Emile Zola

La bestia humana


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cuidado la cabeza, nadie lo notaría. Pero le quedaba otro temor que no se confesaba: en el fondo de su vacilación, había el miedo a la sangre. Siempre sentía unidos el espanto y el deseo. Pasó un cuarto de hora más y ya iba a decidirse, cuando un leve ruido, a su lado, le hizo estremecerse.

      Era Flora, que se hallaba de pie, mirando como él. Tenía curiosidad de ver los accidentes: en cuanto se anunciaba el atropello de alguna persona o de cualquier animal, no había forma que Flora dejara de ir. Ahora quería ver el muerto del que Misard hablaba. Y, después de la primera ojeada, no vaciló. Bajándose y tomando la linterna con una mano, levantó y dejó caer en seguida con la otra, la cabeza del que yacía a sus pies.

      —¡Aparta, que eso está prohibido! —murmuró Jacobo.

      Pero ella se encogió de hombros. La cabeza se veía en la claridad amarillenta: una cabeza de anciano, con nariz grande y ojos azules y rasgados. Bajo la barbilla, manaba la herida, una profunda cuchillada que había cortado la garganta, una herida dentro de la cual debió revolverse varias veces la cuchilla. El lado derecho estaba inundado de sangre. A la izquierda, en el ojal superior del gabán, la roseta de comandante de la Legión de Honor parecía un coágulo rojo extraviado.

      Flora lanzó un débil grito de sorpresa.

      —¡Pero, si es el viejo!

      Jacobo, inclinado como ella sobre el cadáver, se adelantó para ver, mezclando sus cabellos con los de la joven. Estaba sofocado de la excitación que le producía el espectáculo. Repetía, apenas consciente:

      —¡El viejo!... ¡El viejo!

      —Sí, el viejo Grandmorin... El presidente.

      Flora detuvo un instante más su mirada sobre ese lívido rostro, esa boca retorcida, esos ojos llenos de espanto. Luego soltó la cabeza que la rigidez cadavérica comenzaba a helar y que volvió a caer al suelo sustrayendo la herida de la vista.

      —¡Se acabaron los juegos con las muchachas! —dijo en voz baja—. Seguramente, fue a causa de alguna... ¡Pobre Luisita! ¡Ah, el cochino, bien se lo merecía!

      Se produjo un largo silencio. Flora, que había depositado la linterna en el piso, esperaba, dirigiendo hacia Jacobo lentas miradas; pero éste, separado de ella por el cadáver, permaneció inmóvil y como anonadado por lo que acababa de ver. Debían ser las once. La turbación que sentía la muchacha después de la escena ocurrida en la tarde, le impedía hablar. Se oyó un ruido de voces; era su padre que llegaba con el jefe de estación. La joven, no queriendo que la vieran, decidió huir.

      —¿No vienes a acostarte? —preguntó a Jacobo.

      El muchacho se estremeció. Parecía luchar consigo mismo. Luego, después de un violento esfuerzo, exclamó:

      —¡No, no!

      Flora recibió sus palabras sin hacer un ademán, pero el movimiento de sus brazos de muchacha vigorosa expresó toda su pena.

      Como impulsada por el deseo de hacerse perdonar su resistencia de poco antes, pronunció con profunda humildad:

      —¿Entonces no regresas conmigo? ¿No te volveré a ver?

      —¡No, no!

      Las voces se aproximaban, y Flora, sin tratar de estrecharle la mano, suponiendo que parecía querer él que el cadáver quedara en medio, sin siquiera darle el familiar adiós de camaradas de infancia, se alejó, perdiéndose entre las tinieblas.

      En seguida llegó el jefe de estación con Misard y dos obreros ferroviarios. El jefe también identificó el cadáver: era, en efecto, el presidente Grandmorin, a quien conocía por haberlo visto bajar en la estación, siempre que iba a casa de su hermana, la señora Bonnehon, en Doinville. El cuerpo tenía que permanecer en el sitio en que estaba, y el jefe de estación solamente mandó a que lo cubrieran con una capa que uno de los hombres traía. Un empleado había recibido la orden de salir de Barentin, en el tren de las once, para ir a poner el hecho en conocimiento del procurador general de Rouen. Pero no se podía contar con él antes de las cinco o las seis de la mañana, pues tendrían que venir también el juez de instrucción, el escribano y un médico. El jefe de estación organizó un servicio de guardia junto al muerto; durante toda la noche, mediante relevos, estaría allí constantemente un hombre vigilando con la linterna.

      Y Jacobo, antes de decidirse a ir a echarse bajo algún cobertizo de la estación de Barentin, de donde no debía de salir para El Havre hasta las siete y veinte, permaneció mucho tiempo inmóvil, absorto. Después, le turbó la idea del juez de instrucción que aguardaban, cual si hubiese sido cómplice del asesinato. ¿Diría lo que había visto al pasar el expreso? En un principio resolvió hablar, puesto que, en suma, nada tenía que temer. Además, su deber no era dudoso. Pero después cambió de opinión, ya que no podía dar a conocer un solo hecho decisivo, ni se atrevería a fijar ningún detalle preciso sobre el asesino. Necia cosa sería meterse donde no le llamaban para perder el tiempo y emocionarse sin provecho de nadie. ¡No, no! No hablaría. Y se fue, volviéndose dos veces para ver el bulto negro que formaba el cuerpo sobre el suelo en medio de la redonda claridad de la linterna. Un frío intenso se dejaba sentir en aquel desierto. Habían pasado varios trenes y llegaba otro muy largo con dirección a París. Y todos, lanzados por el inexorable ímpetu mecánico hacia su lejano destino, hacia el porvenir, pasaban rozando, indiferentes, el cadáver de un hombre al que otro hombre había degollado.

      Capítulo III

      Al día siguiente, domingo, acababan de dar las cinco de la mañana en todos los campanarios de El Havre cuando Roubaud se apeó en la estación para volver a su servicio. Todavía era de noche. El viento que soplaba desde el mar, empujaba la niebla hacia las colinas que se extienden entre Sainte–Adresse y el fuerte de Tourneville; mientras que al Oeste, sobre el mar abierto, aparecía un claro, un pedazo de cielo en el que fulguraban las últimas estrellas.

      En la estación, los mecheros de gas seguían luciendo, pálidos por el frío húmedo de la temprana hora; y allí estaba el primer tren de Montivilliers, que preparaban algunos obreros bajo las órdenes del jefe segundo de la noche. Las puertas de las salas permanecían cerradas y los andenes se hallaban desiertos en aquel perezoso despertar de la estación.

      Al salir de su casa, en el piso principal, encima de las salas de espera, había encontrado Roubaud a la mujer del cajero, la señora Lebleu, acechando, inmóvil en medio del pasillo central al que daban las habitaciones de los empleados. Hacía varias semanas que esta señora se levantaba de noche para vigilar a la señorita Guichon, la estanquera, a la que suponía andaba en alguna intriga con el jefe de estación, señor Dabadie. Por lo demás nunca había sorprendido la menor cosa, ni una sombra, ni un soplo. Y aquella mañana también se volvió a su casa sin otra cosa que el asombro producido por haber visto, en casa de los Roubaud, durante los segundos empleados por el marido en abrir y cerrar la puerta, a la mujer, a la hermosa Severina, de pie en el comedor, vestida ya, peinada y calzada, cuando de ordinario se quedaba en la cama hasta las nueve. La mujer de Lebleu despertó a éste para contarle tan extraordinario acontecimiento. En la víspera no se había acostado el matrimonio sino después de la llegada del expreso de París de las once y cinco, ardiendo en deseos de saber el resultado del asunto con el subprefecto. Pero no pudieron sorprender nada en la actitud de los Roubaud, que habían vuelto con la cara de todos los días; y en vano permanecieron hasta las doce con el oído alerta: ningún ruido salió del piso de sus vecinos, los cuales debieron dormirse inmediatamente. Seguramente su viaje no había tenido buen resultado ya que Severina estaba levantada tan de mañana. Y como el cajero preguntó qué cara tenía ella, su mujer se esforzaba por pintarla muy seria y pálida, con sus grandes ojos azules tan claros bajo sus cabellos negros, y sin hacer un movimiento, presentando el aspecto de una sonámbula. En fin, ya sabrían, en el curso del día, a qué atenerse.

      Abajo, se encontró Roubaud con su compañero Moulin, que había estado de servicio de noche y a quien debía relevar. Moulin, mientras paseaba algunos minutos, le puso al corriente