sorpresa.
—Yo asumo la responsabilidad —añadió, a modo de explicación para estas, e inmediatamente abandonó la habitación.
Poco después, se repartió el almuerzo para deleite de todas las alumnas, y se nos ordenó: «¡Al jardín!». Cada una se puso un sombrero de tosca paja con cintas de percal de colores, y una capa de paño gris. Yo me equipé del mismo modo y me dirigí afuera con todas las demás.
El jardín era amplio, rodeado de un muro tan alto que ocultaba cualquier vista del exterior. A un lado había un pórtico cubierto, y unos senderos anchos bordeaban los muchos parterres del centro, cada uno de los cuales era asignado a una alumna para que lo cultivara. Sin duda, estaría muy bonito en la época de las flores, pero en esas fechas de finales de enero, todo era desolación y podredumbre invernal. Me estremecí al mirar a mi alrededor. El día era poco propicio para el ejercicio a la intemperie; no llovía, pero todo estaba ensombrecido por una niebla amarillenta y el suelo todavía rezumaba humedad por las lluvias del día anterior. Las muchachas más fuertes correteaban y jugaban, pero otras, pálidas y delgadas, buscaron refugio y calor en el pórtico, y mientras la espesa niebla les calaba hasta los huesos y las hacía tiritar, oí a varias toser repetidamente.
Hasta el momento, no me habían dirigido la palabra, ni parecían verme. Estaba sola, pero estaba acostumbrada a la sensación de aislamiento, y no me abrumé. Me apoyé en una de las columnas del pórtico, me envolví en mi capa, e, intentando olvidarme del frío que me atormentaba por fuera y el hambre que me roía por dentro, me dediqué a la tarea de observar y pensar. No merecen mención mis reflexiones, por indefinidas y rudimentarias: apenas sabía dónde estaba. Gateshead y mi vida pasada parecían perdidos en lontananza, el presente era vago y extraño, y no me podía imaginar el futuro. Miré el jardín, que parecía de convento, y luego la casa, un edificio grande, la mitad vieja y gris, y la otra mitad nueva. La parte nueva, que contenía el aula y el dormitorio, tenía ventanas con celosías y parteluces, que le daban aspecto de iglesia. Encima de la puerta, había una lápida con la leyenda:
«Institución Lowood. Esta parte fue reconstruida en el año… por Naomi Brocklehurst, de Brocklehurst Hall, de este condado. “Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los Cielos” (Mateo, 5,16)».
Leí estas palabras una y otra vez, porque creía que contenían un significado que era incapaz de comprender. Todavía me estaba preguntando qué querría decir «institución», e intentando descubrir la conexión entre las primeras palabras y el versículo de las Sagradas Escrituras, cuando el sonido de una tos a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Vi a una chica sentada en un banco de piedra. Estaba inclinada sobre un libro, cuya lectura parecía absorber su atención. Pude ver el título del libro, Rasselas, que se me antojó extraño y, por eso mismo, atractivo. Al volver la hoja, levantó la vista, y aproveché para decirle:
—¿Es interesante el libro? —Ya me había decidido a pedírselo prestado algún día.
—A mí me gusta —respondió, después de una breve pausa, durante la cual me examinó.
—¿De qué trata? —continué. No sé de dónde saqué la valentía para iniciar una conversación con una extraña, pues este paso era contrario a mi naturaleza y mis costumbres. Creo que su actividad tocó una fibra de simpatía en mí, ya que también disfrutaba de la lectura, aunque de un tipo más frívolo e infantil, pues no era capaz de digerir ni comprender las lecturas serias y trascendentales.
—Puedes mirarlo —contestó la muchacha, ofreciéndome el libro.
Así lo hice, y, tras examinarlo brevemente, me convencí de que el texto era menos atrayente que el título. Para mi gusto frívolo, Rasselas parecía algo aburrido, ya que no vi nada relacionado con hadas ni genios, y la letra tan apretada no mostraba la variedad a la que estaba acostumbrada. Se lo devolví, lo cogió en silencio y, sin decir palabra, estaba a punto de retomar a su lectura, cuando me atreví a interrumpirla de nuevo:
—¿Puedes decirme lo que significa la leyenda de la lápida de la puerta? ¿Qué es la Institución Lowood?
—Esta casa donde vas a vivir.
—¿Y por qué la llaman «institución»? ¿Es que no es igual que las demás escuelas?
—Es una escuela en parte benéfica; tú y yo y todas nosotras dependemos de la caridad. Supongo que eres huérfana, ¿no has perdido a tu madre o tu padre?
—Murieron ambos antes de lo que pueda recordar.
—Bueno, pues todas las muchachas han perdido a uno de sus padres o a los dos, y esta es una institución para educar a las huérfanas.
—¿Es que no pagamos? ¿Nos mantienen gratis?
—Pagamos, o pagan nuestros familiares, quince libras al año.
—Entonces, ¿por qué lo llaman benéfico?
—Porque quince libras no son suficientes para la manutención y la enseñanza, y el resto lo cubren las donaciones.
—¿Quién hace las donaciones?
—Diversas damas y caballeros caritativos de esta zona y de Londres.
—¿Quién fue Naomi Brocklehurst?
—La señora que edificó la parte nueva de la casa, tal como pone la lápida, cuyo hijo la supervisa y administra ahora.
—¿Por qué?
—Porque es el tesorero y administrador del establecimiento.
—¿Entonces la casa no es de la señora del reloj, que ordenó que comiéramos pan y queso?
—¿De la señorita Temple? No. ¡Ojalá fuera así! Ella tiene que justificarse ante el señor Brocklehurst por todo lo que hace.
—¿Él vive aquí?
—No, vive en una casa grande, a dos millas de aquí.
—¿Es un buen hombre?
—Es clérigo, y se dice que hace muchas buenas obras.
—¿Y has dicho que la señora alta se llama señorita Temple?
—Sí.
—¿Cómo se llaman las otras profesoras?
—La de la cara colorada se llama señorita Smith y supervisa el trabajo y corta los vestidos y pellizas, pues hacemos nuestra propia ropa. La pequeñita de pelo negro es la señorita Scatcherd, quien enseña historia y gramática y repasa la lección de la segunda clase. Y la del chal, que lleva un pañuelo atado con una cinta amarilla, es madame Pierrot, de Lisle, Francia, y enseña francés.
—¿Te gustan las profesoras?
—Sí, bastante.
—¿Te gusta la pequeñita morena, y la Madame…? No sé pronunciar su nombre como tú.
—La señorita Scatcherd es impaciente y debes tener cuidado de no ofenderla, y madame Pierrot no es mala persona.
—Pero la señorita Temple es la mejor, ¿verdad?
—La señorita Temple es muy buena e inteligente. Está muy por encima de las demás, porque sabe mucho más que ellas.
—¿Tú llevas mucho tiempo aquí?
—Dos años.
—¿Eres huérfana?
—Mi madre se murió.
—¿Eres feliz aquí?
—Haces demasiadas preguntas. Ya te he contestado bastantes, y ahora quiero leer.
Pero en ese momento sonó la campana anunciando la comida, y entramos todas. El olor que llenaba el refectorio no era mucho más apetecible que el que nos había deleitado por la mañana. Sirvieron la comida en dos fuentes enormes de hojalata, que despedían un vaho con fuerte olor a sebo rancio. Descubrí que el rancho consistía en un guiso