Había gran congestión en el andén...
A medida que continuaba hablando, su tono se hacía más preciso, pues esta nueva historia se sostenía muy bien.
—Ustedes lo sabrán, era con motivo de las festividades en El Havre, y hubo una muchedumbre enorme... Nos vimos obligados a defender nuestro coche contra pasajeros de segunda clase y aun de tercera... Además, la estación está mal alumbrada, se veía apenas, y todo el mundo se apretaba y gritaba en el apresuramiento de la salida... ¡Sí!, por cierto, es muy posible que, no sabiendo donde colocarse, o aprovechando el barullo, alguien se introdujera violentamente en el compartimiento en el último instante...
E, interrumpiéndose, dijo:
—¿Eh, Severina? Es esto lo que ha debido suceder.
Severina, presa, al parecer, de una aflicción excesiva, y apretando el pañuelo contra sus ojos doloridos, murmuró:
—Sí, seguramente, eso es lo que sucedió.
Desde entonces, quedaba indicada la pista por seguir. El comisario de vigilancia y el jefe de la estación cambiaron una muda mirada de inteligencia. Se produjo un prolongado movimiento de retroceso entre la muchedumbre, que viendo llegado el fin de la investigación, comenzaba a dispersarse deseosa de dar rienda suelta a sus comentarios, los cuales no se hicieron esperar. Hacía un rato que el servicio de la estación estaba suspendido: todo el personal se hallaba aglomerado ante aquel coche, fascinado por el drama, y causó verdadera sorpresa ver entrar, en la sala de andenes, el tren de las nueve y treinta y ocho. Todos se lanzaron a correr, se abrieron las portezuelas y los viajeros comenzaron a bajar. La mayor parte de los curiosos se había quedado en torno al comisario, que por escrúpulos de hombre metódico, examinaba por vez última aquel compartimiento ensangrentado.
Pecqueux, que aparecía gesticulando entre la señora Lebleu y Filomena, vio en este momento a su maquinista, Jacobo Lantier, que acababa de bajar del tren y estaba mirando desde lejos al grupo de gente. Le llamó con la mano, pero Jacobo no se movía. Al fin se acercó con paso lento.
—¿Qué pasa? —preguntó a su fogonero.
Pero como lo sabía todo, escuchaba distraídamente la noticia del asesinato y las suposiciones a las que daba lugar. Lo que le sorprendía, causándole una sensación extraña, era caer en medio de la investigación y encontrarse frente a aquel coche que apenas había distinguido entre las tinieblas cuando pasó ante él, lanzado a toda marcha. Asomó la cabeza para mirar el charco de sangre coagulada sobre el almohadón, y recordó la escena del asesinato; recordó, sobre todo, el cadáver tendido a través de la vía, con la garganta abierta. Después, al apartar los ojos, vio al matrimonio Roubaud, mientras Pecqueux seguía contándole toda la historia: de qué modo los dos se hallaban mezclados en el asunto; cómo habían salido de París en el mismo tren que la víctima y cuáles habían sido las últimas palabras cambiadas en Rouen con el muerto. Al hombre le conocía de saludarle casi a diario; en cuanto a la mujer, la había visto sólo de cuando en cuando, y se había mantenido apartado de ella, como de las demás, obseso por su morboso temor. En aquel momento, pálida y llorosa, con la dulzura de sus ojos azules y su pesada cabellera negra, Severina le causó una impresión instantánea y profunda. Ya no pudo separar la mirada de ella y, en un instante de ausencia mental, se preguntó, aturdido, por qué los Roubaud y él se hallaban allí, y cómo los hechos habían podido reunirlos ante el coche del crimen: a ellos, de vuelta de París, desde la noche anterior, y a él que acababa de regresar de Barentin en aquel mismo momento.
—Lo sé, lo sé —dijo en voz alta, interrumpiendo al fogonero—. Es que me encontraba, precisamente esta noche, junto a la salida del túnel y creí ver algo en el momento en que pasaba el tren.
Sus palabras causaron enorme sensación. Todos formaron un círculo en torno suyo. Y Jacobo mismo fue el primero en sentirse perturbado y tembloroso por lo que acababa de decir. ¿Por qué había hablado, después de haberse prometido a sí mismo que callaría? ¡Tantas razones excelentes le aconsejaban el silencio! Ahora se le habían escapado inconscientemente palabras muy graves, mientras miraba a aquella mujer. Severina había apartado bruscamente el pañuelo para fijar en él sus ojos bañados en lágrimas, que parecían así aún más grandes.
Pero el comisario se aproximaba apresuradamente, acompañado por el jefe de estación.
—¿Qué? —dijo—. ¿Qué ha visto usted?
Y Jacobo, sintiendo en su persona la inmóvil mirada de Severina, dijo lo que había visto: el departamento alumbrado, pasando ante él en medio de la noche, y la fugaz visión de los perfiles de dos hombres, uno tendido al suelo y el otro inclinado sobre él con un cuchillo en la mano. Roubaud, al lado de su mujer, escuchaba deteniendo en Jacobo sus ojos abultados y despiertos.
—Entonces —preguntó el comisario—, ¿podría reconocer al asesino?
—¡Oh, eso no! —dijo el maquinista—. No lo creo...
—¿Llevaba gabán o blusa?
—No puedo asegurarlo. Piénselo, ¡un tren que marcha con una velocidad de ochenta kilómetros!
Severina cambió una rápida mirada con Roubaud que tuvo fuerza para decir:
—Es verdad, habría que tener buenos ojos.
—No importa —concluyó el señor Cauche—. Tenemos aquí una declaración importante. El juez de instrucción le ayudará a usted a ver claro en todo esto. Señor Lantier y señor Roubaud, háganme el favor de darme sus nombres y apellidos exactos, para las citaciones.
Aquello había terminado. Poco a poco se disolvió el grupo de curiosos, y el servicio de la estación recobró su habitual actividad. Roubaud, sobre todo, tuvo que darse prisa para despachar el tren correo de las nueve y cincuenta, que ya se estaba llenando de pasajeros. Había dado a Jacobo un apretón de manos más vigoroso de lo normal; y el joven, a solas con Severina, que se encontraba detrás de la señora Lebleu, Pecqueux y Filomena, se creyó obligado a acompañarla hacia la escalera de los empleados, no hallando palabras que decirle y, sin embargo, retenido a su lado, como si un lazo acabara de establecerse entre uno y otra. La alegría de aquella mañana se había acentuado: el luminoso sol subía, vencedor de las brumas matutinas, por el límpido y azulado espacio celeste; y la brisa del mar, cobrando fuerza a medida que ascendía la marea, traía un aliento salado y fresco. Y cuando, al fin, Jacobo se separó de Severina, su mirada se encontró de nuevo con los grandes ojos, cuya expresión de dulzura, aflicción y temor tan profundamente le había conmovido.
Pero sintió un breve silbido. Era Roubaud que daba la señal de salida. La locomotora contestó con un pitido prolongado y estridente, y el tren de las nueve cincuenta comenzó a rodar, lentamente primero, acelerando su marcha luego, hasta que desapareció a lo lejos, en medio de la dorada polvareda de los rayos del sol.
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