y simbólicos. A medida que surgen conflictos ante la degradación del entorno natural y avanzan los movimientos ambientalistas, son los propios empresarios –los principales causantes de esta devastación– quienes se apropian de las críticas y procuran usarlas a su favor. Entre esos polos se despliegan prácticas que utilizan elementos de uno y otro origen de manera pragmática y tanto los trabajadores como las organizaciones afectadas también apelan a la cuestión ambiental como repertorio de sus intereses y reivindicaciones.
Al considerar la “ambientalización de la cuestión social” como un nuevo asunto público podemos reconocer el fenómeno en diferentes campos de la vida social: desde la educación ambiental considerada como un nuevo código de conducta individual hasta las prácticas de estilos de vida saludables, pasando por las diferentes referencias a ecogestos y modos de consumo hasta llegar a la economía verde, un ámbito muy dinámico de acumulación económica mediante procesos de innovación tecnológica, expropiación y patentamiento del conocimiento.
El aumento de escala y la aceleración de los procesos extractivos
Sin embargo, la politización de la cuestión ambiental no responde meramente a una imposición de coaliciones discursivas y cambios en las prácticas de cuidado del ambiente. Hay un elemento de choque que tiene que ver con la reconfiguración del capitalismo que, como lo ha mostrado el historiador ambiental Jason W. Moore (2015), no es solo un sistema económico, sino que implica además una ecología que busca la explotación mundial de las naturalezas baratas para penetrar más y más fronteras de ganancias potenciales. En efecto, alrededor del 20% de la población mundial (el grupo de más altos ingresos que vive en los centros urbanos de los países más ricos) consume ya el 77% de todos los bienes y servicios que se producen en el planeta. Se requiere un flujo creciente de extracción de energía y materiales vía el mercado internacional para garantizar esos niveles de consumo y esta voracidad aumenta la presión sobre los recursos en los países del Tercer Mundo.
El extractivismo puede definirse como una acumulación de capital que gira alrededor de la extracción intensiva, masiva y monopólica de recursos naturales (a través de prácticas como la agricultura, ganadería, silvicultura, pesca, y sistemas de explotación de la biota y de minerales-metales), y recurre a la aplicación de tecnologías que permiten convertir la naturaleza en mercancías de exportación con bajo valor agregado. El fin del extractivismo es lograr el aumento de la renta diferencial con respecto a los pequeños y medianos productores, mediante su descapitalización, su desestructuración y la dominación cultural. Su carácter global se constituye a partir de una producción destinada a un mercado internacional, concentrada en empresas transnacionales y asociada a la especulación financiera. Lo que impulsa su expansión es la división internacional entre algunos países que producen materias primas y otros que pueden orientar la dirección del proceso global con el movimiento de divisas.
El volumen de negocios en los mercados de las commodities es hoy en día veinte a treinta veces superior a su producción física, aspecto que produce grandes vaivenes de precios y volatilidad de los mercados. Las economías de los países productores de materias primas son muy vulnerables a estas oscilaciones y su estabilidad económica es muy dependiente de las señales de esos mercados.
En los países del Tercer Mundo, el avance de las industrias extractivas está acompañado de incentivos estatales como el otorgamiento de derechos especiales a los inversionistas a través de acuerdos comerciales, políticas de promoción, subsidios y contratos que ofrecen garantías de estabilidad y diversas facilidades para las concesiones de territorios para la explotación de recursos. En diferentes regiones de Asia, África y América Latina, estos procesos tienen un impacto decisivo sobre el ambiente por la consolidación de modelos monoproductores, la destrucción de la biodiversidad, el aumento en la tasa de extracción de minerales energéticos y no energéticos, el acaparamiento de recursos y la reconfiguración de vastos territorios que van perdiendo su potencial de desarrollo endógeno.
Un aspecto determinante en la expansión de la frontera extractiva es el acaparamiento de tierras –conocido por su voz inglesa land grabbing–, es decir, el proceso mediante el cual inversores privados, fondos de inversión o gobiernos adquieren o arrendan tierras en gran escala para la extracción de minerales o la agricultura, para la inversión en proyectos inmobiliarios o la especulación financiera. Un signo regresivo de nuestro tiempo es que este acaparamiento de tierras se despliega incluso en aquellas regiones donde hubo históricos avances en materia de reforma agraria en el siglo XX. En muchos países está ocurriendo una contrarreforma, una reforma agraria en reversa, que se hace patente en la apropiación de tierras por las corporaciones en África, los golpes de Estado impulsados por los empresarios agrícolas, la expansión masiva de las plantaciones de soja en América Latina, la apertura de regiones enteras a los inversionistas extranjeros o la expansión de un modelo agrícola de monocultivo hacia el este de la Unión Europea. Estas tramas llevan a los pequeños productores y sus familias a verse desplazados por élites y poderes corporativos que van arrinconando a la gente en propiedades cada vez más acotadas (Grain, 2014).
En la Argentina, el acaparamiento de tierras, la expansión del monocultivo y la pérdida de soberanía alimentaria forman parte de un proceso de concentración de la producción en manos de un reducido grupo de actores. Este grupo se destaca por su rol gerenciador de los medios de producción de terceros mediante el arrendamiento de tierras ajenas, el uso masivo de nuevas tecnologías como la siembra directa, la utilización de insumos sobre la base de semillas genéticamente modificadas (soja RR) y una alta incidencia en el uso de herbicidas asociados (glifosato) y fertilizantes. De hecho, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) ubicó a la Argentina entre los diez países que más desmontaron entre 1990 y 2015: se perdieron 7,6 millones de hectáreas, a razón de 300.000 hectáreas al año (FAO, 2015; Greenpeace, 2020). El avance de la soja no solo trajo aparejado el problema de la deforestación, sino también conflictos asociados al uso de agroquímicos y sus efectos nocivos para la salud. Como veremos en el capítulo 5, las manifestaciones de los “pueblos fumigados” representan un último límite a esa expansión de la frontera agropecuaria.
Otro ejemplo de expansión acelerada de la frontera extractiva puede verse en la minería a cielo abierto, una actividad que no solo creció en los países donde ya estaba implantada, sino también en otros en los que se desarrollaba a muy pequeña escala. Lo cierto es que en la actualidad la minería se ha insertado en regiones antes inexploradas: Asia Central y África Occidental, Oceanía y desde Alaska hasta la Patagonia en América del Sur.
En este caso, los conflictos se acentúan porque las mineras acceden a zonas que hasta hace muy poco se consideraban áreas protegidas: por ejemplo, Mongolia ha permitido el ingreso de inversores extranjeros a sus territorios para la exploración y eventual explotación de recursos naturales. En México, por otro lado, el empalme de polígonos mineros con áreas naturales protegidas atenta contra la conservación ambiental, pues de las 24.715 concesiones mineras otorgadas al año 2010, más de 1600 se superponían con un tercio de las áreas naturales protegidas, cubriendo así casi un millón y medio de hectáreas bajo protección ambiental.
En los últimos años ha habido un auge de las exportaciones mineras en América Latina, que hoy recibe la tercera parte de las inversiones mundiales en esta industria. Las ganancias de la minería a cielo abierto son extraordinarias dado que toda la producción se destina a la exportación y que existen importantes exenciones impositivas y ventajas concedidas a las empresas. Aun así, los megaproyectos de corte extractivo, forma más extendida que toman las actividades mineras, amplían los factores de conflictividad ambiental (Cárdenas y Reyna, 2008; Urrea y Rodríguez Maldonado, 2014), pues el uso cuantioso de agua y energía que requieren estos emprendimientos, así como el impacto que tiene la utilización de químicos para la separación de los metales, genera tensiones irreconciliables.
En la Argentina existen 322 proyectos mineros en distinto grado de avance, de los cuales 77 están en las cuencas relevadas por la autoridad responsable de efectuar el inventario nacional de glaciares. De estos proyectos, 44 se encontrarían cercanos a o sobre cuerpos de hielo, que deben estar protegidos (Política Argentina, 2016).
Es importante observar la velocidad de estas transformaciones económicas,