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Iván Turguénev
Obras selectas de Iván Turguénev
e-artnow, 2021
EAN 4064066442316
Índice
Un sueño
Contenido
I
Tenía yo diez y siete años cumplidos y vivía en un pequeño pueblo de la costa con mi madre, que apenas tenía treinta y cinco; se casó muy joven.
Al cumplir siete años, murió mi padre y, no obstante, estaba grabado en mi memoria con suma claridad.
Mi madre era bajita y rubia, su hermoso rostro estaba siempre triste; hablaba lentamente, con voz débil, con ademanes tímidos. En su juventud tuvo reputación de hermosa, y continuó siendo encanta-dora hasta sus últimos días. No he conocido jamás un cabello más fino y suave, unas manos más deli-cadas. Yo la adoraba y ella me amaba entrañable-mente...
Sin embargo, no era alegre nuestra existencia; mi madre parecía padecer un dolor extraño, una desgracia irreparable, injusta, y que corroía sin cesar su existencia.
El dolor que le había provocado la muerte de mi padre no era bastante para explicar aquella tristeza abrumadora, aun cuando fuese grande su pesa-dumbre, porque lo había querido con pasión y reverenciaba su memoria. ¡No! En su congoja había un misterio que me era imposible penetrar, pero que intuía de una manera vigorosa e intensa al mismo tiempo, cada vez que fijaba mi mirada en los apacibles y quietos ojos de mi madre, en sus labios tan hermosos y también inmóviles, apretados sin amargura, pero que parecía que nunca se habían de mover.
Ya dije que mi madre me amaba. Sin embargo, había momentos en que me rechazaba o en que mi presencia le era penosa y hasta inaguantable. Parecía sentir de pronto una repulsión involuntaria hacia mí, sentimiento que la horrorizaba en seguida, y, con lágrimas de contrición me estrechaba contra su pecho.
Suponía yo que esos accesos de animadversión se debían al estado enfermizo de mi madre y a sus pesares... Verdad es que también pudieran ser cau-sados por los extravagantes arrebatos de mal humor y de deseos criminales que se apoderaban a veces de mí... Pero esas crisis no se producían nunca en las ocasiones en que me cobraba ojeriza.
Iba siempre vestida de negro, como si estuviese de luto. Vivíamos con cierto desahogo, aunque sin relaciones.
II
Mi madre había depositado en mí todos sus pensamientos y cuidados, enlazando su vida con la mía.
Una intimidad tan estrecha entre padres e hijos, no siempre es buena para éstos... Por el contrario, a menudo es nociva para ellos.
Pero yo era hijo único... y los muchachos que no tienen hermanos ni hermanas, generalmente cre-cen de una manera irregular. Al educarlos, sus padres piensan en sí mismos tanto como en su hijo...
No hay nada peor en cuanto a educación.
Con todo, no era yo mimoso ni terco: dos ex-tremos en que acostumbran incurrir los hijos únicos. Pero mi sistema nervioso se había conmovido desde muy temprano y era frágil mi salud, como la de mi madre, con quien tenía yo notable parecido.
Eludía la relación con los muchachos de mi edad, y, en general, me apartaba de los hombres; hablaba muy poco aun con mi madre.
Mi afición preferida era la lectura, pero me gustaba más aun pasearme a solas y soñar, soñar...
¿En qué soñaba? Es difícil decirlo: algunas veces imaginaba que me encontraba de repente ante una puerta entornada, detrás de la cual se escondían misterios insondables. Me quedaba esperando, es-tupefacto, sin poder decidirme a trasponer el umbral de aquella puerta y sin dejar de preguntarme qué ocurría allá, cerca de mí... y aguardaba siempre con una especie de desasosiego o acababa por dormirme.
De haber sido poeta, con seguridad hubiera ex-presado con versos tal estado de ánimo; si hubiese sido proclive a la devoción, hubiera entrado en una comunidad religiosa; pero no era poeta ni piadoso y pasaba el tiempo soñando y aguardando en vano.
III
Ya dije que a veces me dormía asaltado por ideas y cavilaciones indefinibles. Acostumbraba dormir mucho, y los ensueños jugaban un papel importante en mi vida; todas las noches los tenía.
No los desechaba, y les concedía gran importancia, tomándolos por advertencias, y esforzándome por alcanzar su sentido misterioso; algunos de esos ensueños se