este nombre con intención, porque sabía
la rivalidad que existía entre la mujer del cajero y la del jefe segundo, afectando estar bien con la primera para hacer rabiar a la otra. Se quedó, sin embargo, súbitamente interesada al oír al fogonero preguntar por el asunto con el subprefecto:
—Y se arregló a gusto de usted, ¿no es eso, señor Roubaud? —Sí, a mi gusto.
Pecqueux guiñó los ojos con expresión maliciosa.
—¡Oh! —exclamó—. No tenía usted por qué inquietarse... con tan buena protección, ¿eh?... Ya sabe a quién me refiero. Mi mujer también le está muy agradecida.
El jefe segundo interrumpió esta alusión al presidente Grandmorin, diciendo bruscamente:
—¿De modo que no sale usted hasta la noche?
—Sí, acaban de ajustar la biela —contestó Pecqueux—. Estoy esperando a mi maquinista, que también anda por ahí. ¿Conoce usted a Jacobo Lantier? Es paisano suyo.
Roubaud, con el espíritu ausente y vago, no parecía oír. Lu go, como si despertara, preguntó:
—¿Jacobo Lantier, el maquinista? Sí, lo conozco. Así, sabe, superficialmente. Fue aquí donde nos conocimos, pues él es menor que yo y nunca lo encontré allá abajo, en Plassans. El otoño último prestó un pequeño servicio a mi mujer, un encargo que le hizo en casa de sus primas, en Dieppe... Es un muchacho despejado, según dicen.
Hablaba sin reflexionar, y de repente se despidió:
—Nos vemos, Pecqueux; voy a dar un vistazo por aquel lado.
Entonces se fue también Filomena, y Pecqueux, inmóvil, con las manos en los bolsillos y sonriente de gusto por la holganza de aquella agradable mañana, se asombraba de que el jefe segundo, después de limitarse a dar la vuelta al cobertizo, se marchara tan de prisa. Su vistazo no había sido largo. ¿Qué podría haber ido a fisgar allí?
Cuando Roubaud entró en el muelle abierto, daban las nueve. Avanzó hasta el extremo del andén y, llegando a las mensajerías, miró en derredor suyo como si no encontrara lo que buscaba. Después se volvió con el mismo aire impaciente. Sucesivamente interrogó con la mirada las oficinas de los diversos servicios. A estas horas, la estación estaba silenciosa y desierta; y él se agitaba solo, presa de un nerviosismo cada vez más agudo frente a aquella paz, sintiendo ese tormento del hombre tan amenazado por una catástrofe que acaba por desear que estalle. Su sangre fría le abandonaba; no podía estarse quieto. Sus ojos ya no se apartaban del reloj. Las nueve... las nueve y cinco. Normalmente, no subía a su casa hasta las diez, después de la salida del tren de las nueve y cincuenta, hora en que desayunaba. Ahora, con un brusco movimiento, se dirigió hacia la escalera, pensando en Severina, que seguramente estaría aguardando como él.
En el pasillo, en aquel momento preciso, la señora Lebleu abría la puerta a Filomena, que llegaba despeinada y con un par de huevos en la mano. Las dos mujeres se estacionaron ante la puerta y forzoso fue a Roubaud pasar a su casa vigilado por cuatro ojos que apuntaban su mirada hacia él. Llevaba la llave consigo y se apresuró a entrar, pero no pudo hacerlo con bastante rapidez para que las amigas no vislumbraran a Severina sentada, pálida e inmóvil, en una silla del comedor. Y la señora Lebleu, haciendo pasar a Filomena, le contó que por la mañana la había visto en igual postura: era, sin duda, la historia con el subprefecto, que tomaba mal giro. Pero Filomena le dijo que no lo creía, y que venía precisamente porque tenía noticias, y entonces le repitió lo que acababa de oír decir al propio jefe segundo. Las dos mujeres se perdieron en mil conjeturas. Siempre sucedía lo mismo: cada vez que se encontraban, renovaban la eterna chismografía.
—Les habrán administrado un buen jabón, hija mía, pondría las manos en el fuego... Seguramente los van a despedir...
—¡Ay señora, si nos libraran de ellos!
La rivalidad cada vez más envenenada entre los Lebleu y los Roubaud, había nacido sencillamente por una cuestión de alojamiento. Todo el primer piso, el que se hallaba inmediatamente por encima de las salas de espera, servía de domicilio para los empleados, y el corredor central, un verdadero pasillo de hotel, pintado de amarillo y alumbrado por la luz del techo, dividía el piso en dos, alineando las oscuras puertas a derecha e izquierda. Pero los departamentos de la derecha tenían ventanas al patio de salida, con viejos olmos sobre los que se destacaba el admirable panorama de la playa de Ingouville; mientras que las habitaciones de la izquierda daban sobre la techumbre de la estación, cuya parte alta, cubierta de zinc y vidrios, tapaba por completo el horizonte. Nada más alegre que las de la derecha, con la continua animación del patio, la verdura de los árboles y la vasta campiña; y era para morirse en los cuartos de la izquierda, donde apenas se veía claro, viviendo como en una prisión. En la parte delantera habitaban el jefe de estación, Moulin, y Lebleu; en la de atrás, Roubaud y la estanquera, señorita Guichon, sin contar tres piezas, reservadas para los inspectores transeúntes. Ahora bien, era notorio que los segundos jefes habían vivido siempre puerta con puerta. Si los Lebleu estaban allí, era por condescendencia del anterior jefe segundo, predecesor de Roubaud, el cual, siendo viudo, y no teniendo hijos, había deseado hacerse agradable a la mujer de Lebleu, cediéndole su casa. Pero, ¿era justo relegar a Roubaud a la parte trasera cuando tenía derecho a vivir en la delantera? Mientras los dos matrimonios habían permanecido en buena inteligencia, Severina había subordinado sus deseos a los de su vecina, que le llevaba veinte años, y que, delicada de salud, era tan gorda que se asfixiaba a cada instante. La guerra no se había declarado, en realidad, hasta el día en que Filomena desunió a las dos mujeres con sus abominables chismes.
—¿Sabe usted? —proseguía esta última—. Los creo bien capaces de haber aprovechado su viaje a París para pedir que los echen a ustedes. He oído decir que han escrito al director una larga carta en la que hicieron valer sus derechos.
—¡Miserables! —prorrumpió la señora Lebleu—. Y estoy segura que tratan de tener de su parte a la estanquera, porque hace quince días que no me saluda... ¡Otra cochinería! Pero la estoy vigilando...
Y bajó la voz para afirmar que la señorita Guichon iba todas las noches a reunirse con el jefe de la estación. Sus puertas se hallaban frente a frente. El señor Labadie, viudo y padre de una hija mayor, interna en un colegio, era quien había traído allí a esa rubia de treinta años, marchita ya, delgada y silenciosa, con la flexibilidad de una culebra. Al parecer, había sido así como una institutriz. Era imposible sorprenderla, pues sabía bien deslizarse. Por sí misma, no tenía importancia alguna, pero si se acostaba con el jefe, su intervención podía ser decisiva; mas el triunfo lo tendría en sus manos quien poseyera su secreto.
—¡Oh! Ya me enteraré —prosiguió la señora Lebleu—. No voy a dejarme comer... Aquí estamos y aquí seguiremos. Las personas honradas nos dan la razón, ¿verdad, chica?
Toda la estación asistía apasionada a la guerra de los dos pisos, que sobre todo, hacía estragos en el pasillo. La única persona despreocupada en aquella lucha era Moulin, el otro jefe segundo, satisfecho de vivir en la parte delantera con su tímida y frágil mujer a la que nunca se veía y que le daba un hijo cada veinte meses.
—En fin —concluyó Filomena—, aunque bailen ahora en la cuerda floja, no se estrellarán por esta vez... No se fíe usted, que conocen a personas de mucha influencia. Seguía con sus dos huevos en la mano. Al fin, los ofreció a su amiga. Eran huevos frescos que acababa de recoger aquella misma mañana. La vieja señora se deshacía en cumplidos.
—¡Qué amable es usted! —exclamaba—. ¡Venga a charlar más a menudo! Ya sabe que mi marido está siempre en la caja, y yo me aburro tanto, metida aquí a causa de las piernas... ¿Qué sería de mí, si esos miserables me quitaran la vista que tengo?
Después, mientras abría la puerta, puso un dedo sobre sus labios, y, cuchicheando, dijo:
—¡Chis!, ¡escuchemos!
Ambas, de pie en el corredor, permanecieron