un gran salón desastrado, con un hermoso techo pintado y una extraña figura sentada sola junto a una de las ventanas. Ahora vuelven a mí, casi con las palpitaciones que causaron, los sucesivos sentimientos que acompañaron a mi conciencia de que, cuando se cerró detrás de mí la puerta del cuarto, yo estaba realmente cara a cara ante la Juliana de algunas de las más exquisitas y famosas poesías de Aspern. Después me llegué a acostumbrar, aunque nunca del todo; pero ante ella sentada allí, mi corazón latía tan de prisa como si ese milagro de resurrección hubiera tenido lugar para mi beneficio. Su presencia, no sé cómo, parecía contener la de él, y me sentí, desde el primer momento de verla, más cerca de él de lo que nunca me había sentido antes ni me he vuelto a sentir después. Sí, recuerdo mis emociones por su orden, aun incluyendo un curioso temblorcillo que se apoderó de mí cuando vi que la sobrina no estaba allí. Con ella, el día antes, había llegado a tener suficiente familiaridad, pero casi superaba a mi valentía (a pesar de lo mucho que había deseado ese acontecimiento) quedarme solo con una reliquia tan terrible como la tía. Era demasiado extraña, demasiado literalmente resucitando. Entonces me refrené, al darme cuenta de que no estábamos realmente cara a cara, ya que ella tenía sobre los ojos un horrible velillo verde que casi le servía de máscara. Por el momento creí que se lo había puesto expresamente para poder escudriñarme desde debajo sin ser escudriñada. Al mismo tiempo, aumentaba la suposición de que había una terrible calavera acechando detrás. La divina Juliana como calavera sonriente —esa visión quedó allí en suspenso hasta que pasó—. Luego caí en la cuenta de que era terriblemente vieja, tan vieja que la muerte podría llevársela en cualquier momento antes de que yo tuviera tiempo de obtener de ella lo que quería. El siguiente pensamiento fue una corrección de éste: iluminaba la situación. Se moriría la semana próxima, se moriría mañana: entonces yo podría apoderarme de sus papeles. Mientras tanto, ella seguía allí sentada sin moverse ni hablar. Era muy pequeña y encogida, encorvada hacia delante, con las manos en el regazo. Iba vestida de negro, con la cabeza envuelta en un trozo de encaje negro antiguo que no dejaba ver su pelo.
Como mi emoción me hacía seguir en silencio, ella habló primero, y la observación que hizo fue exactamente la más inesperada.
III
—Nuestra casa está muy lejos del centro, pero el pequeño canal es muy comme il faut.
—Es el más bello rincón de Venecia y no puedo imaginar nada más encantador —me apresuré a replicar.
La voz de la anciana era muy suave y débil, pero tenía un murmullo agradable y cultivado, y resultaba prodigioso pensar que ese mismo acento había estado en los oídos de Jeffrey Aspern.
—Por favor, siéntese. Oigo muy bien —dijo suavemente, como si quizá yo le hubiera gritado; y la silla que señaló estaba a cierta distancia. Tomé posesión de ella, diciéndole que me daba cuenta perfectamente de que era un intruso, de que no me habían presentado adecuadamente y que sólo podía encomendarme a su indulgencia. Quizá la otra señora, a la que había tenido yo el honor de ver el día anterior, le habría explicado lo del jardín. Eso era, literalmente, lo que me había inspirado el valor de dar un paso tan poco convencional. Me había enamorado a primera vista de todo el sitio (ella misma probablemente estaba tan acostumbrada a él que no sabía la impresión que podía hacer en un recién llegado), y me había parecido que era realmente caso de arriesgar algo. Su propia bondad al recibirme, ¿era señal de que no estaba completamente errado en mi suposición? Me haría extremadamente feliz pensarlo así. Le podía dar mi palabra de honor de que yo era una persona muy respetable e inofensiva, y de que, como residente, apenas se darían cuenta de mi existencia. Me sometería a cualquier regla, a cualquier restricción, con tal que me dejaran disfrutar del jardín. Además, me encantaría darle referencias, garantías; serían de lo mejor, tanto en Venecia como en América.
Ella me escuchaba en total inmovilidad y noté que me miraba con gran atención, aunque sólo podía ver la parte inferior de su cara desteñida y marchita. Independientemente del proceso refinador de la vejez, tenía una delicadeza que en otro tiempo debía haber sido grande. Había sido muy bella, había tenido una tez prodigiosa. Se quedó callada un rato después que yo dejé de hablar, y luego preguntó:
—Si tanto le gusta un jardín, ¿por qué no va a tierra firme donde hay tantos mejores que éste?
—¡Ah, es la combinación! —respondí, sonriendo; y luego, más bien en un vuelo de fantasía—: Es la idea de un jardín en medio del mar.
—No está en medio del mar: no se ve el agua.
Me quedé mirando pasmado un momento, preguntándome si ella quería probarme un fraude.
—¿No se ve el agua? Bueno, mi querida señora, puedo llegar hasta la misma puerta en mi góndola.
Ella pareció inconsecuente, pues dijo vagamente en respuesta a esto:
—Sí, si tiene góndola. Yo no tengo; hace muchos años que no voy en una góndola.
Pronunció esas palabras como si las góndolas fueran un artefacto remoto que ella conociera sólo de oídas.
—¡Permítame asegurarle con cuánto placer pondría la mía a su servicio! —exclamé.
Apenas había dicho eso, sin embargo, me di cuenta de que mis palabras eran de dudoso gusto y casi me harían daño haciéndome parecer demasiado empeñado, demasiado poseído por un motivo oculto. Pero la anciana seguía impenetrable y su actitud me molestaba porque dejaba entender que ella me veía más por entero que yo a ella. No me dio las gracias por mi algo extravagante oferta, pero hizo notar que la señora que yo había visto el día antes era su sobrina; vendría dentro de un momento. Ella le había pedido que se quedara a propósito, porque primero quería verme a solas. Volvió a caer en su silencio y yo me pregunté por qué lo habría juzgado necesario y qué pasaría después; también, si me podría atrever a decir que me encantaría volverla a ver: había sido muy cortés conmigo, considerando qué extraño me debía haber juzgado —una declaración que arrancó de la señorita Bordereau otro de sus caprichosos discursos:
—¡Tiene muy buenas maneras: la eduqué yo misma!
Yo estuve a punto de decir que eso explicaba la tranquila gracia de la sobrina, pero me detuve a tiempo, y la anciana siguió un momento después:
—No me importa quién sea usted; no quiero saberlo; hoy día eso significa muy poco.
Esto tenía todo el aire de ser una fórmula de despedida, como si sus siguientes palabras fueran que ya podía marcharme, una vez que había tenido la diversión de mirar a la cara a tal monstruo de indiscreción. Por eso me quedé más sorprendido cuando añadió, con su suave y venerable voz temblorosa:
—Puede tener tantos cuartos como quiera... si paga una buena suma de dinero.
Vacilé un momento, lo suficiente para preguntarme qué querría decir en especial con esa condición. Primero se me ocurrió que debía estar pensando realmente en una gran suma; luego razoné rápidamente que su idea de una gran suma probablemente no correspondería a la mía. Mi deliberación, creo, no fue tan visible como para disminuir la prontitud con que respondí:
—Pagaré con gusto, y por supuesto por adelantado, lo que usted crea oportuno pedirme.
—Bueno, entonces, mil francos al mes —replicó al instante, mientras su desconcertante vetillo verde seguía cubriendo su expresión.
La cifra era sorprendente y mi lógica había fallado. La suma que indicaba era enormemente grande, según la medida veneciana de esos asuntos; había muchos palacios en un rincón a trasmano que yo podía haber disfrutado por todo un año en tales condiciones. Pero, en la medida en que lo permitían mis pequeños medios, estaba dispuesto a gastar dinero, y tomé mi decisión rápidamente. Pagaría con una sonrisa lo que me pidiera, pero en ese caso me daría la compensación de sacarle los papeles por nada. Además, aunque me