Charlotte Bronte

Jane Eyre


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de la habitación.

      Me quedé sola, vencedora de la batalla. Había sido la batalla más dura que había librado, y mi primera victoria. Estuve parada un rato sobre la alfombra, donde antes había estado el señor Brocklehurst, y disfruté de la soledad del conquistador. Al principio, sonreía y me sentía exaltada, pero este intenso placer se fue calmando al mismo tiempo que los latidos de mi corazón. Un niño no puede discutir con sus mayores, como yo lo había hecho, no puede dar rienda suelta a su ira, como yo lo había hecho, sin experimentar después una punzada de remordimiento y arrepentimiento. Mi mente era un fuego ardiente con llamas devoradoras y vivas cuando acusé y amenacé a la señora Reed; el mismo fuego, negro y apagado tras agotarse las llamas, hubiera servido para representar mi ánimo después, cuando media hora de reflexiones me mostró la locura de mi comportamiento y lo desolador de mi posición odiosa y odiada.

      Era la primera vez que probaba la venganza. Me pareció un vino aromático, cálido y chispeante en el paladar; pero dejó un regusto metálico y corrosivo que me daba la impresión de haber sido envenenada. De buena gana habría ido a pedirle perdón a la señora Reed, pero sabía, en parte por experiencia y en parte por instinto, que esta era la manera de conseguir que me rechazara con doble desprecio, lo cual hubiera estimulado de nuevo los impulsos tumultuosos de mi carácter.

      Más me valdría ejercitar otra habilidad que no fuera la de pronunciar palabras airadas; más me valdría cultivar sentimientos menos violentos que la negra indignación. Cogí un libro, uno de cuentos árabes, y me senté a leer. Era incapaz de entender el tema: entre yo y las páginas que solían maravillarme se interpusieron mis pensamientos. Abrí la puerta de cristal de la sala que daba al jardín, donde todo estaba tranquilo, dominado por la escarcha, sin que el sol o el viento lo aliviasen. Me cubrí la cabeza y los brazos con la falda de mi vestido y salí a pasear por una zona apartada. No hallé placer ni en los árboles silenciosos, las piñas caídas, ni los restos del otoño: la hojarasca rojiza, barrida por el viento hasta formar heladas pilas. Me apoyé en una valla y contemplé un campo vacío, cuya hierba estaba quemada y descolorida, donde no había ninguna oveja pastando. Era un día gris de cielo encapotado, que amenazaba nieve; de hecho, caían a intervalos algunos copos, que se depositaban en el duro sendero y en el prado helado, y no se derretían. Sintiéndome desgraciadísima, me pregunté una y otra vez en un susurro: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?».

      Enseguida oí la llamada de una voz clara:

      —Señorita Jane, ¿dónde está? Venga a comer.

      Sabía que era Bessie, pero no me moví. Al rato oí sus pasos ligeros por el sendero.

      —¡Criatura traviesa! —dijo— ¿por qué no acude cuando se la llama?

      En comparación con los pensamientos que me habían ocupado la mente, me alegró la presencia de Bessie, aunque, como siempre, estaba algo enfadada. El caso es que, después de mi lucha con la señora Reed y mi victoria sobre ella, no estaba dispuesta a preocuparme por el enojo pasajero de la niñera, pero sí quería disfrutar de su alegría lozana. La rodeé con los dos brazos, diciendo:

      —Venga, Bessie, ¡no me riñas!

      Este gesto era más natural y abierto de lo que yo solía permitirme, y, de alguna manera, pareció agradarla.

      —Es usted una niña extraña, señorita Jane —dijo, mirándome— una criatura solitaria y errante. Se irá a la escuela, supongo.

      Asentí con la cabeza.

      —¿No le dará pena dejar a la pobre Bessie?

      —Poco le importo yo a Bessie. Siempre me estás riñendo.

      —Porque es usted una criatura tan rara, tímida y asustadiza. ¡Debería ser más resuelta!

      —¿Para qué? ¿Para que me peguen más?

      —¡Tonterías! Pero sí es verdad que tiene las cosas difíciles. Decía mi madre cuando vino a verme la semana pasada que no le gustaría ver a un hijo suyo en la posición de usted. Ahora, vayamos adentro. Tengo buenas noticias para usted.

      —No me lo puedo creer, Bessie.

      —¡Pero, niña! ¿Qué quiere decir? ¡Con qué ojos más tristes me mira! Bueno, la señora y los señoritos van a salir a merendar esta tarde, y usted merendará conmigo. Le pediré a la cocinera que le haga un pastelillo, y luego me ayudará usted a repasar sus cajones, pues pronto tendré que hacer sus maletas. La señora tiene intención de que se marche en un día o dos, y tiene que elegir los juguetes que quiere llevarse.

      —Bessie, tienes que prometerme que no me reñirás más hasta mi partida.

      —De acuerdo, pero ha de ser buena, y no tenerme miedo. No se asuste si levanto un poco la voz: eso me irrita muchísimo.

      —Creo que nunca volveré a tenerte miedo, Bessie, porque me he acostumbrado a ti, y pronto tendré otro grupo de personas a quienes temer.

      —Si los teme, la despreciarán.

      —¿Como tú, Bessie?

      —Yo no la desprecio, señorita. Creo que la quiero más que a los demás.

      —No se nota.

      —¡Qué mordaz! Habla usted de una manera diferente. ¿Qué la ha hecho tan atrevida y osada?

      —Pues que pronto me habré marchado, y, además… —iba a contarle algo de lo que había pasado entre la señora Reed y yo, pero lo pensé mejor y decidí no mencionarlo.

      —¿Así que se alegra de dejarme?

      —En absoluto, Bessie. En este momento, lo siento bastante.

      —«¡En este momento!». ¡Con qué frialdad lo dice la señorita! Supongo que si le pidiera un beso, me lo negaría, diciendo que preferiría no hacerlo.

      —Estaré encantada de darte un beso. Agacha la cabeza —Bessie se agachó, nos dimos un abrazo, y la seguí, bastante consolada, hasta la casa. La tarde transcurrió tranquila y armoniosamente, y por la noche Bessie me contó algunos de sus cuentos más cautivadores, y me cantó algunas de sus canciones más dulces. Incluso para mí, la vida contenía momentos de felicidad.

      Capítulo V

      Apenas habían dado las cinco de la mañana del diecinueve de enero cuando entró Bessie en mi cuarto con una vela, encontrándome ya levantada y casi vestida. Me había levantado media hora antes de su llegada y me había lavado la cara y vestido a la luz de la media luna, cuyos rayos se filtraban a través de la estrecha ventana que estaba junto a mi cama. Iba a salir de Gateshead aquel día en una diligencia que pasaba ante la portería a las seis. Bessie era la única persona que se había levantado; había encendido el fuego del cuarto de los niños, donde se dispuso a prepararme el desayuno. Hay pocos niños capaces de comer cuando están nerviosos por la idea de un viaje, y yo tampoco pude. Habiendo insistido en vano para que tomase unas cucharadas de la leche hervida con pan que me había preparado, Bessie envolvió en papel unas galletas, que puso en mi bolsa, me ayudó a ponerme la pelliza y el sombrero, se cubrió con un chal y salimos ambas del cuarto. Cuando pasamos delante de la habitación de la señora Reed, me preguntó:

      —¿Quiere entrar a despedirse de la señora?

      —No, Bessie. Ella vino a mi cuarto anoche cuando habías bajado a cenar, y me dijo que no hacía falta despertarla a ella ni a mis primos por la mañana, y que recordara que siempre había sido mi mejor amiga, y que por esto siempre hablara bien de ella y le estuviera agradecida.

      —¿Qué dijo usted, señorita?

      —Nada. Me tapé la cara con las mantas y me volví hacia la pared.

      —Eso no estuvo bien, señorita Jane.

      —Estuvo perfectamente, Bessie. Tu señora no ha sido mi amiga, sino mi enemiga.

      —Oh, señorita Jane, ¡no diga eso!

      —¡Adiós, Gateshead!