Ernesto Semán

Breve historia del antipopulismo


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adicionales a esos grupos, más allá de los derechos y de las cualidades individuales de sus integrantes y del rendimiento económico de sus acciones. De ese modo, los miembros de estos grupos postergados podrían alcanzar de forma colectiva y por la acción política el mismo peso en la sociedad que otros tienen de forma individual y gracias a su poder económico. En el caso de los populismos latinoamericanos, estos derechos sociales fueron pensados como forma de recomponer el lugar de los trabajadores en la sociedad y el poder de su representación, los sindicatos, en la política.

      Si, por definición, el análisis social y político se concentra en aquello que percibe como problemático, la ciencia política, la sociología y la historia transformaron al antipopulismo en sinónimo de normalidad. Hay cinco ideas que recorren este ensayo para poner en cuestión esa normalidad. El argumento central es que la Argentina está fundada sobre la invención de un mundo plebeyo amenazante y la promesa de defendernos de esa amenaza. De ahí que el nombre mismo de “antipopulismo” sea engañoso. Insinúa una reacción, un rechazo a algo. Pero contra lo que su nombre sugiere, ese rechazo es más que nada el dispositivo interno de una visión política, una maquinita para producir una mirada orgánica, totalmente autónoma respecto de esa amenaza populista. Esto se ve más claramente cuando se coloca el antipopulismo en una cronología histórica más extensa. La emergencia del peronismo en 1945 desestabiliza un poco esta fórmula, en la medida en que esa amenaza plebeya deja de ser abstracta o parcial para convertirse en una forma duradera y resistente de poder político. El final del gobierno de derecha en 2019, a su vez, evidenció el agotamiento de esa promesa pacificadora y ofreció algunas claves sobre los legados del antipopulismo para el futuro.

      En segundo lugar, la prehistoria del antipopulismo es tan importante como su propia historia. Al igual que otras formas de pensamiento atravesadas por versiones de la teoría de la modernización, el antipopulismo se concibe como la lucha contra la presencia espectral del pasado. Puede ser un fenómeno de las sociedades modernas, pero el antipopulismo está sostenido en un argumento profundamente cronológico, organizado alrededor de una idea de pasado que se niega a desaparecer y resurge obstinadamente en el presente, deformándolo. En esa mirada, el pasado se presenta de dos formas distintas y superpuestas. Una, propia de las miradas decadentistas que alimentan el antipopulismo, es como una época dorada perdida por la irrupción de las masas en algún momento de la historia. La otra, que convive con el decadentismo, es la que se sitúa en el presente para advertir los riesgos de un retorno al pasado, marcado por la política plebeya y las tres formas ominosas que se trasladan del campo a la ciudad: la violencia por encima del consenso, la centralidad de las emociones por encima de la razón y la lealtad testaruda de las masas a los caudillos.

      El cuarto tema, la bisagra que une al populismo argentino con el mundo, es el concepto de transición, la idea de que en distintos momentos las masas necesitan alguna forma de guía para evolucionar de fuerzas sociales a sujetos políticos. En ese imaginario, el presente pierde textura, casi deja de existir más que como un momento de confusión de las masas, atrapadas entre algo que se perdió y algo que no llegan a aprehender. En la Argentina en particular, la interpretación de la adhesión de los obreros al peronismo en 1945 como producto de la inseguridad e inexperiencia de los trabajadores que recién llegaban a la ciudad dominó las ciencias sociales durante décadas y aún hoy es una forma de relatar la historia nacional. La transición de la esclavitud al trabajo libre, del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria, de la industria a la era digital, de lo local a lo global; ya sea para entender el surgimiento del peronismo en la Argentina de los años cuarenta como el movimiento Brexit en el Reino Unido o el ascenso al poder de Donald Trump en los Estados Unidos, el presente para las masas existe solo como lugar de desorientación.

      Finalmente, el antipopulismo ha sido sobre todo el intento de producir un ajuste cronológico de la Argentina y una adaptación de sus consensos fundamentales a los cambios ocurridos en el mundo desde la década del ochenta del siglo XX. Esta formulación presenta dos paradojas. Una es que el antipopulismo se hace más fuerte cuando el populismo, como experiencia histórica, ha desaparecido junto con la sociedad industrial en la que germinó. La otra, en sentido contrario, es que desde los años ochenta en adelante se combinaron algunos legados del populismo de posguerra con aprendizajes de la década del setenta para producir el “complejo derechos humanos-derechos sociales” que se convirtió en el verdadero enemigo del antipopulismo. Este consenso, parecido al “momento constitucional” con el que Bruce Ackerman describe el New Deal en los Estados Unidos, se asienta en transformaciones lo suficientemente profundas, duraderas y extendidas como para dar forma y lenguaje a la sociedad. En la Argentina, este consenso se organizó alrededor de la idea de que la democracia solo podía validarse en la medida en que satisficiera una aspiración igualitaria de la sociedad. “Con la democracia se come, se cura y se educa” fue el lema de la campaña de Raúl Alfonsín de 1983, pero su sombra se extendió por cuatro décadas. En ese sentido, el legado populista fue tanto o más poderoso que la experiencia populista en la que se inspiró. Pero lo interesante es que esa visión se hizo más fuerte cuando los instrumentos para realizarla estaban desapareciendo, y cuando la revolución conservadora en los Estados Unidos e Inglaterra reforzaba, justamente, una separación tajante entre derechos humanos y sociales. Desde 1983, el antipopulismo señaló que la Argentina estaba a contramano del tiempo y del mundo y que el triunfo de un consenso profundamente liberal era la única actualización posible. Ese día llegó en 2015.

      La cronología de esta historia acompaña los cambios en los temas de la conversación nacional. La primera parte, “Prehistoria”, empieza con la Revolución de Mayo en 1810 y termina con la sanción de la Ley Sáenz Peña en 1912. Es un siglo que precede al surgimiento de los movimientos populistas latinoamericanos, en el que toman forma las primeras definiciones de “pueblo”. Pero también es el siglo en el que se construye el Estado nación del que ese pueblo va a ser fuente de legitimidad y de peligro. La segunda parte, “Historia”, comienza en 1912, sigue con la extraordinaria llegada al poder de la Unión Cívica Radical en 1916 de la mano de Hipólito Yrigoyen y termina con el final de la dictadura militar en 1983. Lo que ocurre en este período es el crecimiento, apogeo y caída del populismo, con el surgimiento del peronismo en el centro. El último período, “Poshistoria”, comienza con la restauración democrática en 1983 y finaliza en 2019. Es el período en el que el antipopulismo adquiere sus perfiles más definidos.

      Para una historia del antipopulismo, el interés de esta cronología está dada por la percepción del mundo popular como una zona extraviada del paisaje social argentino, incapaz de (o desganada para) adaptarse al mundo moderno. La indisposición de ese mundo para sumarse a la economía de mercado y a una cultura política de avanzada es el principal obstáculo