-No es nada- respondió la sobrina.- ¡Qué hermosas nubes¡
-¿Te gustan, eh?
María Dmitrievna no contestó.
-¿Por qué no viene Guedeonofski?- murmuró Marpha Timofeevna, moviendo rápidamente las largas agujas.
-(Trabajaba en una gran banda de lana hecha a punto de media.) Suspiraría contigo o diría alguna tontería.
-¡Qué severa es usted con él! Serguei Petrowitch es un hombre respetable.
-¡Respetable! -repitió con acento de reproche Marpha Timofeevna.
-¡Cuánto quería a mi difunto marido!- dije ¡María Dmí-
trievna- ¡No puedo pensar en ello sin enternecimiento!
-¡Hubiera estado bueno que obrara de otro modo! Tu marido lo sacó del fango por las orejas -refunfuñó la anciana.
Y las agujas aceleraron su movimiento.
-¡Tiene un aire tan humilde! -continuó Marpha Timofeevna.
-Su cabeza está completamente blanca; y, sin embargo, no abre la boca más que para decir una mentira o un chisme.
¡Y siendo así, es consejero de Estado! Por lo demás, ¿qué se puede esperar del hijo de un sacerdote?
-¿Quién está sin pecado, tía mía? Convengo en que tiene ese lado débil. Serguei Petrowitch no ha recibido educación; no habla el francés, pero, dispénseme usted que se lo diga, es un hombre encantador.
-¡Sí, te lame las manos! Que no hable el francés, no es gran desgracia... Yo misma no estoy muy fuerte en ese dia-lecto. Valdría más que no hablase ninguna lengua, pero que dijera la verdad. Bueno, por ahí viene; tan pronto como se habla de él, asoma -añadió Marpha Timofeevna, echando una mirada a la calle.- ¡Míralo como viene a grandes zancadas tu hombre encantador! ¡Qué largo es! ¡Una verdadera cigüe-
ña!
María Dmitrievna se arregló los bucles. Marpha Timofeevna la miró con ironía.
-¿Qué te pasa, querida? ¿Acaso un cabello blanco? Hay que reñir a tu Pelagia, para que vea mejor.
-Siempre será usted la misma, tía- murmuró María Dmitrievna con despecho.
Y comenzó a repiquetear con los dedos en el brazo del sillón.
-¡Serguei Petrowitch Guedeonofski!- anunció con voz aguda un lacayito cosaco de coloradas mejillas, apareciendo en la puerta.
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