimir o corregir esa amenaza– siempre hubo una apuesta a un futuro redentor.
Ese futuro redentor se hizo realidad en 2015, cuando Juntos por el Cambio se convirtió en la primera coalición en llegar al poder por la vía electoral sobre la base de una agenda ardientemente antipopulista. Mauricio Macri, el primer representante de las élites argentinas en ganar elecciones democráticas desde la década infame, gobernó cuatro años con una lealtad suicida al mandato de corregir el pecado original de la política de masas. La liberalización de las relaciones económicas y el control sobre la protesta social desterrarían los obstáculos que mediaban entre la Argentina y el progreso. Esos obstáculos, claro, eran fruto de la existencia del populismo. El colapso de aquellos cuatro años mostró que la realidad del progreso era más compleja o, en la mirada antipopulista, que aquel país plebeyo no era tan fácil de desterrar.
Durante el siglo XX, el antipopulismo ha sido la forma predilecta de imaginar esa amenaza que viene desde abajo y aquella promesa correctora que debería aplicarse desde arriba. En los últimos cien años y bajo diversas formas, la lucha contra la amenaza fantasmagórica del populismo anima las ilusiones de un proyecto de nación victorioso. Aquel peligro populista es difuso y variado en el tiempo, una quimera más que un objeto, pero con una característica estable: el populismo se piensa casi siempre como una forma defectuosa de integración de las masas a la política moderna. Esta falla convierte al populismo no solo en un obstáculo sino en el obstáculo que se interpone entre la realidad de un país inconcluso y su ideal. La historia del antipopulismo es, entonces, la historia de los intentos por corregir esa imperfección.
¿Cuál es la receta para enmendarla? La respuesta varía. No hay un antipopulismo, hay antipopulismos. Frontales, conciliadores, defectuosos, aspiracionales, democráticos, violentos, violentísimos, efímeros. La respuesta mutó a lo largo de los años, sobre todo porque quienes veían un problema en la relación entre masas y política tenían solo ese punto en común. Conservadores buscando retornar a un pasado de gloria perdido, liberales persuadidos de la necesidad de avanzar a una economía moderna para el progreso del país, demócratas señalando el respeto a las instituciones democráticas como requisito para acuerdos sociales sustentables, socialistas y marxistas convencidos de que los trabajadores debían sostener su proyecto sin alianzas sociales que desvirtuaran sus intereses, nacionalistas afirmados sobre una unión indestructible entre Iglesia y nación; la lista parece inagotable porque la lista de preocupaciones es igualmente extensa.
La pregunta central de este ensayo es cómo, en el último medio siglo, una forma específica de antipopulismo, de carga liberal y conservadora, se impuso sobre las restantes. Hay ahí una historia corta y una historia larga. La historia larga es la forma en que las élites imaginaron el lugar de las masas en la política a lo largo de la historia nacional desde 1810. Supone tener en cuenta un rasgo fundamental de las élites argentinas: que raramente imaginaron una esfera política que excluyera a las masas. Esta voluntad de inclusión las obligó a recorrer caminos tortuosos para imaginar cómo se las incorporaba sin dañar el status quo que mantenía a esas mismas élites en la cúspide. Esta es una diferencia con, por ejemplo, las élites de los Estados Unidos, donde el lugar dominante que ocupó la esclavitud en la economía y en la unificación política de la nueva república forjó la convicción de que, bajo ciertos parámetros, las masas o parte de ellas podían ser efectivamente desterradas de la polis. En la Argentina, en cambio, el antipopulismo abrevó en (y deformó) una extensa tradición de diseñar formas políticas en las que gauchos, obreros o pobres tuvieran una inserción en el sistema, siempre que esa inserción no pusiera en riesgo el liderazgo de las élites. Ese equilibrio precario que debió reconstruirse periódicamente tuvo dos rupturas en la historia moderna, que en su momento se percibieron como definitivas, como si toda la imaginería de las élites para hacer las cosas ordenadamente se hubiera desbordado para siempre: una en la segunda década del siglo XX con el triunfo del radicalismo, la otra en 1945 con el ascenso aún más disruptivo de Perón.
La historia corta es la que se cifra desde la crisis del modelo de crecimiento industrial, una crisis que empieza con el propio nacimiento del modelo, pero que se radicaliza desde el comienzo de la dictadura militar de 1976. Es durante este período en el que otras críticas valiosas al populismo –y al peronismo en particular– pierden protagonismo o relevancia en la discusión nacional, hasta que el antipopulismo se convierte casi en sinónimo de parte del liberalismo argentino.
Aquellos que nombran conquistan. “Populismo” no ha sido casi nunca una identidad adoptada por algún proyecto político, sino la combinación de una descripción, una categoría y una acusación contra formas específicas de imaginar la relación entre política y sociedad. En la actualidad es, sobre todo, un concepto usado como arma más que como categoría de análisis. A diferencia de la crítica a nociones como “democracia” o “socialismo”, no hay en ese uso una separación mínima entre el rechazo y el concepto. Con excepciones aisladas, entre las que destaca el trabajo de Ernesto Laclau, “populismo” significa sobre todo un problema por resolver.
Pero ¿existe la cosa por fuera de quien la nombra? Claro que sí. El populismo latinoamericano, como experiencia histórica, es la forma dominante de inclusión de las clases populares (obreros urbanos y campesinos) en la política de masas entre los años treinta y los sesenta del siglo XX. Sus ejemplos paradigmáticos son el peronismo de la Argentina, el varguismo en Brasil y el cardenismo en México. Con muchísimas diferencias, estos movimientos tuvieron algunos rasgos comunes, además de la fuerte representación personalista. Todos buscaron una mejor participación de los sectores más postergados en los frutos de la modernización industrial y comercial de la economía dentro de los límites del capitalismo de posguerra. Y todos hicieron esa búsqueda con instrumentos similares: fuerte intervención del Estado en la economía (algo que en muchos casos compartieron con sus enemigos liberales de los años treinta), nacionalizaciones, más y mejores regulaciones laborales, expansión de beneficios sociales y económicos, amplia presencia de los sindicatos y un férreo control del líder (o al menos un intento de parte de los líderes en cuestión) sobre las organizaciones políticas y sindicales que lo apoyaron.
Como espacios políticos, se formaron alrededor de coaliciones pluriclasistas que combinaron pragmáticamente dosis de confrontación y negociación. En el centro ideológico del populismo latinoamericano está la noción de