Emile Zola

La bestia humana


Скачать книгу

a la señora Lebleu, que llegaba con toda la ligereza que le permitían desplegar sus pobres piernas hinchadas, se precipitó a su encuentro, para ayudarla. Ambas mujeres levantaron las manos al cielo y prorrumpieron en exclamaciones apasionadas por tan abominable crimen. Aunque todavía no se sabía nada en absoluto, circulaban ya versiones y comentarios. En todos los rostros se pintaba una expresión de horror. Dominando el murmullo general, se oía la voz de Filomena que afirmaba, bajo palabra de honor, que la señora Roubaud había visto al asesino. Pero se produjo un profundo silencio cuando reapareció Pecqueux acompañado de Severina.

      —¡Mírela usted! —murmuró la señora Lebleu—. ¿Quién creería que es la mujer de un jefe segundo al ver su aire de princesa? Esta mañana, muy temprano, ya estaba así, peinada y apretada como si fuera de visita.

      Severina avanzaba con paso leve y firme. Había que recorrer un largo trecho de andén bajo las miradas de la muchedumbre, pero no flaqueaba; caminaba llevándose el pañuelo a los ojos para enjugarse las lágrimas que le arrancaba el profundo dolor que acababa de experimentar al oír el nombre de la víctima. Vestida con un traje de lana negro, muy elegante, parecía llevar luto por su protector. Sus abundantes cabellos oscuros relucían al sol, pues no se había tomado siquiera el tiempo necesario para cubrirse la cabeza, a pesar del frío. Sus azules ojos tan dulces, llenos de angustia y anegados en llanto, le daban un aspecto conmovedor.

      —Razón tiene para llorar —dijo a media voz Filomena—. Ya están frescos ahora que les han matado a su buen Dios.

      Cuando Severina se encontró allí, en medio de toda aquella gente congregada ante la portezuela del departamento, bajaron el señor Cauche y Roubaud, e inmediatamente, este último comenzó a decir lo que sabía.

      —¿Verdad, querida mía, que ayer en cuanto llegamos a París, fuimos a ver al señor Grandmorin? —preguntó a Severina—. Serían las once y cuarto, ¿no es eso?

      Y la miraba fijamente. Ella repitió con docilidad:

      —Sí, las once y cuarto.

      Pero sus ojos se detuvieron en el almohadón ennegrecido de sangre. Tuvo un espasmo, y profundos sollozos brotaron de su garganta. El jefe de estación, conmovido, se apresuró a intervenir.

      —Señora —dijo—, si no puede soportar este espectáculo... Comprendemos perfectamente su dolor...

      —¡Oh! No más que dos palabras —interrumpió el comisario—. Luego la haremos acompañar a su casa.

      Roubaud se apresuró a proseguir.

      —Después de hablar de diferentes asuntos, nos anunció el señor Grandmorin que iba a salir al día siguiente para ir a Doinville, a casa de su hermana... Aun me parece verle sentado en su escritorio. Yo estaba aquí, mi mujer ahí... ¿Verdad, querida, que nos dijo que iría a casa de su hermana al día siguiente?

      Severina lo confirmó:

      —Sí, sí, al día siguiente.

      —Pero —objetó el señor Cauche—, ¿cómo al día siguiente? ¡Si se puso en camino aquella misma tarde!

      —¡Aguarde usted! —replicó el jefe segundo—. Cuando supo que nosotros salíamos por la tarde, pensó tomar el mismo tren si mi mujer consentía en acompañarlo a Doinville y pasar un par de días en casa de su hermana, como ya lo había hecho varias veces. Pero mi mujer, que tenía muchos quehaceres aquí, rehusó... ¿Verdad que rehusaste?

      —Sí, rehusé.

      —Se mostró muy amable... Había intervenido en mis asuntos... Nos acompañó hasta la puerta de su despacho, ¿no es así?

      —Sí, hasta la puerta.

      —Por la tarde, nos marchamos... Antes de ocupar nuestra cabina, estuve hablando con el señor Vandorpe, el jefe de estación. No he visto nada en absoluto. Tuve un disgusto, porque creía que estábamos solos y luego noté que había una señora sentada en un rincón; para colmo, entraron dos personas más, un matrimonio... Hasta Rouen, tampoco vi nada en particular, no, nada... Por eso, al llegar a Rouen, donde nos bajamos para estirar un poco las piernas, ¡cuál fue nuestra sorpresa al ver, tres o cuatro coches más allá del nuestro, al señor Grandmorin, de pie, ante la portezuela del suyo!

      “‘¡Cómo, señor presidente! ¿Ha salido usted finalmente?’ le dije. ‘No sospechábamos que íbamos con usted en el mismo tren’. Entonces nos dijo que había recibido un telegrama... Tocaron el silbato y nos fuimos corriendo a nuestra cabina, donde, entre paréntesis, no hallamos a nadie: todos nuestros compañeros de viaje se habían quedado en Rouen, lo cual, maldita la pena que nos causó. ¡Y esto es todo! ¿Verdad, querida?

      —Sí, todo —confirmó Severina.

      Este relato, por sencillo que fuera, impresionó enormemente al auditorio. En todos los rostros se pintaba el deseo de revelar el misterio. El comisario, dejando de escribir, expresó la sorpresa general al preguntar:

      —¿Y está usted seguro de que no había nadie con el señor Grandmorin?

      —Sí —dijo Roubaud—. Absolutamente seguro.

      Un estremecimiento pasó por la muchedumbre. Emanaba de aquel misterio un hálito frío, siniestro, que cada uno sentía rozarle la nuca. Si el viajero se encontraba solo, ¿quién podía haber sido la persona que lo asesinó y que, después, arrojó el cuerpo fuera del compartimiento a tres leguas de allí y antes de que el tren parara otra vez?

      En medio del silencio, resonó la voz de Filomena que decía: —Eso me huele mal...

      Roubaud, sintiendo su mirada, la miró, a su vez, con un movimiento afirmativo de la barbilla, como para indicar que a él también le parecía muy raro. Vio al lado de Filomena a Pecqueux y a la señora Lebleu, que manifestaban el mismo asombro que ella, meneando la cabeza. Todos los ojos se habían vuelto hacia él, todos esperaban algo más, buscando en su persona algún detalle olvidado que aclarara el misterio. No había en estas miradas llenas de ardiente curiosidad ninguna acusación, pero él creía ver nacer esa vaga sospecha, esa duda que el hecho más insignificante es capaz de convertir, a veces, en certidumbre.

      —¡Es extraordinario! —murmuró el señor Cauche.

      —¡Extraordinario verdaderamente! —repitió el señor Dabadie. Entonces Roubaud se decidió a añadir:

      —Una cosa de la que estoy también seguro, es que el expreso, que va sin parar de Rouen a Barentin, ha marchado con velocidad reglamentaria, sin que yo observara nada anormal... Lo digo porque, justamente, al vernos, por fin, a solas, bajé el cristal para fumar un cigarro y me quedé un rato mirando hacia fuera. Así, pues, pude darme cuenta de todos los ruidos del tren... En Barentin, al advertir en el andén al señor Bessière, mi sucesor como jefe de estación, le llamé y cambiamos un par de palabras, mientras él, subido en el estribo, me daba un apretón de manos. ¿No es cierto, querida? Pueden interrogarle, él lo confirmará.

      Severina, pálida e inmóvil, con su fino rostro sumido en el pesar, confirmó una vez más la declaración de su marido.

      —Sí, lo confirmará.

      Desde aquel momento, toda acusación se hacía insostenible, puesto que los Roubaud, después de volver a su coche en Rouen, habían sido saludados en Barentin por un amigo. La sombra de sospecha que el segundo jefe había creído ver en los ojos que le miraban, ahora debía haberse desvanecido. Crecía el asombro general: el caso tomaba un tono cada vez más misterioso.

      —Veamos —dijo el comisario—. ¿Está usted seguro de que nadie ha podido subir en Rouen al coche del presidente después que usted se separó del señor Grandmorin?

      Evidentemente, Roubaud no había previsto esta pregunta, pues se turbó por vez primera, sin duda porque ya no tenía la respuesta preparada de antemano. Miró a su mujer, luego pronunció, en tono vacilante:

      —No, no