a quien habían retenido en el círculo hasta las dos de la madrugada... Tenía el rostro descompuesto; quiso interrogar a su mujer, pero no logró respuesta alguna. Como consecuencia de esos hechos cayó enferma de peligro.
“No obstante, si la memoria no me traiciona, en cuanto quedó a solas se puso a revisar las paredes de su habitación. Bajo las telas que las tapizaban halló una puerta secreta, y advirtió, de pronto, que ya no tenía en el dedo el anillo de boda.
“Aquel anillo era muy original. Estaba guarneci-do con siete estrellas de oro, que alternaban con otras siete de plata; era una joya de familia.
“El esposo de mi amiga preguntó qué había si-do de aquel anillo, y no supo qué responderle. Su-puso que se le habría extraviado y lo buscó él sin resultado. Sintió un vivísimo deseo, no exento de inquietud, de regresar a su casa; y en cuanto el mé-
dico autorizó a la enferma a levantarse, dejaron la capital.
“El mismo día de su partida, tropezaron con una camilla, en la cual iba acostado un hombre con el cráneo roto... Aquel... hombre era el visitante fu-nesto, el de los ojos perversos... ¡Le habían matado en riña, por cuestión de juego!
“Mi amiga se recluyó en el campo, y fue madre, por primera y última vez... Aun vivió algunos años con su esposo, quien nunca llegó a sospechar nada.
¿Y qué hubiera podido confesarle? ¡Ella misma nada sabía!
“Sin embargo, su ventura había quedado rota para siempre. La existencia de los dos ensombre-cióse, y la nube que se cernía sobre ellos se desvaneció. No tuvieron más hijos... Y ese hijo único.. .
Un movimiento convulsivo agitó el cuerpo de mi madre, que se cubrió la cara con las manos.
-¡Oh!, ahora dime- continuó con redoblada energía-, ¿es culpable de algo mi amiga? ¿Qué se le puede reprochar? Fue ultrajada, es cierto. Pero, no tiene derecho a proclamar, ante Dios mismo, que era inmerecido el castigo que la hirió? Si es así, ¿por qué tiene que ver nuevamente su pasado en aquella horrible visión, al cabo de tantos años, como una criminal a quien corroen los remordimientos?
Macbeth había matado a Banqueo; era natural que viese fantasmas... ¡Pero yo!...
En este punto, el relato de mi madre se hizo tan confuso, que ya no pude seguir su ilación. Era evi-dente que deliraba.
X
No costará trabajo comprender la hondísima impresión que me causó revelación tan inesperada.
En seguida deduje que se trataba de mi madre y no de una amiga; su desliz cuando habló en primera persona, no hizo más que confirmar mis suposicio-nes.
Así, pues, era mi padre a quien descubrí en sue-
ños, y a quien había visto en carne y hueso aquella mañana.
Estaba claro que no lo habían matado en aquella riña, sino sólo herido. Gracias a las noticias que yo le había dado, entró en casa de mi madre y esca-pó después asustado por el desvanecimiento de mi madre. Inmediatamente aclaróse para mi toda nuestra existencia; comprendí el sentimiento de involuntaria repulsión que a veces había notado en mi madre para conmigo, y su tristeza habitual y la soledad en que vivíamos...
Después de esas confesiones, no sabía lo que me pasaba; recuerdo que me tomé la cabeza con las dos manos, como para mantenerla en su sitio. Una sola idea se me había metido como un clavo: ¡encontrar a aquel hombre a toda costa! ¿Por qué?
¿Con qué fin? Yo mismo no lo sabía, pero quería encontrarlo... Había llegado a ser para mí cuestión de vida o muerte el descubrir dónde estaba.
Al día siguiente por la mañana, mi madre estuvo más tranquila, y ya sin fiebre pudo conciliar el sue-
ño.
Después de haberla recomendado al propietario de nuestra quinta, la dejé al cuidado de la servidum-bre, y comencé mis pesquisas.
XI
Primero fui al café donde el día anterior había encontrado al barón. Nadie lo conocía, ni siquiera habían reparado en él; no hizo más que estar de pa-so. Es cierto que no habían olvidado al negro, porque era un tipo que obligadamente había de llamar la atención; pero nadie sabía de dónde venía, ni dónde se alojaba.
Por lo que pudiera ocurrir, di las señas de mi ca-sa y me puse a recorrer las calles, las grandes vías, los mueIles, los alrededores del puerto; entré en todos los lugares públicos, sin descubrir el más pequeño rastro del barón y de su negro acompañante.
Después de vagar de esa suerte hasta la hora de comer, volví cansado y desalentado a casa. Mi madre estaba levantada; mezclábase con su tristeza habitual algo nuevo, una expresión de perplejidad dolorosa, cuya vista me partía el corazón como un cuchillo.
Pasé la noche al lado de ella; jugó un solitario, y yo la miraba sin chistar. No hizo ninguna alusión a su relato ni a lo acontecido la víspera. Hubiérase dicho que, por virtual acuerdo entre nosotros, nada debía avivar el recuerdo de aquellos extraordinarios y venosos acontecimientos; quizás no recordase tampoco con mucha precisión lo que había dicho en el delirio de la fiebre, y contaba con que yo lo disimularía.
Y así fue, me esforcé por disimular, y ella lo comprendió muy bien. Lo mismo que la víspera, rehuyó mis miradas.
En toda la noche no pude cerrar los ojos.
De pronto estalló una tempestad horrible. Au-llaba el viento y soplaba con violencia. Los cristales de las ventanas temblaban y el aire estaba cargado de gemidos y gritos desesperados. Hubiérase dicho que la cavidad celeste estallaba hecha trizas, con quejidos desgarradores, por sobre las casas, que tre-pidaban.
Poco antes de amanecer me sumí en un entre-sueño... Me pareció ver entrar de repente alguien en mi cuarto, y que me llamaba con voz suave y segura.
Levanté la cabeza para mirar en derredor de mí, y no vi a nadie.
¡Cosa rara! No sólo no me asusté, sino que experimenté un sentimiento de satisfacción: me invadió de repente la certeza de que aquella vez iba a conseguir mi propósito.
Me vestí con premura y salí de casa.
XII
La tempestad había amainado ya, aun cuando se advertían todavía sus últimas convulsiones...
Era muy temprano aún. Las calles estaban soli-tarias. Aquí y allá veíanse por el suelo pedazos de chimeneas, tejas, tablas, vallas derribadas, ramas de árboles desgajados...
-¡Qué dramas han debido desarrollarse esta noche en el mar!- pensé al ver los vestigios que había dejado la tempestad.
Quería ir al puerto; pero, al parecer, obedientes mis piernas a impulso irresistible, me llevara en otra dirección.
En menos de un cuarto de hora me encontré en una parte de la ciudad que aún no había visitado.
Anduve con lentitud, paso a paso, sin detener-me, invadido por una sensación extraña, y como a la espera de algo extraordinario, sobrenatural, y convencido de que ello ocurriría muy pronto.
XIII
Y,