Emile Zola

La bestia humana


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muy bien. ¡Era tan simpática, alta y fuerte, con su magnífica cabellera rubia! Y todavía bella, pese a sus cincuenta y cinco años. Desde que era viuda, y aun en vida de su esposo, decían de ella que tenía a menudo el corazón ocupado. En Doinville la adoraban; hacía del castillo un lugar de deleites; toda la sociedad iba a pasar un rato allí, sobre todo la magistratura. Y era en la magistratura donde la señora Bonnehon había contado con muchos amigos.

      —Entonces, confiésalo, serán los Lachesnaye los que te habrán ahuyentado —dijo Roubaud.

      Sin duda, después de su casamiento con el señor de Lachesnaye, Berta había cesado de manifestarle los mismos sentimientos que le había mostrado antes. No podía decirse que esa pobre Berta se volviese más amable con el tiempo, ¡tan insignificante con su nariz roja! Las damas de Rouen alababan mucho su distinción. Era de temer, por eso, que un marido como el suyo, feo, duro y avaro, no tardara en amoldar a su mujer a su modo, convirtiéndola en mala. Pero no, Berta había observado una conducta correcta frente a su antigua compañera, y ésta no tenía ningún reproche preciso que dirigirle.

      —¿Es, pues, el presidente el que te disgusta?

      Severina, que hasta entonces había contestado lentamente y con voz igual, mostró una súbita impaciencia.

      —¡Él! ¡Qué idea! —exclamó.

      Y continuó hablando, con pequeñas frases nerviosas. Al presidente, apenas si se le veía. Había reservado para su uso un pabellón cuya puerta daba a un callejón desierto. Entraba y salía inadvertido. Su propia hermana no sabía nunca el día exacto de su llegada. Grandmorin salía a tomar un coche en Barentin, siempre de noche, y llegado a Doinville pasaba días enteros en su pabellón, ignorado de todos. Por cierto, no era él quien le molestaba a uno allá.

      —Te hablo de él —dijo Roubaud— porque me contaste veinte veces, recordando tu infancia, que te daba un miedo atroz.

      —¡Oh, un miedo atroz! Estás exagerando como siempre —protestó Severina—. Es verdad que no reía casi nunca. Le miraba a una tan fijamente con sus ojos abultados que una bajaba en seguida la cabeza. He visto a algunos desconcertarse en tal grado, que no podían dirigirle una sola palabra, de tanto como les intimidaba con su reputación de hombre severo y sagaz. Pero a mí, no me regañaba nunca. He sentido siempre que era de su agrado.

      De nuevo, su voz se hacía lenta y su mirada se perdía a lo lejos.

      —Recuerdo, siendo muy niña, que cuando estaba jugando en la alameda del parque, con mis amigas, al verle llegar, todo el mundo se escondía; sí, hasta su hija Berta, temblaba siempre pensando en alguna falta cometida. Yo le esperaba tranquila. Pasaba y, viéndome allí sonriente, con el hocico alzado, me daba una palmada en la mejilla... Más tarde, teniendo yo dieciséis años, cuando Berta tenía que pedirle un favor, siempre me encargaba a mí para que se lo pidiera. Entonces hablaba sin bajar los ojos y sentía cómo los suyos me atravesaban la piel. Pero ello me tenía sin cuidado, ¡estaba tan segura de obtener de él cuanto le pidiera! ¡Ah, sí, me acuerdo, me acuerdo! No existe allá zona del parque, ni corredor o habitación del castillo que no pueda evocar cerrando los ojos.

      Calló, y con los párpados bajos, se diría que, sobre su rostro hinchado por el calor, pasaba, como un temblor, el recuerdo de los sucesos de antaño, esos sucesos que ella no revelaba. Se quedó así durante un momento, con un ligero y rápido movimiento de los labios, cual si el borde de su boca fuera contraído dolorosa e involuntariamente.

      —Es cierto, ha sido muy bueno contigo —prosiguió Roubaud que acababa de encender su pipa—. No solamente te hizo criar como una señorita; se ha mostrado también muy hábil al administrar tus centavos, y hasta ha redondeado la suma el día de nuestro casamiento. Sin contar que te dejará seguramente algo, pues lo ha dicho delante de mí.

      —Sí —murmuró Severina—, la casa de La Croix-de-Maufras, aquella propiedad que luego fue cortada por el ferrocarril. Solíamos pasar allí una semana de cuando en cuando. Pero no cuento con ella, ya me figuro que los Lachesnaye le están trabajando para que no me deje nada. Y, además, ¡prefiero no recibir de él nada, nada!

      Había pronunciado las últimas palabras con voz tan viva que Roubaud, retirando su pipa de la boca, la miró asombrado con sus ojos redondos.

      —¡Pero, qué rara eres! —dijo—. El presidente tiene millones, según se asegura. ¿Qué mal habría en que incluyese a su ahijada en su testamento? Ninguno. No sería una sorpresa para nadie y nos vendría muy bien.

      Entonces una idea que atravesaba su mente, le hizo reír.

      —¿Acaso tienes miedo de pasar por su hija? Pues, sabes, del bueno del presidente, a pesar de su aire helado, se cuentan cosas increíbles. Parece que, aun en vida de su mujer, no había criada que se le escapase. En fin, un fresco que sabe todavía tumbar a una mujer ¡Dios mío! ¡Si tú fueses su hija!

      Severina se había levantado, violenta, con una expresión de susto en su vacilante mirada azul; su rostro parecía en llamas bajo la pesada masa de su cabellera negra.

      —¡Su hija! ¡Su hija! —gritó—. ¡No quiero que bromees sobre eso! ¿Entiendes? ¿Cómo podría ser su hija? ¿Acaso nos parecemos? Basta ya, hablemos de otra cosa. No quiero ir a Doinville, porque no quiero, porque prefiero regresar contigo a El Havre.

      Roubaud asintió con un movimiento de la cabeza, queriendo tranquilizarla.

      ¡Bueno, bueno, no iría puesto que la idea la ponía nerviosa! Sonreía. Nunca la había visto tan irritada. Era, sin duda, el vino blanco. Deseoso de hacerse perdonar, volvió a coger la navaja, expresando de nuevo su entusiasmo, y enjugándola cuidadosamente; y, a fin de demostrarle que era tan afilada como una navaja de afeitar, puso a cortarse las uñas.

      —Las cuatro y quince, ya —murmuró Severina, de pie ante el reloj de cuclillo—. Tengo todavía algunas compras que hacer. Debemos pensar en nuestro tren.

      Pero antes de asear un poco la habitación, y como para acabarse de calmar, volvió a apoyar sus codos en la ventana. Él, entonces, soltando el cuchillo y dejando su pipa, se levantó, de la mesa, se aproximó a ella y, por detrás, la estrechó dulcemente en sus brazos. La tenía abrazada, con la barba apoyada en sus hombros y la cabeza junto a la suya. Inmóviles, uno y otra, miraban.

      Abajo, las pequeñas máquinas de maniobras continuaban yendo y viniendo sin reposo, y se las oía apenas cuando, parecidas a amas de casa, a la vez vivas y prudentes, con un ruido amortiguado de ruedas y discretos silbidos, se deslizaban más rápidamente sobre los rieles. Una de ellas pasó y desapareció bajo el Puente de Europa, arrastrando hacia la cochera los vagones de un tren de Trouville. Ahora, más allá del puente, una locomotora llegaba sola del depósito, emergía cual solitaria paseadora, reluciente con sus cobres y aceros, fresca y alegre ante la perspectiva de un viaje. La máquina esa se había parado pidiendo, con dos breves señales de pito, acceso a la vía. Casi inmediatamente, el guardajugas la dirigió hacia su tren que, completamente formado, la esperaba en el andén bajo el tejado de la estación. Era el tren de Dieppe, de las cuatro y veinticinco. Una ola de viajeros invadía el andén; se escuchaba el rodar de las vagonetas cargadas de equipaje; algunos hombres empujaban, uno a uno, los calentadores hacia el interior de los coches. Un sordo choque: la locomotora, con su ténder, acababa de abordar el vagón de cabeza, y se veía al jefe de equipo cerrando, él mismo, la barra de acoplamiento. Hacia Batignolles, el cielo se había oscurecido; una crepuscular bruma de cenizas, sumiendo las fachadas, parecía caer sobre el desplegado abanico de las vías, mientras, a lo lejos, al margen de esta masa de formas borrosas, se cruzaban sin cesar los trenes que salían y los trenes que llegaban, recorriendo los trayectos de las líneas suburbanas y el cinturón. Más allá de los sombríos manteles tendidos sobre las grandes salas de la estación, subían, volando por el aire, las desmenuzadas nubes de humo rojizo.

      —No, no, déjame —murmuró Severina.

      Poco a poco, sin hablar una palabra, Roubaud la había envuelto en una caricia más