Gabriela Merlinsky

Toda ecología es política


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de orden global llevan un ritmo de expansión muy intenso en comparación con el lento avance de la aplicación efectiva de las regulaciones de protección ambiental. Sin duda se trata de una confrontación de los órdenes local y global. Como lo ha señalado Milton Santos, la globalización ha convertido al mundo en el “lugar de las ocasiones”, es decir, de las oportunidades de negocios: los territorios se transforman en espacios nacionales de la economía transnacional y todo ello produce contradicciones entre un orden global cuyo imperativo es la desregulación y otro local donde es el territorio (en el que están la población y sus actividades) el que constituye una norma para el ejercicio de las acciones (Santos, 1996: 267).

      La producción de desigualdades socioecológicas generadas por diferentes procesos de urbanización capitalista

      Ni los trabajos de la ecología política, que se han concentrado en los conflictos por el avance de las fronteras extractivas –que por lo general afectan a comunidades campesinas e indígenas–, ni las investigaciones de las ciencias ambientales, que buscan abordajes multidisciplinarios para estudiar el cambio climático, la deforestación, la desertificación o el agotamiento de recursos naturales no renovables, han prestado suficiente atención al papel que juega la urbanización capitalista en la transformación de la totalidad de los bienes y servicios, incluidos los ambientales, en productos que pueden transarse libremente en el mercado. En efecto, la ciudad es el lugar donde se despliega uno de los procesos más audaces e intensos de apropiación y transformación de la naturaleza.

      Una mirada moderna sobre la ciudad la entiende como opuesta a la naturaleza, y la considera a su vez como salvaje y no humana. Se piensa que lo urbano es el punto de llegada del progreso humano, un espacio conquistado y separado del entorno natural. Es esta concepción la que favorece la despolitización de la cuestión ambiental, un fenómeno muy marcado en las grandes ciudades de América Latina.

      La ecología política urbana es uno de los campos de las ciencias sociales que más ha contribuido a confrontar con estas ideas, al mostrar que en las sociedades capitalistas la urbanización y el cambio ambiental son diferentes caras de un mismo proceso mediante el cual el agua, la tierra, el paisaje o la flora y fauna han sido privatizados y asignados como propiedad individual para facilitar el funcionamiento de los mercados. Es importante recordar que la “sostenibilidad” de la vida urbana contemporánea es responsable del 80% del uso mundial de recursos (Bulkeley y Betsill, 2005) así como de la producción de la mayor parte de los residuos del mundo.

      La naturaleza ha sido incorporada a los circuitos de acumulación de capital a través de diferentes líneas de desterritorialización y reterritorialización en las que la ciudad juega un rol central como ámbito de valorización económica. Como ya lo había señalado de manera temprana Henri Lefebvre, “el capitalismo ya no se apoya solamente sobre las empresas y el mercado, sino sobre el espacio, incluso en aquellos territorios otrora vacantes como las montañas y playas, lugar en el que se expande mediante la industria del ocio” (Lefevbre, 1974: 221).

      Si consideramos los dos ejes en forma interdependiente, es decir, el uso de materia y energía por parte de la ciudad y el modo en que esto afecta ambientes distantes, ya no podemos hablar de “la naturaleza”, sino de una colección heterogénea de toda clase de naturalezas que son histórica y geográficamente producidas por el proceso de urbanización.

      Para dar un ejemplo, en la zona norte del Área Metropolitana de Buenos Aires, los fenómenos de la urbanización cerrada han generado cambios muy importantes en el paisaje y han creado lagunas artificiales que alteraron los humedales, ecosistemas estratégicos para la estabilidad del ciclo del agua. Todo ello sucedió al amparo de mecanismos de gestión del territorio caracterizados por algunos autores como propios del “urbanismo neoliberal”. En la cuenca del río Luján, por caso, esas urbanizaciones ocupan el 10% del territorio y a su vez han intervenido sobre el humedal para la producción de lagunas artificiales y canales en un total de 1882 hectáreas, es decir el 25% del total de las urbanizaciones acuáticas (Pintos y Sgroi, 2012: 31).

      Esto permite abonar la idea de que en la ciudad hay diferentes tipos de naturalezas (los humedales, pero también los pólderes construidos por el mercado inmobiliario) que son socialmente movilizados, económicamente incorporados (comodificados) y físicamente metabolizados/transformados para sostener el proceso de urbanización (Heynen, Kaika y Swyngedouw, 2005).

      Estudiar los procesos de urbanización implica no solo prestar atención a los modos de habitar las ciudades, sino también a la manera en que diferentes actores sociales y grupos económicos están implicados, ya sea de forma directa o indirecta, en asegurar la continuidad de las transformaciones del espacio. En ese sentido, el acceso dispar al suelo, los servicios urbanos, la distancia respecto del lugar donde se concentran actividades esenciales y comerciales tienen como contrapartida una distribución diferencial de las cargas ambientales.

      En este contexto es importante prestar atención a la función que cumplen las políticas públicas. El transporte, por ejemplo, permite mejorar la conectividad, pero si solo lo hace en las áreas donde viven los grupos de alto nivel económico, entonces produce desigualdades socioespaciales para aquellos que viven en sectores más alejados de la conurbación. En el caso de la provisión de redes de agua potable y cloacas, la distribución asimétrica en favor de los municipios que tienen población con mayor capacidad económica da como resultado diferentes probabilidades de sufrir “enfermedades hídricas”.

      Por otra parte, la capacidad de acceder a la vivienda propia varía según las clases sociales. De acuerdo con el estado actual de cosas, las mejores construcciones, los servicios de mayor calidad y el espacio público se adjudican a los “mejores” consumidores, es decir, a las clases medias y altas. Sin embargo, las externalidades negativas de la vida urbana tienden a exportarse hacia los barrios periféricos y, en este proceso, las cuestiones de clase, género, etnicidad, entre otras, claramente son centrales en términos de las probabilidades de estar expuesto a diversos riesgos ambientales.

      Considerando que los procesos de cambio socioambiental no son neutrales, es necesario preguntarse: ¿sostenibilidad urbana para qué, para quién y bajo qué circunstancias? (Swyngedouw y Heynen, 2003).

      En la zona metropolitana de Buenos Aires, el conflicto por la recomposición ambiental de la cuenca Matanza-Riachuelo que analizaremos en profundidad en próximos capítulos es el resultado de la apropiación histórica desigual del territorio mediante un proceso de urbanización de mercado que facilitó a los grupos de mayores recursos la ocupación de las zonas altas y centrales de la ciudad (Merlinsky, 2016). Los grupos de clase trabajadora que no pudieron acceder al mercado de tierras fueron ocupando terrenos inundables en extensiones próximas a sitios de descargas industriales no controladas. A esto se sumó la insuficiente provisión de políticas de vivienda, transporte e infraestructura, lo que en la actualidad ha desembocado en que cerca de dos millones de habitantes se encuentren en situación de riesgo sanitario por vivir en áreas inundables y por insuficiente cobertura de agua potable y cloacas.

      Si el modo en que fluyen las aguas de la cuenca es una condición históricamente legible de la relación localizada entre sociedad y naturaleza, los problemas ambientales no son otra cosa que la cara aumentada y magnificada de las contradicciones de un crecimiento metropolitano a espaldas y a expensas de los ríos, con asimetrías en la cobertura de los servicios urbanos, y bajo un patrón de ocupación del suelo que empuja a los sectores populares a vivir en los sitios contaminados y en las áreas bajas e inundables de la ciudad.

      Delgado y otros (2014) revisan el caso de la ecología política urbana en la zona metropolitana del Valle de México y muestra que la escasez de recursos no solo es definida desde el punto de vista biofísico, sino que está además socioeconómicamente construida. No son todos los habitantes quienes tienen problemas de acceso al agua, sino aquellos que no pueden influir en el acceso, gestión y usufructo del ciclo urbano del agua.

      A la luz de estos ejemplos cabe reparar en la reflexión de Francisco Sabatini (1997) que ha mostrado que la falta de orientación en la planificación urbana también es un elemento desencadenante de los conflictos ambientales.

      En las últimas décadas, a la par de la globalización y financiarización de los movimientos de capitales en las ciudades,