Henry James

Los papeles de Aspern


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renta de tres meses. Ella recibió este anuncio con serenidad y al parecer sin pensar que, al fin y al cabo, estaría bien por su parte decir que primero debía ver las habitaciones. Eso no se le ocurrió y desde luego su serenidad era principalmente lo que yo quería. Se acababa de cerrar nuestro pequeño trato, cuando se abrió la puerta y apareció en el umbral la señora más joven. Tan pronto como la señorita Bordereau vio a su sobrina, exclamó casi con alegría:

      —¡Va a dar tres mil... tres mil mañana!

      La señorita Tita se quedó quieta, con sus pacientes ojos pasando del uno al otro; luego preguntó, casi con un hilo de voz:

      —¿Quiere decir francos?

      —¿Dijo usted francos o dólares? —me preguntó la anciana ante eso.

      —Creo que fueron francos lo que usted dijo —respondí, sonriendo.

      —Está muy bien —dijo la señorita Tita, como si se hubiera dado cuenta de que su propia pregunta podía parecer excesiva.

      —¿Tú qué sabes? Tú eres una ignorante —observó la señorita Bordereau, no con acritud, sino con una extraña frialdad suave.

      —Sí, del dinero, ¡cierto que del dinero! —se apresuró a exclamar la señorita Tita.

      —Estoy seguro de que tiene sus ramas de conocimientos —me tomé la libertad de decir, jovialmente. No sé por qué, había algo doloroso para mí en el giro que había tomado la conversación al tratar de la renta.

      —Tuvo una buena educación cuando era joven. Yo me ocupé de eso —dijo la señorita Bordereau. Luego añadió—: Pero después no ha aprendido nada.

      —Siempre he estado contigo —asintió la señorita Tita, con mucha suavidad, y evidentemente sin intención de hacer un epigrama.

      —Sí, ¡menos para eso! —declaró su tía, con más fuerza satírica.

      Evidentemente quería decir que, sin eso, su sobrina no habría salido adelante en absoluto; sin embargo, el sentido de su observación no lo alcanzó la señorita Tita, aunque se ruborizó de oír revelar su historia a un desconocido. La señorita Bordereau siguió, dirigiéndose a mí:

      —¿Y a qué hora vendrá usted mañana con el dinero?

      —Cuanto antes, mejor. Si le viene bien, vendré a mediodía.

      —Yo estoy siempre aquí, pero tengo mis horas —dijo la anciana, como si no se hubiera de dar por supuesta su conveniencia.

      —¿Quiere decir las horas en que recibe?

      —Nunca recibo. Pero le veré a mediodía, cuando venga con el dinero.

      —Muy bien, seré puntual. —Y añadí—: ¿Puedo darle la mano, a modo de contrato?

      Creí que debería haber alguna pequeña forma, que realmente me haría sentirme más tranquilo, pues preveía que no habría otra. Además, aunque la señorita Bordereau no podía ser considerada entonces personalmente atractiva, y había algo incluso en su gastada antigüedad que le hacía mantenerse a uno a distancia, sentí un irresistible deseo de tener en mi mano un momento la mano que Jeffrey Aspern había oprimido.

      Durante unos momentos no dio respuesta y vi que mi propuesta no conseguía encontrar su aprobación. No se permitió ningún movimiento de retirada, como casi esperaba yo; sólo dijo fríamente:

      —Pertenezco a una época en que eso no era la costumbre.

      Me sentí bastante humillado, pero exclamé de buen humor hacia la señorita Tita:

      —¡Ah, lo mismo da que sea usted!

      Le di la mano mientras ella contestaba, con una pequeña agitación:

      —Sí, sí, para demostrar que todo está arreglado.

      —¿Traerá el dinero en oro? —preguntó la señorita Bordereau, cuando me dirigía hacia la puerta.

      La miré un momento.

      —¿No tiene un poco de miedo, después de todo, de guardar una suma como ésa en la casa?

      No era tanto que me molestara su avidez, cuanto que realmente me chocaba la disparidad entre tal tesoro y tan escasos medios de guardarlo.

      —¿De quién iba yo a tener miedo si no tengo miedo de usted? —preguntó con su encogido aire sombrío.

      —Ah, bueno —dije yo, riendo—, seré en realidad un protector y le traeré oro si lo prefiere.

      —Gracias —replicó la anciana con dignidad y con una inclinación de la cabeza que evidentemente significaba que me podía ir. Salí del cuarto, reflexionando que no sería fácil engañarla. Al volver a encontrarme en la sala, vi que la señorita Tita me había seguido y supuse que, como su tía había descuidado sugerir que debería echar un vistazo a mis habitaciones, ella tenía el propósito de reparar esa omisión. Pero no sugirió tal cosa: se quedó allí sólo con una sonrisa velada, aunque no lánguida, y con un aire de juventud irresponsable e incompetente que difería casi cómicamente de la ajada realidad de su persona. No estaba inválida, como su tía, pero me parecía aún más desvalida, porque su ineficacia era espiritual, lo que no era el caso con la señorita Bordereau. Esperé a ver si me ofrecía enseñarme el resto de la casa, pero no precipité la cuestión, ya que mi plan era desde ese momento pasar la mayor parte posible de mi tiempo en su sociedad. Sólo observé al cabo de un momento:

      —He tenido más suerte de lo que esperaba. Ha sido muy bondadoso por parte de ella verme. Quizá usted dijo a mi favor alguna buena palabra.

      —Fue la idea del dinero —dijo la señorita Tita.

      —¿Y usted lo sugirió?

      —Le dije que quizá usted daría mucho.

      —¿Qué le hizo a usted creer eso?

      —Le dije que creía que usted era rico.

      —¿Y qué le metió esa idea en la cabeza?

      —No sé: el modo como habló usted.

      —Vaya: ahora debo hablar de modo diferente —afirmé—. Lamento decir que no es ése el caso.

      —Bueno —dijo la señorita Tita—, creo que en Venecia los forestieri, en general, muchas veces dan mucho por algo que después de todo no es mucho.

      Parecía haber en esa observación intenciones consoladoras, deseando recordarme que, si había sido derrochador, no era en realidad tan locamente singular. Atravesamos juntos la sala, y al observar sus magníficas medidas, le dije que temía que no formaría parte de mi quartiere. ¿Estarían mis habitaciones por casualidad entre las que daban a ella?

      —No si usted va arriba, al segundo piso —respondió con un aire un poco sobresaltado, como si ella más bien hubiera dado por supuesto que yo sabría mi sitio adecuado.

      —Y deduzco que ahí es donde a su tía le gustaría que estuviera yo.

      —Dijo que sus habitaciones deberían ser muy diferentes.

      —Eso ciertamente sería lo mejor.

      Y escuché con respeto mientras me decía que arriba yo era libre de poner lo que quisiera; que había otra escalera, pero sólo desde el piso donde estábamos, y que para pasar de él al piso del jardín o subir a mi alojamiento, tendría de hecho que cruzar por la gran sala. Ese era un punto de inmensa ganancia: preví que constituiría todo mi punto de apoyo para mis relaciones con las dos señoras. Cuando pregunté a la señorita Tita cómo me las iba a arreglar para encontrar mi camino de subida, contestó, con un acceso de esa timidez sociable que señalaba constantemente sus maneras:

      —Quizá no pueda. No veo... a no ser que vaya yo con usted.

      Evidentemente no se le había ocurrido antes. Subimos al piso de arriba y visitamos una larga serie de cuartos vacíos. Los mejores de ellos daban al jardín; algunos de los otros tenían una