Emile Zola

La bestia humana


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entonces apartaba la cabeza. Una sopa de repollo se conservaba caliente sobre la estufa. Flora estaba sirviéndola cuando Misard entró sin manifestar sorpresa al ver allí al joven. Tal vez le había visto llegar, pero no hizo preguntas. Aparentaba no sentir curiosidad alguna. Un apretón de manos, un par de breves palabras y nada más. Jacobo tuvo que repetir espontáneamente la historia de la biela rota, su idea de ir a abrazar a su madrina y de pasar la noche allí. Misard se limitaba a mover la cabeza, con suave asentimiento, como si le pareciera todo perfecto, y luego todos se sentaron, comiendo sin prisa. Al principio reinaba el silencio. Fasia, que desde la mañana no había quitado los ojos de la olla en que hervía la sopa de repollo, aceptó un plato. Mas cuando su marido se levantó para darle su agua de hierro, que Flora había olvidado, agua de una garrafa en la que se veían clavos sumidos en el líquido, no la probó. Él, humilde y enclenque, emitiendo una tos sofocada y maligna, no parecía notar la ansiosa mirada con que la enferma seguía sus menores movimientos. Como ella pidiera sal, que faltaba sobre la mesa, le dijo que ya se arrepentiría de comer tanta sal, que eso era lo que la enfermaba. Salió para buscar un poco y le trajo una pulgarada en una cuchara. Fasia la aceptó sin desconfianza, pues la sal lo purificaba todo, según ella decía. Entonces, hablaron del tiempo, sorprendentemente tibio desde hacía algunos días, y de un descarrilamiento que había acaecido en Maromme. Jacobo acabó por creer que su madrina veía fantasmas, pues no sorprendía nada sospechoso en la conducta de ese hombrecillo complaciente y de mirada vaga. La cena se prolongó más de una hora. Dos veces, habiendo oído la señal de la bocina, Flora había salido por un instante. Pasaban los trenes, haciendo temblar los vasos sobre la mesa; pero ninguno de los comensales lo advertía.

      Resonó una nueva señal de la bocina, y esta vez Flora, que acababa de quitar la mesa, no volvió. Había dejado a su madre y a los dos hombres sentados ante la mesa en torno a una botella de aguardiente. Los tres permanecieron reunidos allí media hora más. Luego, Misard, que desde hacía un rato había detenido la mirada de sus escudriñadores ojos en un ángulo de la habitación, tomó su gorra y salió tras un lacónico “buenas noches”. Merodeaba por los arroyos vecinos, donde había soberbias anguilas, y no se acostaba nunca sin haber dado un vistazo a sus sedales.

      No bien había salido cuando Fasia miró fijamente a su ahijado.

      —¿Lo has visto? —preguntó—. ¿Has visto cómo registraba con la mirada aquel rincón? Es que se le ocurrió la idea de que podía haber escondido mi caudal detrás del tarro de la mantequilla... ¡Bien lo conozco! Estoy segura que esta noche lo apartará para ver.

      Un súbito y fuerte sudor cubrió su cuerpo, y sus miembros fueron agitados por un violento temblor.

      —¡Mira! —exclamó—. ¡Ya me vuelve otra vez! Me habrá envenenado, tengo la boca amarga como si hubiera tragado monedas de cobre. Y, sin embargo, ¡no he tomado nada de sus manos!... Ya no puedo más, vale más que me acueste. Te digo adiós, hijo mío, porque si mañana te vas a las siete y veinte, aun no me habré levantado. ¡Y no dejes de volver! ¡Dios mío, espero que me encuentres sin novedad!

      Jacobo tuvo que ayudarla a pasar a su cuarto, donde se acostó y, al fin, se durmió, abrumada. Cuando se vio solo, vaciló sin saber si debería, o no, subir a tumbarse sobre el heno que le esperaba en el granero. Pero todavía no eran las ocho y no tenía ganas de dormir. Salió, dejando encendida la pequeña lámpara de petróleo en la casa desierta y soñolienta, sacudida, de cuando en cuando, por el paso violento de algún tren.

      Fuera ya, Jacobo experimentó los efectos de la suavidad del ambiente. Sin duda iba a llover más. En el cielo una nube lechosa, uniforme, se había extendido, y la luna llena oculta tras ella, aclaraba toda la bóveda celeste con un color rojizo. También se distinguía claramente el campo, cuyas tierras y eminencias, y cuyos árboles se destacaban negros en medio de aquella luz igual y mortecina como seres insomnes. Dio la vuelta a la reducida huerta. Después pensaba marcharse hacia Doinville, porque allí la subida del camino era menos áspera. Pero le atrajo la vista de la casa solitaria al otro lado de la línea, y atravesó la vía pasando por la empalizada, pues la barrera estaba ya cerrada por la noche. Esta casa la conocía perfectamente, y la miraba en todos sus viajes, en medio del rugido de su veloz máquina, molestándole, sin que supiera por qué, la sensación confusa que producía en su existencia. Cada vez experimentaba, primero como miedo de no volver a encontrarla allí, y, después, como cierto malestar al verla en su sitio. Nunca había visto abiertas sus puertas y ventanas. Todo lo que le habían dicho de ella era que pertenecía al presidente Grandmorin. Aquella noche sintió un deseo irresistible de pasearse por sus alrededores para saber más.

      Jacobo permaneció un rato parado en el camino frente a la verja. Retrocedía y se alzaba sobre las puntas de los pies, tratando de ver algo. La vía del tren, al cortar el jardín, no había dejado delante de la casa más que un estrecho parque cercado por tapias; detrás se extendía un vasto terreno rodeado por una empalizada. Ofrecía, con el reflejo rojizo de aquella nebulosa noche, cierto aspecto de lúgubre tristeza en su abandono. Jacobo se disponía a alejarse, sintiendo un escalofrío, cuando notó que había un agujero en la valla. La idea de que sería cobarde si no entraba, le hizo pasar por el agujero. Su corazón latía violentamente. Pero, en seguida, se detuvo al ver una sombra agazapada.

      —¡Cómo! ¿Eres tú? —exclamó asombrado al reconocer a Flora—. ¿Qué haces aquí?

      También ella sintió un estremecimiento de sorpresa. Repuesta luego, dijo tranquilamente:

      —Ya lo ves, estoy tomando unas cuerdas... Han dejado un montón y se pudrirían sin servir a nadie. Por eso yo, que las necesito, vengo a tomarlas.

      En efecto, con unas grandes tijeras en la mano, sentada en el suelo, estaba Flora desenredando las cuerdas y cortando los nudos que se resistían.

      —¿No viene el propietario? —preguntó el joven.

      Ella se echó a reír.

      —¡Oh! Desde lo que pasó con Luisita, no hay cuidado que el presidente se atreva a asomar la punta de la nariz por La Croix-de-Maufras. Puedo agarrar sus cuerdas sin problema.

      Jacobo calló un momento, turbado por el recuerdo de la trágica aventura que evocaba.

      —Y tú, ¿crees lo que Luisita contó? —preguntó luego—. ¿Crees que él haya querido violarla, y que luchando fue como ella se hirió?

      Flora exclamó bruscamente dejando de reírse:

      —Luisita nunca ha mentido, ni Cabuche tampoco... Es amigo mío.

      —Y tal vez tu novio a estas horas.

      —¡Él! Habría de ser la última de las mujeres... ¡No, no! Es mi amigo; yo no tengo novio ni quiero tenerlo.

      Flora había erguido su poderosa cabeza, cuyo cabello espeso dejaba descubierto poco espacio de frente. De todo su robusto ser se desprendía una salvaje fuerza de voluntad. Ya era la heroína de una leyenda en el país. Contaban historias de salvamentos: una carreta retirada de la vía cuando pasaba un tren; un vagón que bajaba solo por la cuesta de Barentin, detenido. Y estas pruebas de fuerza que asombraban, hacían que los hombres la desearan, tanto más cuanto que creyeron en un principio sería presa fácil, porque vagaba por los campos buscando los rincones más apartados y echándose en el fondo de las cuevas inmóvil y con los ojos abiertos. Pero los primeros que se habían arriesgado no volvieron a sentir ganas de comenzar el cortejo. Como le gustaba bañarse desnuda en un vecino arroyo, algunos pilluelos de su edad habían ido a verla; pero ella logró agarrar a uno de ellos, y sin tomarse siquiera el cuidado de ponerse la camisa, le puso semejante tunda, de tal modo que ya nadie iba a observarla. En fin, se esparcía el murmullo de una historia con cierto guardagujas del empalme de Dieppe, acaecida al otro lado del túnel; un tal llamado Ozil, muchacho de treinta años, muy honrado, a quien ella pareció dar algunas esperanzas, pero que, habiéndose imaginado cierta noche que estaba dispuesta a entregarse, por poco lo deja muerto de un garrotazo.

      Flora era virgen y guerrera, desdeñosa de varón, lo que acabó por convencer a la