las estrellas y con todas las lámparas, todas las voces y leves pasos sobre el mármol (los únicos sonidos de las arquerías que la rodean), es como un salón al aire libre dedicado a bebidas refrescantes y a una degustación aún más fina —la de las exquisitas impresiones recibidas durante el día—. Cuando no prefería quedarme las mías para mí, siempre había un turista errante, desembarazado de su Baedeker, con quien comentarlas, o algún pintor naturalizado que se regocijaba con el retorno de la estación de los efectos fuertes. La maravillosa iglesia, con sus bajas cúpulas y erizada de ornamentos, el misterio de su mosaico y esculturas, parecía fantasmal en la templada sombra, y la brisa marina pasaba entre las columnas gemelas de la Piazzetta, jambas de una puerta ya no custodiada, tan suavemente como si se meciera allí una rica cortina. En esas ocasiones pensaba en las señoritas Bordereau y en la lástima de que estuvieran encerradas en habitaciones que, en el julio veneciano, ni siquiera la vastedad de Venecia conseguía evitar que estuvieran sofocantes. Su vida parecía estar a millas de distancia de la vida de la Piazza, y sin duda ya era realmente tarde para hacer cambiar de costumbres a la austera Juliana. Pero la pobre señorita Tita, estaba seguro de que habría disfrutado con un helado de Florian; a veces incluso pensaba llevarle uno a casa. Afortunadamente, mi paciencia dio fruto y no me vi obligado a hacer nada tan ridículo.
Una noche hacia mediados de julio volví a casa antes que de costumbre —no recuerdo qué azar dio lugar a ello— y, en vez de subir a mis habitaciones, me dirigí al jardín. La temperatura era muy alta; era una noche tal que uno la habría pasado de buena gana al aire libre, y no tenía yo prisa de meterme en la cama. Había vuelto a casa navegando en mi góndola, oyendo el lento salpicar del remo en los estrechos canales oscuros, y ahora el único pensamiento que me requería era la vaga reflexión de que sería grato extenderme en toda mi longitud en la fragante oscuridad de un banco del jardín. El olor del canal estaba sin duda en el fondo de esa aspiración, y el aliento del jardín, al entrar, dio consistencia a mi propósito. Estaba delicioso; un aire así debió temblar con los juramentos de Romeo cuando se irguió entre las flores elevando sus brazos hacia el balcón de su señora. Miré las ventanas del palacio a ver si por casualidad se había seguido el ejemplo de Verona (ya que Verona no estaba muy lejos), pero todo estaba oscuro como de costumbre y silencioso. Juliana, en noches estivales de su juventud, podría haber hecho descender sus murmullos hacia Jeffrey Aspern, pero la señorita Tita no era amante de poeta, del mismo modo que yo no era poeta. Eso sin embargo no impidió que mi satisfacción fuera grande al darme cuenta, al llegar al extremo del jardín, de que la señorita Tita estaba sentada en mi pequeño cenador. Al principio sólo vi una figura indistinta, no contando en absoluto con tal iniciativa por parte de ninguna de mis patronas; se me ocurrió incluso que alguna criada sentimental se hubiera escapado furtivamente para una cita con su cortejador. Yo iba a volverme atrás, para no asustarla, cuando la figura se irguió en toda su altura y reconocí a la sobrina de la señorita Bordereau. Tengo que hacerme a mí mismo la justicia de decir que tampoco quería asustarla, y, por más que había deseado tal situación, habría sido capaz de retirarme. Era como si yo le hubiera puesto una trampa volviendo a casa antes que de costumbre, añadiendo a esa excentricidad la de deslizarme al jardín. Cuando ella se levantó, me habló, y reflexioné que quizá, segura por mi ausencia casi invariable, solía salir todas las noches a tomar el aire sola. No había trampa, en verdad, porque yo no lo había sospechado. Al principio di por supuesto que las palabras que pronunciaba expresaban consternación por mi llegada; pero cuando las repitió —yo no las había captado claramente— tuve la sorpresa de oírle decir:
—¡Ah, vaya, me alegro tanto de que haya venido!
Ella y su tía tenían la propiedad común de los discursos inesperados. Salió del cenador casi como si se fuera a arrojar en mis brazos.
Me apresuro a añadir que no hizo nada por el estilo; ni siquiera me dio la mano. Era una satisfacción para ella el verme, y al fin me dijo por qué, porque se ponía tan nerviosa cuando estaba al aire libre de noche y sola. Las plantas y las matas parecían tan extrañas en la oscuridad —no sabía decir qué eran— como los ruidos de animales. Se quedó parada junto a mí, mirando alrededor con aire de mayor seguridad pero sin mostrar interesarse por mí como individuo. Entonces adiviné que no tenía ninguna costumbre de asomadas nocturnas, y también me acordé (me había impresionado ese detalle hablando con ella antes de tomar posesión) de que era imposible exagerar su simplicidad.
—Habla usted como si estuviera perdida en los bosques salvajes —dije, riendo—. Cómo se las arregla usted para mantenerse apartada de este encantador lugar cuando sólo tiene que dar tres pasos para entrar en él, es algo que todavía no he podido descubrir. Se esconde usted muy bien mientras yo estoy en la casa, ya lo sé; pero tenía esperanzas de que se asomara un poco otros momentos. Usted y su pobre tía están peor que las monjas carmelitas en sus celdas. ¿Le importaría decirme cómo viven sin aire, sin ejercicio, sin ninguna clase de contacto humano? No veo cómo llevan adelante los asuntos comunes de la vida.
Me miró como si yo hablara alguna lengua extranjera, y su respuesta fue tan poco respuesta que me irrité mucho.
—Nos acostamos muy pronto; antes de lo que usted creería.
Yo estaba a punto de decir que eso no hacía más que ahondar el misterio, cuando me dio algún alivio añadiendo:
—Antes de que viniera usted, no estábamos tan retiradas. Pero yo nunca he salido de noche.
—¿Nunca por estos fragantes senderos, que florecen aquí delante de sus narices?
—Ah —dijo la señorita Tita—, ¡nunca habían estado bonitos hasta ahora!
Había en ello una referencia inconfundible y una comparación halagadora, de modo que me pareció haber ganado una pequeña ventaja. Como me convendría explotarla para establecer una especie de agravio, le pregunté por qué, puesto que consideraba bonito mi jardín, nunca me había dado las gracias por las flores que les había estado mandando en tales cantidades desde hacía tres semanas. No me había desanimado eso; como habría observado, había una brazada diaria; pero yo me había educado en las formas corrientes, y alguna palabra de reconocimiento de vez en cuando me habría tocado donde debía.
—¡Bueno, no sabía que eran para mí!
—Eran para ustedes dos. ¿Por qué iba a hacer diferencias?
La señorita Tita reflexionó como si pensara una razón para ello, pero no consiguió obtenerla. En cambio, preguntó de repente:
—¿Por qué razón quiere usted conocernos?
—Después de todo, debería no ser lo mismo —contesté—. Esa pregunta es de su tía; no es de usted, usted no la haría si no la hubieran llevado a hacerla.
—Ella no me dijo que le preguntara a usted —contestó la señorita Tita: era la más rara mezcla de lo elusivo y lo directo.
—Bueno, muchas veces se lo ha preguntado ella misma y le ha expresado a usted su asombro. Ha insistido en ello, de manera que le ha metido en la cabeza la idea de que yo soy inaguantablemente entrometido. Palabra que creo haber sido muy discreto. ¡Y que completamente debe haber perdido su tía toda tradición de sociabilidad para ver algo extraño en la idea de que gente respetable e inteligente, viviendo como vivimos bajo el mismo techo, intercambien ocasionalmente alguna observación! ¿Qué podría ser más natural? Somos del mismo país y tenemos por lo menos algo de los mismos gustos, puesto que, como a ustedes, me gusta mucho Venecia.
Mi interlocutora parecía incapaz de captar más de una sola oración en cualquier discurso, y declaró rápidamente, ávidamente, como si respondiera a todo mi discurso:
—¡A mí no me gusta Venecia en lo más mínimo! ¡Me gustaría marcharme muy lejos!
—¿Y ella siempre la ha retenido así? —seguí, para mostrarle que yo podía ser tan frívolo como ella.
—Ella me ha dicho que saliera esta noche; me lo ha dicho muchas veces —dijo la señorita Tita—. Soy yo la que no quería salir. No me gusta dejarla.
—¿Está demasiado débil, está agotándose? —pregunté, con más emoción, creo, de la que deseaba