Emile Zola

La bestia humana


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—preguntó—. Había oído decir que todos los días andabas buscándolp por el túnel.

      Ella se encogió de hombros.

      —¡Ah! Mi casamiento... Me hace gracia lo del túnel. Dos kilómetros y medio de galopar a oscuras, con el miedo de que un tren pueda aplastarla a una si no abre bien el ojo. ¡Hay que oír a los trenes allá abajo! Me tiene aburrida ese Ozil. Ya no es a él a quien quiero.

      —¿Quieres, pues, a otro?

      —¡Ah, no sé! ¡No lo sé, de verdad!

      Y soltó una carcajada, mientras un fuerte nudo, que no podía deshacer, reclamaba toda su atención. Luego sin levantar la cabeza y como absorbida por su tarea, dijo:

      —¿Y tú? ¿No tienes novia?

      Ahora fue Jacobo el que se puso serio. Apartó los ojos, y su vacilante mirada se detuvo a lo lejos, en la noche. Al fin, respondió en tono breve:

      —No.

      —Eso es. Ya me han contado que odiabas a las mujeres. Además, no te conozco de ayer; nunca te he oído dirigir una palabra amable a ninguna... Dime, ¿por qué?

      Jacobo continuaba callado, y Flora, dejando el nudo, se decidió a mirarle.

      —¿Es que sólo quieres a tu máquina? —preguntó—. Se hacen muchas bromas respecto a eso, ¿sabes? Dicen que siempre la estás frotando para que reluzca más, como si sólo tuvieras caricias para ella. Yo te lo digo, porque soy tu amiga.

      Él también la miraba ahora a la pálida luz del humoso cielo. Y la recordaba de niña, violenta y voluntariosa desde aquel entonces; le saltaba al cuello en cuanto le veía, sintiendo por él una pasión de niña salvaje. Más tarde, viéndola sólo tras largas ausencias, la encontraba cada vez más crecida; pero ella siempre le recibía con la misma alegría intempestiva, y cada vez le inquietaba más la llama de sus grandes ojos claros. Se había convertido en mujer, soberbia y codiciable; sin duda le amaba hacía mucho tiempo, desde los tiempos más lejanos de su niñez. Su corazón comenzó a latir. Sintió, bruscamente, que el hombre al que esperaba era él. Una ola de sangre, un vértigo seguido por una sensación de angustia le subió a la cabeza, y su primer movimiento fue huir. Siempre el deseo le volvía loco, despertando en él la furia.

      —¿Qué haces ahí de pie? —dijo Flora—. Siéntate.

      Él vaciló de nuevo. Pero, súbitamente, le flaquearon las piernas y, vencido por la necesidad de tentar una vez más el amor, se dejó caer junto a ella sobre el montón de cuerdas. No hablaba, tenía seca la garganta. Ahora era ella, la taciturna, la altiva, la que, voluble, se lanzó a hablar hasta perder la respiración, aturdiéndose a sí misma.

      —El error de mamá ha sido el casarse con Misard —dijo—. Algún día le jugará una mala partida. Yo me lavo las manos, porque bastante tiene una con sus quehaceres, ¿no es verdad? Además, mamá me envía a acostar en cuanto quiero intervenir... ¡Que se desenrede ella! Yo vivo fuera pensando en cosas para más tarde... ¡Ah! Te vi pasar esta mañana en tu máquina, desde esos matorrales de allí abajo donde estaba sentada. Pero tú no miras nunca... Ya te diré las cosas en que pienso, pero más tarde, cuando seamos amigos del todo.

      Había dejado caer las tijeras, y él, siempre mudo, se había apoderado de sus manos. Ella, encantada, se las abandonaba. Sin embargo, cuando Jacobo se las llevó a sus labios, Flora sufrió un estremecimiento de virgen. La guerrera se despertaba batalladora ante esta primera aproximación del hombre.

      —¡No, no, déjame, no quiero!... Estate quieto, hablaremos... Los hombres no piensan más que en eso. ¡Ah!, si yo te repitiera lo que Luisita me contó el día en que murió en casa de Cabuche... Por lo demás, ya estaba yo enterada de lo que es el presidente, porque le he visto hacer algunas porquerías cuando venía aquí con ciertas muchachas... Hay una de la que nadie sospecha... La ha casado después.

      Jacobo no escuchaba. Estrechándola entre sus brazos, brutalmente, deshacía su boca contra la suya.

      Flora lanzó un débil grito, una queja profunda y dulce en la que estallaba la confesión de su ternura, oculta durante mucho tiempo; pero seguía luchando, a pesar de lo que deseaba. Sin proferir palabra, pecho contra pecho, forcejeaban para ver quién caía primero. Un instante, pareció ella ser la más fuerte; habría podido tirar a Jacobo debajo de sí, pero éste la agarró del pescuezo. Saltó el corpiño y aparecieron los dos pechos, duros, blancos como la leche. Flora cayó de espaldas, vencida.

      Entonces, jadeante, se detuvo y la contempló en vez de poseerla. Un furor súbito pareció apoderarse de él, una ferocidad que le hacía buscar con los ojos un arma, una piedra, cualquier cosa con qué matarla. Sus miradas encontraron las tijeras brillando entre montones de cuerdas, y se apoderó de ellas para hundirlas en aquella desnuda garganta, entre los dos pechos de sonrosados pezones. Pero un frío cruel le quitaba la embriaguez; las arrojó y huyó, mientras ella, con los párpados cerrados, creía que él la rechazaba por haberse ella, a su vez, resistido.

      Jacobo subió corriendo por el sendero de una cuesta y fue a parar al fondo de un estrecho valle. Las piedras que rodaban a su paso le asustaron y tomó la izquierda, por entre varias malezas, dando la vuelta en un recodo que le arrojó a la derecha sobre una meseta vacía. De pronto, resbaló y fue a dar contra la valla de la vía férrea. Llegaba un tren; él no lo notó en un principio, lleno de espanto como se hallaba: ¡Ah, sí! ¡Era el continuo oleaje humano que pasaba mientras él estaba agonizando allí! Trepó y bajó de nuevo, encontrándose siempre con la vía en el centro de profundas zanjas. Aquel desierto país cortado por montecillos, era como un laberinto sin salida donde se agitaba su locura en medio de la tristeza de las tierras incultas. Después de algunos minutos, atravesando pendientes, vio delante de sí la negra abertura, la abierta boca del túnel. Un tren ascendente se precipitaba por él, bramando, silbando y haciendo retemblar el terreno.

      Entonces, le flaqueáron las piernas y cayó Jacobo al borde de la línea, boca abajo sobre la hierba, prorrumpiendo en sollozos convulsivos. ¡Dios mío! ¿Habría vuelto aquel abominable mal de que se creía curado? ¡Había querido matar a aquella muchacha! ¡Matar a una mujer! ¡Matar a una mujer! Las palabras resonaban en sus oídos. Le venían persiguiendo desde días remotos de su juventud, siempre acarreadas por la fiebre creciente y enloquecedora del deseo. Así como otros adolescentes, al despertar la pubertad, sueñan con poseer una mujer, él se había excitado ante la idea de matar a alguna. ¡No podía mentirse a sí mismo! Había cogido las tijeras para clavarlas en las carnes de Flora en el instante en que vio aquel seno tibio y blanco. Y no fue porque le resistiera, ¡no!, fue por gusto, porque sintió deseos de hacerlo, deseos tales que si no se hubiera agarrado desesperadamente a la hierba, habría vuelto corriendo hacia allí para degollarla. A ella, ¡santo cielo!, aquella Flora que él había visto crecer, y por la que acababa de sentirse amado profundamente. Sus crispados dedos penetraron en la tierra y sus sollozos le desgarraron la garganta en un acceso de espantosa desesperación.

      Se esforzaba para calmarse. Trataba de comprender. ¿Qué era lo que le hacía diferente de los demás? Allá abajo, en Plassans, siendo adolescente, más de una vez se había dirigido ya la misma pregunta. Su madre, Gervasia, le había tenido muy joven, a los quince años y medio; pero fue el segundo, pues ella había dado a luz a Claudio, cuando apenas tenía catorce años; y ninguno de sus dos hermanos, ni Claudio, ni Esteban, nacido más tarde, parecía resentirse de haber tenido una madre tan niña y un padre tan infantil como ella, el bello Lantier, cuyo carácter debió costarle a Gervasia tantas lágrimas. Pero tal vez sus hermanos tuviesen algún mal que no confesaban, sobre todo el mayor, que ardía en deseos de ser pintor, con tanto furor que todos le creían medio loco. La familia no era una familia normal; muchos de sus miembros tenían resquebrajaduras. Jacobo sentía claramente, a ciertas horas, esta grieta hereditaria y no porque tuviese mala salud, pues la aversión y la vergüenza de sus crisis eran las solas causas de que hubiese adelgazado en otro tiempo; pero había en su ser repentinas pérdidas de equilibrio, como roturas; agujeros por los cuales el yo se escapaba