de intereses imposibles de conjugar. En estas movilizaciones es posible reconocer debates sobre alternativas al desarrollo, feminismos territoriales, ecofeminismos, la carga del sufrimiento ambiental en las grandes ciudades, así como aspectos que tienen que ver con la construcción de saberes desde ontologías relacionales. Es la conjunción de estos temas, en contextos sociales, políticos y culturales diferentes, desde variados marcos de análisis y experiencias históricas lo que permite una hibridación de sentidos para una comprensión más profunda de la cuestión ambiental. Si vivir y morir en un planeta dañado es una problemática central de nuestro tiempo, si esto representa una forma de angustia existencial, debemos recordar sin embargo que no se trata de una fatalidad de destino. Es necesario imaginar, delinear e investigar a “puertas abiertas” para construir otras alternativas de mundos. Este libro quiere sumar un aporte en esta dirección.
[1] La noción de “zona de sacrificio” describe aquellos territorios de bajos ingresos que se caracterizan por la concentración geográfica de actividades que generan daños ambientales y/o donde la falta de inversión estatal aumenta la vulnerabilidad y el empobrecimiento de las poblaciones residentes (Lerner, 2010). Es un concepto que ha sido incorporado en diferentes estudios académicos y también en el vocabulario de las y los defensores ambientales, al punto de ser una definición clave en las formas de oposición de las comunidades. En Chile el concepto aparece asociado a las consecuencias negativas del modelo de desarrollo (Bolados García y Sánchez Cuevas, 2017), por la debilidad de las políticas públicas y la negligencia de las autoridades (Godoy, Tapia y Carrera, 2013).
1. La cuestión ambiental, el giro político de nuestro tiempo
Los cambios intensivos en las formas de apropiación de los recursos, la presión del consumo y la ampliación de las demandas sociales que imponen las economías capitalistas están alterando los límites biofísicos y los ciclos biogeoquímicos. Estos procesos se han acelerado tendencialmente desde mediados del siglo pasado, cuando el crecimiento en la extracción de materiales comenzó a superar el incremento de la población. En 1970 la economía global extraía 26,7 mil millones de toneladas de materiales, una cifra que llegó a los 92 mil millones en 2017 y trepó a los 100 mil millones de toneladas en 2019 (De Wit y otros, 2020). Los países más ricos consumen en promedio diez veces más materiales que los países más pobres y dos veces más que el promedio mundial (Delgado Ramos, 2017).
En efecto, las economías capitalistas se sostienen por la producción global ilimitada de bienes y servicios y para ello hacen uso de la energía que proviene de los combustibles fósiles. Como estos insumos se utilizan una sola vez, cada vez que se renueva el ciclo productivo es necesario aumentar los suministros de carbón, petróleo y gas de las fronteras extractivas (Moore, 2000). El problema es que los materiales se reciclan solo en parte, por lo cual el aprovisionamiento de bauxita, mineral de hierro, cobre y pasta de papel, entre otros, nunca se detiene. Entretanto, los recursos renovables como el agua de los acuíferos, la pesca y la madera están sujetos a sobrexplotación, la fertilidad del suelo se encuentra amenazada y se pierde la biodiversidad.
La extracción de materiales además tiene un correlato en la generación de residuos que no pueden ser absorbidos por el ambiente. En 2016 se produjeron 2010 millones de toneladas de residuos en el mundo, una cifra de la que son mayoritariamente responsables los países de altos ingresos. Esos países representan el 16% de la población mundial y, sin embargo, generan un tercio (34%) de los deshechos (Kaza y otros, 2018).
Las crecientes tasas de extracción de recursos naturales, la producción de residuos y la quema de combustibles fósiles fueron empujando al planeta a una mayor inestabilidad climática. Desde fines de los sesenta del siglo pasado hasta el presente se ha alterado la composición de la atmósfera en una trayectoria irreversible y se han cruzado peligrosamente los umbrales de estabilidad ecológica, lo que demuestra la capacidad de los seres humanos para acabar con la vida en la Tierra tal como la conocemos, posibilidad que antes solo era latente con la proliferación nuclear.
Para enfrentar estos desafíos es necesario considerar problemas de naturaleza ecopolítica, es decir, relacionados con los sistemas institucionales y de poder que son responsables por la distribución de los recursos. No se trata apenas de una situación que antepone obstáculos para adaptarnos a las leyes que regulan el mundo natural, pues el impacto de la actividad humana sobre la Tierra es tan profundo que se volvió necesario reconocer que atravesamos una nueva época geológica.
En ese sentido, se ha propuesto un término preciso para llamar a la fase actual: la era del Antropoceno. Se trata de un período de la historia caracterizado por alteraciones geológicas muy rápidas y agudas provocadas por la acción humana. Entre los principales indicadores de esos cambios se incluyen: la industrialización, el aceleramiento en el consumo de combustibles fósiles, el aumento del CO2, el crecimiento de la población, la producción masiva de nuevos materiales como los plásticos y comienzo de los ensayos nucleares que provocan la emisión de una serie de isótopos artificiales que se acumulan en la superficie de la Tierra. Desde comienzos de los años cincuenta, estas señales geológicas se presentan en forma sincrónica y global. A ellas se ha sumado un fenómeno más reciente denominado la “sexta extinción”, que señala una tasa de desaparición de especies mucho más alta de lo habitual en el registro paleontológico. Estamos hablando de un punto de inflexión, marcado por cambios socialmente inducidos e irreversibles.
Es el carácter voraz del metabolismo social[2] de las economías capitalistas lo que da lugar a un creciente número de conflictos ambientales, escenarios en los que diferentes grupos sociales disputan el uso y significado en torno a los modos de producción y reproducción de los bienes naturales. Son reclamos por reconocimiento, acceso a la participación y derechos que tienen un anclaje territorial porque defienden un espacio que es considerado vital. Al calor de estos conflictos, se abren debates sobre el control del territorio, la protección de los comunes[3] y la legitimidad de las decisiones públicas sobre el manejo de los recursos.
La trayectoria de los conflictos ambientales
Los conflictos ambientales[4] expresan el descontento de diferentes grupos y comunidades con aquellos procesos de apropiación, distribución y gestión de los recursos naturales que afectan los modos de vida y ecosistemas de una comunidad o región. Son focos de pugna de carácter político que ponen en cuestión las relaciones de poder que facilitan el acceso a dichos recursos, que implican decisiones sobre su utilización por parte de algunos actores y la exclusión de su disponibilidad para otros. Se trata de situaciones de tensión, oposición y/o disputa en las que no solo están en juego los impactos ambientales. En muchas ocasiones, la dinámica y evolución del proceso contencioso pone en evidencia dimensiones económicas, sociales y culturales desatendidas. Los conflictos son verdaderos medios de expresión y de toma de la palabra, permiten inscribir las prácticas sociales en la esfera pública y habilitan escenarios en los que confrontar argumentos.
Los conflictos ambientales rara vez responden a un interés de clase único, tampoco representan identidades fijas y características de un mismo modelo de acción. Antes que un paradigma de principios, lo que organiza la acción colectiva es un marco (frame, en el sentido goffmaniano) dentro del cual puede reconfigurarse un arco amplio de demandas con relación al acceso y utilización de los recursos, sistemas de propiedad, derechos y poder.
Los actores que participan en estos diferendos cuestionan tanto aquellos argumentos que postulan el poder de la ciencia para resolver los problemas como los que afirman que el funcionamiento del mercado es el mejor criterio para la asignación de los recursos. Por el contrario, hacen referencia a la protección de los bienes comunes como algo que humanos y no humanos comparten en la naturaleza y la sociedad y que debería ser preservado en el presente y en el futuro.
En la Argentina, por ejemplo, ha sido la huella expansiva de las operaciones mineras lo que ha vuelto políticamente relevante el valor de los cuerpos de agua y los glaciares en regiones que dependen del riego y donde las montañas son algo más que un paisaje natural. Del mismo modo, cuando los pueblos indígenas y campesinos en Nigeria o Ecuador reclaman que el petróleo debe quedar bajo el suelo están buscando defender aquello