gravilla empapada por el reciente deshielo. Hacía un frío tan intenso esa mañana invernal que me castañeteaban los dientes al apresurarme por el camino. Había luz en la casita del portero. Cuando llegamos allí, encontramos a la portera encendiendo fuego. Mi baúl, llevado allí la noche anterior, estaba atado con una cuerda junto a la entrada. Faltaban pocos minutos para las seis, y poco después de dar esa hora, el retumbar lejano de ruedas anunció la llegada de la diligencia. Me acerqué a la puerta y vi aproximarse rápidamente sus faroles en la oscuridad.
—¿Se va ella sola? —preguntó la portera.
—Sí.
—Y ¿a qué distancia está?
—Cincuenta millas.
—¡Qué lejos! Me sorprende que la señora Reed la deje ir tan lejos sola.
Se detuvo la diligencia con sus cuatro caballos, repleta de pasajeros. El mozo y el cochero me metieron prisa a voces, subieron mi baúl y a mí me arrancaron de los brazos de Bessie, a quien me había aferrado besándola.
—Cuídenmela bien —gritó al mozo, quien me levantó y metió dentro.
—Sí, sí —fue la respuesta. La puerta se cerró de golpe, una voz exclamó «¡Vámonos!» y emprendimos el camino. De esta manera me separaron de Bessie y de Gateshead, de esta manera me transportaron a regiones desconocidas y, según mi parecer de entonces, remotas y misteriosas.
Recuerdo muy poco del viaje, solo sé que el día se me hizo increíblemente largo, y me pareció que recorríamos cientos de millas. Pasamos por varios pueblos, y el coche se detuvo en uno muy grande; se llevaron los caballos, y los pasajeros nos apeamos para comer. Me llevaron a una posada, donde el mozo quiso que comiese algo. Como no tenía apetito, me depositó en una sala enorme con una chimenea en cada extremo, una araña de luces colgando del techo y una balconada roja en lo alto de la pared, llena de instrumentos musicales. Estuve deambulando un rato, sintiéndome muy rara, y con un miedo desmedido de que entrase alguien para secuestrarme, pues creía en la existencia de secuestradores por haber oído relatar muchas veces sus hazañas en los cuentos de Bessie junto al fuego. Por fin, regresó el mozo y me volvió a embarcar en la diligencia. Luego, mi protector subió a su propio asiento, tocó su cuerno hueco y nos alejamos por las «calles empedradas» de L…
Por la tarde llovió y hubo algo de neblina. Con la llegada del crepúsculo, empecé a tener la sensación de estar lejísimos de Gateshead. Ya no atravesábamos pueblos, y el paisaje era diferente: se erguían grandes colinas grises en el horizonte. Al caer la noche, bajamos por un valle ensombrecido por los bosques que lo rodeaban, y mucho después de que la noche hubiera oscurecido del todo el paisaje, oí crujir los árboles, sacudidos por un viento fuerte.
Arrullada por este sonido, me quedé dormida por fin. No llevaba mucho tiempo durmiendo cuando me despertó el cese del movimiento. La puerta se abrió y vi, a la luz de los faroles, el rostro y la ropa de una persona con aspecto de criada.
—¿Hay aquí una niña llamada Jane Eyre? —preguntó. Contesté que sí; me sacaron, bajaron mi baúl, y la diligencia se alejó en el acto.
Estaba entumecida de estar sentada tanto tiempo, y aturdida por los ruidos y movimientos del coche. Reponiéndome, miré alrededor. El aire estaba cargado de lluvia, viento y oscuridad; sin embargo, divisé ante mí un muro con una puerta abierta, por la que pasé con mi nueva guía, quien la cerró con llave a nuestras espaldas. Ahora se vislumbraba una casa o casas, porque el edificio tenía una gran extensión, con muchas ventanas, algunas de las cuales tenían luz. Anduvimos por un ancho sendero lleno de charcos y cubierto de piedrecillas, y entramos en la casa por una puerta. La criada me llevó por un pasillo hasta un aposento con chimenea, donde me dejó sola.
Después de calentarme los dedos agarrotados en las llamas, miré a mi alrededor. No había ninguna vela, pero la luz tenue de la chimenea alumbraba, a intervalos, paredes empapeladas, alfombras, cortinas y lustrosos muebles de caoba. Era un salón, no tan lujoso como el de Gateshead, pero bastante cómodo. Estaba tratando de averiguar lo que significaba un cuadro que había en la pared, cuando se abrió la puerta y entró una persona con una luz en la mano, seguida de cerca por otra.
La primera era una señora alta de cabello y ojos oscuros, de rostro pálido y frente amplia. Estaba parcialmente envuelta en un chal, y tenía una expresión seria y un porte erguido.
—Esta es una niña muy pequeña para viajar sola —dijo, dejando en la mesa la vela. Me miró detenidamente un minuto o dos, y luego prosiguió—: Convendría acostarla pronto, pues parece cansada. ¿Estás cansada? —me preguntó, poniéndome la mano en el hombro.
—Un poco, señora.
—Tendrás hambre también, sin duda. Que cene alguna cosa antes de acostarse, señorita Miller. ¿Es la primera vez que te separas de tus padres para ir a la escuela, pequeña?
Le expliqué que no tenía padres. Preguntó cuánto tiempo hacía que habían muerto, cuántos años tenía yo, cómo me llamaba, si sabía leer y escribir y si sabía coser. Después me tocó suavemente la mejilla con el índice y, diciendo que esperaba que fuera buena, se despidió de mí y de la señorita Miller.
La señora que dejamos en el salón debía de tener unos veintinueve años y la que me acompañó parecía algo más joven. La primera me impresionó por su voz, su aspecto y su porte. La señorita Miller era más vulgar, de tez rubicunda y expresión preocupada, apresurada de movimientos, como alguien que siempre tuviera infinidad de cosas que hacer. Tenía aspecto, de hecho, de lo que después averigüé que era en realidad: una profesora subalterna. Me condujo por una habitación tras otra y un corredor tras otro de un edificio grande y destartalado, hasta que, saliendo del silencio total y algo deprimente de la parte de la casa que habíamos atravesado, nos acercamos al murmullo de muchas voces y entramos en un aposento largo y ancho con dos grandes mesas de pino en cada extremo, y dos velas ardiendo en cada mesa. Sentadas en bancos alrededor, había chicas de todas las edades, desde los nueve o diez años hasta los veinte. A la luz tenue de las velas, me pareció que había un número infinito, aunque realmente no eran más de ochenta. Iban vestidas con uniforme de tela marrón de corte un poco anticuado y largos delantales de hilo. Era la hora del estudio, por lo que estaban ocupadas en aprender de memoria la tarea del día siguiente, y el murmullo que había oído era la repetición susurrada de la lección.
La señorita Miller me indicó que me sentara en un banco junto a la puerta, y acercándose al fondo del largo aposento, gritó:
—Supervisoras, recoged los libros y guardadlos.
Se levantaron cuatro muchachas altas de diferentes mesas y fueron recogiendo los libros, que se llevaron. La señorita Miller volvió a ordenar:
—Supervisoras, traed las bandejas de la cena.
Salieron las chicas altas y regresaron al rato, cada una llevando una bandeja con raciones de alguna cosa que no pude identificar y una jarra de agua con un vaso en el centro de cada bandeja. Repartieron las raciones, y las que querían beber lo hacían en uno de los vasos, comunes para todas. Cuando me tocó el turno a mí, bebí, pues tenía sed, pero no probé la comida, porque me sentía incapaz de comer por el nerviosismo y el cansancio. Sin embargo, pude ver que la comida era una fina torta de avena partida en trozos.
Una vez finalizada la comida, la señorita Miller leyó las oraciones y las muchachas se marcharon de dos en dos al piso de arriba. Ya vencida por el agotamiento, apenas me di cuenta de cómo era el dormitorio. Solo me percaté de que era muy largo, como el aula. Esa noche iba a dormir con la señorita Miller, quien me ayudó a desvestirme. Una vez acostada, miré la larga fila de camas, que fueron ocupadas enseguida, cada una por dos chicas. A los diez minutos, apagaron la solitaria luz y, en el silencio y la oscuridad total, me quedé dormida.
Pasó deprisa la noche; estaba demasiado cansada para soñar siquiera. Me despertó solo una vez el ruido del viento, que soplaba en ráfagas furibundas, y de la lluvia, que caía a raudales, y observé que se había acostado a mi lado la señorita Miller. Cuando volví a abrir los ojos, sonaba una campana estridente. Las chicas estaban levantadas, vistiéndose. Era todavía