Tobón y María Alexandra Mosquera, el traductor y empresario Antonio Posada y su esposa María José Gómez y yo. Juntos presenciamos el último adiós y la entrega de sus cenizas para un osario muy reservado de esa capilla, al lado de José Celestino Mutis y José María del Castillo y Rada, con respiración contenida de cómplices volterianos.1
En el sermón, elocuente y como facturado con acierto para la ocasión, monseñor Pinilla se refirió al occiso, no tachándolo de satán anticatólico, sino disculpándolo con indulgencia por su “búsqueda furiosa de verdad”. La expresión inesperada resonó nítida en nuestros oídos, nos obligó a cruzar miradas en señal de “el cura este sabe por dónde va el agua al molino”. Este destello sonoro infundió una luz insólita al ocasional acto de despedida e hizo patente la gran ausencia, de modo que la ceremonia religiosa fue más bien un preámbulo jovial y hasta ocurrente de la larga tenida en la sofisticada casa restaurante de María Eugenia García, en el norte de Bogotá, corazón de la Quinta Camacho, donde nos congregamos báquicamente hasta el amanecer. Allí comimos, bebimos y enaltecimos al viejo, todavía con sus cenizas calientes, depositadas en un ánfora estilizada en las que fueron traídas desde Bonn por su inconsolable hija Bettina.
Hay fotografías locuaces de esa despedida del maestro colombiano, quien por tantos años había orientado nuestra vida intelectual, además de haber descarriado irreversiblemente mi profesión de abogado. El colectivo gutierrista brindó a su salud eterna, evocó con ruido su santa efigie de boyacense impertinente e hizo pacto diabólico para que su obra no cayera en el olvido de la desdichada Colombia, la amnésica y, por tanto, violentamente irredenta patria de Bolívar. Rubén Jaramillo exhibía aún el pleno vigor de su inteligencia excepcional y su recia moralidad, mientras que María Eugenia se esforzaba en hacer las monerías de antes, de condesa anarcoindividualista. Enterramos en esa ocasión festiva a un bolivariano, a un ensayista ejemplar, al más incómodo de los intelectuales del siglo XX de nuestro patio nacional. Todos, sin excepción, nos emborrachamos hasta perder la conciencia, hasta caer enlagunados, que es un deporte tradicional de alto riesgo, pero que en esta ocasión valió la pena. Lo hicimos sin arrepentimientos y, sobre todo, sin la oportunidad de repetir la hazaña, porque Gutiérrez Girardot se entierra solo una vez en este valle de lágrimas colombiano.
El más acá nos premió con este febril reencuentro en la santa misa rosarista que quiso exorcizar sus “aproximaciones”, sus “provocaciones”, sus “cuestiones”, sus “insistencias”, sus “heterodoxias”, para repetir los títulos de sus libros de ensayos, y supimos como logia semiesotérica que el ritual de despedida era merecido, inolvidable, llamado a perpetuarse en nuestros más hondos y vivaces recuerdos. El elevado elemento, luego de largas décadas fuera de su patria, se despedía sin estrépito, con discreción elegante, para avivar la llama de nuestro cándido fervor. El hombre empecinado, como lo había dicho Dilthey de Lessing en la ya lejana época de este, se había erguido “completamente solo”, y solo había abrazado “la lucha contra todas las corrientes amistosas u hostiles” de la tradición intelectual inmediata, a la par que creaba “transitoriamente sus aliados”, en un intento sin más remedio por completar su pensamiento. Pues al fin, en el instante que partía, ¿qué sabíamos en realidad del ícono de nuestra primera juventud? El rito ceremonial de una misa exequial se trocó en un desafío de indecisas consecuencias académicas. El lazo de tensión entre el último adiós en la ermita colonial y la herencia condicionada sigue siendo la flama continua que anima esta tarea investigativa. Su reposo, nuestro desvelo.
En esa soleada tarde capitalina, contrajimos, pues, compromisos que hemos, acaso, cumplido parcialmente, pero, ahora, cuando han pasado más de quince años, no cabe sino empezar a cumplirlos a cabalidad. Este libro es uno de ellos, y solo desea ser estímulo a otros muchos proyectos que giran en torno a la obra, la vida, los avatares de una existencia única en la ancha y cada vez más ajena y desesperanzada América Latina. Así que el gran bolivariano, el gran colombiano que amplió sus horizontes vitales e intelectuales con su larga e intensa vida europea, en especial en España y Alemania, y que salió prácticamente huyendo de la Colombia posgaitanista a un exilio intelectual semivoluntario, regresa una vez más, convertido en fragmentos biográficos impresos. Este libro es la cuota inadministrable de esa tarde de farra y buenos e insanos propósitos. Porque también en esa tarde memorable, de duelo y de éxtasis, me reconcilié definitivamente con la efigie, con el hombre que había partido al más allá, desde donde nos sigue hablando, enseñando e interrogando. Espero no defraudar a todos de todas las maneras posibles con este “mamotreto”, aunque quizá así solo contradiga rotundamente el epígrafe que le escogí, citado por Gonzalo Sobejano en “Mi amigo Rafael”: “La identidad consiste en trabajar más y mejor”.2
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Rafael Gutiérrez Girardot había muerto a los 78 años, el 26 de mayo de 2005, como efecto de un infarto de miocardio. El doctor Mario Correa Tascón, quien tuvo ocasión de leer el acta médica de fallecimiento, me comentó que sus venas sufrían una esclerosis irreversible, producto de una vida sedentaria, un régimen alimenticio quizá inadecuado para su edad y los traumatismos y secuelas de un grave accidente automovilístico que habían sufrido él, su amigo Antonio Lago Carballo y sus sendas esposas en una autopista alemana hacia el año 2000. Este accidente casi fatídico, que lo tuvo en coma varias semanas, había precipitado el deterioro físico y psicológico. “No era ya el mismo”, testimonia Carmen Ruiz Barrionuevo, profesora de la Universidad de Salamanca, quien tuvo la oportunidad de verlo y compartir con él en esa fase conclusiva de su existencia. El roble, que aguantaba inalterable dosis inverosímiles de vino, envejecía a pasos agigantados. Así que su deterioro era visible, una decadencia dolorosa y traumática, un avizoramiento del desenlace, largamente anunciado, en su apartamento de la Rheinaustrasse. En la fotografía de Gutiérrez Girardot que ha colgado Carlos Rivas Polo en el portal de la muy meritoria bibliografía, se le ve apoyado en un bastón, con su infaltable corbatín y su saco profesoral, con el rostro sensiblemente consumido y con mirada más bien agotada. Son, sin duda, sus últimos años de fructífera existencia.
Luego de redactar estas páginas, Rodrigo Zuleta me regaló un recuerdo vivo de esos años, uno que contrasta con la impresión de una lenta decadencia. Más bien, él lo vio con una entereza singular, aunque su esposa Ulrike lo viera decaído: “Sí, él ya no podía despotricar más”, le dijo. Rodrigo me escribió así un correo electrónico que transcribo casi entero:
Claro, hubo decadencia física, sin duda. El accidente debió ser en el 99, yo todavía estaba en Bonn y estaba en mi último apartamento, en Beuel, y por eso me acuerdo. La primera vez que lo vi tras el accidente fue en el hospital, había salido de cuidados intensivos y estaba en una habitación que compartía con otro paciente. Me dijo que lo primero que iba a hacer cuando saliera era tomarse una cerveza. Él quedó mejor que Marliese tras el accidente, que empezó a tener despistes. Recuerdo también cuando vinieron las inundaciones de rigor de Beuel y que les ayudamos, con Bettina, a desocupar el garaje.
Después de mi traslado a Berlín, en octubre del 99, lo vi un par de veces. Una de ellas, cuando pasé por Bonn tras entregar los ejemplares de rigor de mi tesis en Bochum y recoger mi diploma de doctor, me hace pensar que seguía teniendo resistencia al vino. Me invitó a cenar, bebimos y bebimos —después fue amonestado por Bettina—. Esa noche lo noté bien, muy contento. Al final me dijo: “No se olvide de darme su tesis”. Le di un ejemplar que tenía reservado para él y que ahora debe estar en la Fundación Barcenillas. Una vez estuvo en Berlín, cuando le dieron el Premio Alfonso Reyes. Él, Marliese y Bettina almorzaron en mi casa. Después salimos a dar una vuelta por el Tiergarten y las bicicletas les producían pánico a los dos, fue lo único que noté de extraño.
También pasé un par de veces por Bonn y los vi, sentía que su afectuosidad había aumentado, lo que tal vez fuera una forma de debilidad. La última vez que hablé con él fue el día de su último cumpleaños, que lo llamé por teléfono. Tosía mucho, estaba un poco ahogado. Fue la primera vez que pensé que podía pasar algo pronto. Le dije también que entre un libro, no me acuerdo entre qué libro, había encontrado una carta de Hugo Friedrich a él y que se la iba a mandar de vuelta. Se la mandé. No era gran cosa, pero me hubiera gustado sacar copia, lo que imbécilmente no hice. Pocos días después Bettina llamó llorando: “Papá murió,