abultados y vivos. Sus cejas enmarañadas se juntaban formando la “raya de los celosos”. Se había casado con una mujer quince años más joven que él, pero estas miradas ante el espejo le tranquilizaban.
Se oía un ruido de pasos. Roubaud corrió para entreabrir la puerta. Era una vendedora de periódicos de la estación, que vivía al lado y que regresaba a su casa. Roubaud se alejó de la puerta y fijó su atención en una caja de conchas que estaba colocada sobre el aparador. Conocía bien esta caja; Severina se la había regalado a la señora Victoria, su nodriza. Y aquel pequeño objeto bastó para que evocase toda la historia de su matrimonio. Dentro de poco haría tres años. Nacido en el sur, en Plassans, hijo de un carretero, Roubaud había terminado el servicio militar con grado de sargento. Habiendo ocupado durante mucho tiempo un empleo de factor en la estación de Mantes, fue luego ascendido a jefe en la de Barentin, y allí conoció a su mujer, que solía tomar el tren cuando llegaba de Doinville en compañía de la señorita Berta, hija del presidente Grandmorin. Severina Aubry no era más que la hija menor de un jardinero muerto al servicio de los Grandmorin, pero el presidente, su padrino y tutor, la mimaba mucho; hizo de ella la compañera de su hija y envió ambas niñas al mismo internado para señoritas en Rouen. Ella revelaba una distinción natural tan grande que, durante mucho tiempo, Roubaud se había limitado a desearla desde lejos, con esa pasión propia de un obrero desbastado hacia un objeto delicado y precioso. Fue el único amor de su vida. Se habría casado con ella aunque no hubiera tenido un cuarto, por la sola felicidad de tenerla a su lado; mas cuando, finalmente, se había atrevido a pedir su mano, su sueño se había visto superado por la realidad; además de Severina y una dote de diez mil francos, el presidente, ahora retirado y miembro del consejo de administración de la Compañía del Oeste, le había otorgado su protección. Desde la mañana siguiente de la boda, Roubaud se había convertido en jefe segundo de la estación de El Havre. Sin duda hablaban a su favor sus notas de buen empleado: perseverante en su puesto, puntual, honrado y de espíritu muy recto, aunque limitado; cualidades todas, que podían explicar la acogida inmediata y favorable de su petición y la rapidez de su ascenso. Prefería creer, sin embargo, que lo debía todo a su mujer. La adoraba.
Abierta la lata de sardinas, Roubaud perdió definitivamente la paciencia. Habían convenido en reunirse a las tres. ¿Dónde estaría? No podían venirle con el cuento de que la compra de un par de botas y de seis camisas le llevaba todo el día. Y, pasando una vez más ante el espejo, se vio con las cejas erizadas y con la frente dividida por una línea dura. En El Havre, no se le ocurría nunca sospechar de ella. En París, por el contrario, imaginaba toda clase de peligros, mañas, faltas. Una ola de sangre le subía hasta el cerebro y sus puños de antiguo hombre de cuadrilla se cerraban como en aquellos tiempos, cuando empujaba los vagones. Se convertía de nuevo en el bruto inconsciente de su fuerza: hubiera podido machacarla en un acceso de ciego furor.
Entonces se abrió la puerta y Severina apareció fresca y radiante.
—Soy yo... Has debido creer que me había perdido.
En el esplendor de sus veinticinco años, parecía alta, esbelta y muy flexible; pero tenía buenas carnes y finos huesos. No era guapa, a primera vista, con su rostro alargado y su boca fuerte, en la que relucían dientes admirables. Mas, mirándola mejor, seducía por el encanto y la rareza de sus grandes ojos azules, que contrastaban con su espesa cabellera negra.
Y como su marido, sin contestar, seguía examinándola con aquella mirada turbia y vacilante que ella bien conocía, añadió:
—¡Oh! pero corrí... Imagínate, imposible tomar un omnibus, y como no quise gastar dinero en un coche tuve que correr... ¡Mira, el calor que tengo!
—¡Vamos! —dijo Roubaud en tono violento—. No me harás creer que vienes del Bon Marché.
Pero, en seguida, y con la ternura de un niño, ella se arrojó a sus brazos, posando su pequeña mano rolliza sobre la boca de su marido.
—¡Malo, malo! ¡Cállate! De sobra sabes que te quiero.
Y tal era la sinceridad que emanaba de toda su persona, tan cándida y recta aparecía a los ojos de Roubaud, que éste la estrechó locamente entre sus brazos. Siempre terminaban así sus sospechas. Ella, satisfecha de sentirse mimada, se abandonaba a sus caricias. Él la cubría de besos que ella no devolvía, y era eso lo que le causaba una oscura inquietud; esa pasividad, esa afección filial de niña grande en la que no despertaba la pasión.
—Bien —dijo—, ¿supongo que desvalijaste el Bon Marché?
—¡Claro! Verás. Pero, primero vamos a comer. ¡Qué hambre tengo! ¡Ah sí!, mira, tengo un regalito para ti. Di: “¡mi regalito!”.
Reía en su cara, junto a él. Tenía la mano derecha escondida en su bolsillo, empuñando un objeto que no sacaba.
—Di, pronto: “¡mi regalito!”.
Él reía también de buena gana. Al fin, decidiéndose, dijo: —¡Mi regalito!
Era una navaja que Severina acababa de comprarle para reemplazar otra que había perdido, lo cual no cesaba de lamentar desde hacía quince días. Roubaud lanzó una exclamación de placer; la encontraba soberbia, era magnífica, con su mango de marfil y su brillante hoja. Ahora mismo la iba a probar. Ella estaba encantada al ver su alegría y, en broma, le pidió un céntimo para que su amistad no fuese “cortada”.
—¡A comer! ¡A comer! —repetía—. ¡No, no, te lo suplico, no cierres todavía! ¡Tengo tanto calor!
La había seguido a la ventana y durante algunos segundos permaneció allí, apoyado en sus hombros y contemplando el vasto escenario de la estación. De momento, las humaredas se habían disipado; el cobrizo disco solar descendía en medio de brumas tras las casas de la calle de Roma. Abajo, una máquina de maniobras se acercaba arrastrando el ya compuesto tren de Mantes, que debía salir a las cuatro y veinticinco. Lo empujaba a lo largo del andén, por debajo del tejado, donde la desengancharían. En el fondo, donde aparecía el cobertizo del Cinturón, se oían los choques de los topes que anunciaban un acoplamiento imprevisto de coches. Y, sola en medio de los rieles, con su mecánico y su fogonero ennegrecidos por el polvo del viaje, se destacaba una pesada locomotora de tren omnibus, inmóvil y, podría decirse, cansada y sin aliento, sin más vapor que un delgado chorrillo que salía de una válvula. Estaba aguardando a que le dejaran libre la vía para poder volver al depósito de Batignolles. Una señal roja surgió haciendo un crujido y luego se eclipsó. La locomotora se puso en movimiento.
—¡Qué chicas tan alegres las pequeñas Dauvergnes! —dijo Roubaud, abandonando la ventana—. ¿Las oyes cómo golpean el piano? Hace un rato vi a Enrique y me pidió te mandara sus saludos.
—¡A comer! ¡A comer! —gritó Severina.
Y lanzándose sobre las sardinas, comenzó a devorarlas. ¡Ah, qué lejos estaba aquel rápido desayuno de Mantes! Estas visitas a París la embriagaban. Todo en ella vibraba por la felicidad que le había producido correr por las aceras; aun sentía fiebre de sus compras en el Bon Marché. De un golpe, cada primavera, solía gastarse allí las economías hechas durante el invierno. Prefería comprarlo todo en aquellos almacenes pues, decía, que de esta manera compensaba los gastos del viaje; no cesaba de extasiarse pensando en las compras, sin perder, por eso, un solo bocado. Ruborizada y un poco confusa, acabó por confesar el total de la suma que había gastado: más de trescientos francos.
—¡Caramba! —exclamó Roubaud, impresionado—. ¡No está mal, para la mujer de un simple jefe segundo! Pero, ¿no querías comprar tan solo seis camisas y un par de botas?
—¡Ah, querido, hubo oportunidades únicas! ¡Una seda rayada deliciosa! Un sombrero, ¡de un chic!, ¡un sueño! ¡Unas enaguas con volantes bordados! Y todo esto por nada, hubiera pagado el doble en El Havre. ¡Me lo mandarán, entonces verás!
Roubaud se resignaba a reír, ¡tan bella le parecía en su felicidad, con su aire confuso y suplicante! Y, además, ¡cuán encanesta merienda improvisada,