tratar el asunto un poco como una broma. No en plan de broma, sino con simplicidad, ella preguntó, pesando el dinero en las dos palmas:
—¿No cree que es demasiado?
A eso contesté que dependía de la cantidad de placer que yo recibiera por ello. Entonces se apartó de mí rápidamente, como había hecho el día anterior, murmurando en un tono diferente del que había usado hasta entonces:
—¡Ah, placer, placer... no hay placer en esta casa!
Después de eso, durante mucho tiempo, no la vi más, y me preguntaba si las oportunidades corrientes de cada día no debían habernos ayudado a encontrarnos. Sólo podía ser evidente que ella estaba enormemente en guardia para que eso no ocurriera, y además, la casa era tan grande que estábamos perdidos en ella el uno para el otro. Yo miraba esperanzado en su busca al cruzar la sala en mis idas y venidas, pero no era recompensado ni con un atisbo de la cola de su traje. Era como si nunca asomara de las habitaciones de su tía. Yo me preguntaba qué haría allí semana tras semana y año tras año. Nunca había encontrado tan violento parti pris de encerramiento; era más que mantenerse aparte; era como unas criaturas acosadas que fingen la muerte. Las dos señoras no parecían tener ningún visitante ni ninguna clase de contacto con el mundo. Juzgué por lo menos que nadie podía venir a la casa ni la señorita Tita podía salir de ella sin que yo lo observara. Hice algo por lo que me detesté a mí mismo (reflexionando que era sólo una vez, en cierto modo): interrogué a mi criado sobre sus costumbres y le dejé adivinar que me interesaría cualquier información que pudiera recoger. Pero él recogió sorprendentemente poco, para ser un veneciano enterado: debe añadirse que donde hay ayuno perpetuo, quedan muy pocas migas en el suelo. En otras cosas era lo bastante listo, aunque no lo fuera tanto como le había atribuido en la ocasión de mi primera entrevista con la señorita Tita. Había ayudado a mi gondolero a traerme una barcada de muebles; y una vez llevados esos objetos a lo alto del palacio y distribuidos según nuestra sabiduría conjunta, organizó mi domesticidad con tal prontitud como la hacía posible el hecho de que no hubiera más que él. En resumen, me puso tan cómodo como podía estarlo yo con mis medianas perspectivas. Debería haberme alegrado si se hubiera enamorado de la criada de la señorita Bordereau, o, a falta de eso, si la hubiera odiado: cualquier acontecimiento podría haber traído algún tipo de catástrofe, y una catástrofe podría haber llevado a alguna conversación. Mi idea es que ella sería sociable, y yo mismo, en varias ocasiones, la vi andar de un lado para otro en recados domésticos, de modo que estaba seguro de que era accesible. Pero no obtuve ningún cotilleo de esa fuente y luego supe que el afecto de Pasquale estaba fijo en un objeto que le hacía no prestar atención a otras mujeres. Era una señorita de cara empolvada, falda amarilla de algodón, y mucho ocio, que venía a menudo a verle. Esta practicaba, a su comodidad, el arte de ensartar cuentas (esos ornamentos se hacen en abundancia en Venecia; llevaba los bolsillos llenos de ellas y yo solía encontrarlas en el suelo de mis habitaciones), y mantenía la vigilancia sobre la doncella de la casa. No era cosa para mí, por supuesto, hacer murmurar a los domésticos, y nunca dije ni palabra a la cocinera de la señorita Bordereau.
Me parecía prueba de la decisión de la anciana de no tener nada que ver conmigo, el que no me hubiera mandado nunca un recibo de mi renta de tres meses. Durante algunos días lo esperé y luego, cuando renuncié desperdicié mucho tiempo en preguntarme qué razón habría tenido para descuidar una forma tan indispensable y común. Al principio, estuve tentado de enviarle un recordatorio, tras de lo cual abandoné la idea (contra mi juicio de qué era lo correcto en ese caso particular), por la motivación general de desear seguir tranquilo. Si la señorita Bordereau sospechaba en mí ulteriores intenciones, sospecharía menos si yo parecía hombre de negocios, y sin embargo consentí en no parecerlo. Era posible que ella pretendiera que su omisión fuera una impertinencia, una ironía visible, para demostrar cómo podía ir demasiado lejos con personas que iban demasiado lejos con ella. Sobre esa hipótesis, estaba bien dejarla ver que uno no se fijaba en sus bromitas. La verdadera explicación del asunto, me di cuenta luego, era sencillamente el deseo de la pobre mujer de subrayar el hecho de que yo disfrutaba de un favor tan rígidamente limitado como liberalmente concedido. Me había dado parte de su casa y ahora no me daría ni un pedazo de papel con su nombre. Permítaseme decir que incluso al principio eso no me hizo demasiado desgraciado, pues el episodio entero era delicioso para mí. Preví que tendría todo un verano conforme a mi propio corazón literario, y la sensación de aferrar mi oportunidad era mucho mayor que la de perderla. No podría haber asunto en Venecia sin paciencia, y puesto que me encantaba el sitio, estaba mucho más en su espíritu por haber acumulado una amplia provisión. Ese espíritu me hacía perpetua compañía y parecía mirarme desde el revivido rostro inmortal —en que brillaba todo su genio— del gran poeta que era mi inspirador. Le había invocado y él había llegado: se cernía sobre mí casi todo el tiempo; era como si su luminoso espectro hubiera vuelto a la tierra a decirme que consideraba el asunto no menos suyo que mío, y que lo vigilaría hasta su conclusión, de modo fraternal y alegre. Era como si hubiera dicho: «Pobrecilla, tómalo con tranquilidad con ella; tiene algunos naturales prejuicios, pero dale tiempo. Por extraño que te parezca, era muy atractiva en 1820. Mientras tanto, ¿no estamos juntos en Venecia, y qué mejor sitio hay para la reunión de buenos amigos? Mira cómo refulge con el verano que avanza; cómo el cielo y el mar y el aire rosado y el mármol de los palacios cabrillean y se funden en unión.» Mi excéntrica misión personal se convertía en parte de la novelería y la gloria de todo; incluso sentía un compañerismo místico, una fraternidad moral con todos los que en el pasado habían estado al servicio del arte. Habían trabajado por la belleza, por una devoción; ¿y qué otra cosa hacía yo? Ese elemento estaba en todo lo que había escrito Jeffrey Aspern y yo no hacía más que sacarlo a la luz.
Me demoraba en la sala mientras iba de un lado a otro; solía observar —tanto como me parecía decente la puerta que daba a la parte de la casa donde estaba la señorita Bordereau—. Una persona que me observara podría haber supuesto que trataba de lanzar un hechizo sobre ella o intentar algún extraño experimento de hipnotismo. Pero no hacía sino rezar porque se abriera o pensar qué tesoro se escondería probablemente detrás de ella. Me parece curioso, ahora que lo vuelvo a mirar, que nunca dudara por un momento que las reliquias sagradas estaban allí; nunca dejaba de sentir cierta alegría al estar bajo el mismo techo que ellas. Después de todo, estaban bajo mis manos; todavía no se me habían escapado; y ponían mi vida en continuación, en cierto modo, con la ilustre vida que habían tocado por el otro lado. Me perdía en esa satisfacción hasta el punto de asumir —en mi callada extravagancia— que la pobre señorita Tita también llegaba hasta atrás, como solía formularlo yo. Claro que sí llegaba, la amable solterona, pero no tanto como hasta Jeffrey Aspern, que para ella era algo sólo de oídas, igual que para mí. Sólo que llevaba años viviendo con Juliana, había visto y manejado los papeles y (aunque era estúpida) algún conocimiento esotérico se le había pegado. Eso era lo que representaba la anciana —conocimiento esotérico—, y ésa era la idea con que se excitaba mi corazón editorial. Literalmente, latía más de prisa, a menudo, al anochecer, cuando yo había salido, al detenerme con mi vela en el resonante vestíbulo subiendo a acostarme. Era como si en tal momento, en la calma, tras la larga contradicción del día, los secretos de la señorita Bordereau estuvieran en el aire, y el prodigio de su supervivencia fuera más palpable. Esas eran mis agudas impresiones. Las tenía de otra forma, con algo más de reciprocidad, durante las horas en que me sentaba en el jardín mirando por encima de mi libro hacia las ventanas cerradas de mi patrona. En esas ventanas no aparecía ninguna señal de vida; era como si, por miedo a que yo captara un atisbo de ellas, las dos señoras pasaran sus días a oscuras. Pero eso sólo probaba que tenían algo que ocultar, que era lo que yo deseaba demostrar. Las persianas inmóviles se hacían tan expresivas como unos ojos conscientemente cerrados, y yo me consolaba pensando que, en todo caso, aunque invisibles por sí mismas, ellas me veían entre las rendijas.
Me empeñé en pasar todo el tiempo posible en el jardín, para justificar la imagen que había dado al principio de mi pasión horticultural. Y no sólo gasté tiempo sino (¡maldita sea!, como decía yo) dinero. Tan pronto como tuve arregladas mis habitaciones y pude ocuparme adecuadamente del asunto, inspeccioné el lugar con un experto listo y establecí condiciones para ponerlo en orden. Lamenté hacerlo, pues personalmente lo prefería tal